Susan Alexandra Weaver (Nueva York, 1949), debió de ser una niña bastante lista y un poco pitonisa. Con 13 años y según ella “por ser demasiado alta para que me llamaran Suzy” -medía ya sus famosos 182 cm- se cambió de nombre y adoptó el exótico Sigourney en homenaje a Sigourney Howard, un personaje episódico de la famosa novela El Gran Gatsby (F. Scott Fitzgerald, 1925). Resulta que el nombre, de etimología árabe, viene a significar “conquistadora victoriosa”.
La pequeña Susan lo clavó. Mira que hay nombres postizos en el mundo del espectáculo, casi todos de hecho, pero ninguno tan pertinente: 30 años más tarde interpretaría a la conquistadora victoriosa por excelencia de la Historia de la humanidad: Isabel I de Castilla, en 1492: la conquista del paraíso (Ridley Scott, 1992). Antes, con el mismo director y siendo una perfecta desconocida, también fue otra conquistadora victoriosa, en este caso cambiando continentes por xenomorfos empapados en ácido y convirtiéndose de paso en la madre de todas las heroínas del cine de terror, de acción y de cualquier contexto.
A eso le llamo yo empezar con buen pie en la industria del show business. Algo ayudaría también el hecho de venir al mundo con una panadería bajo el brazo: nació en pleno Manhattan, donde todo el mundo vive, pero nadie nace; su padre fue Sylvester Pat Weaver, presidente de la cadena NBC y su madre, Elizabeth Inglis, una actriz británica que llegó a trabajar con Bette Davis en La carta (William Wyler, 1940): si establecemos un símil ibérico sería algo así como Miguel Bosé, pero con talento para la interpretación. Pura pata del Cid.
Con o sin cuna, lo cierto es que Sigourney debutó en el cine de la mano de dos monstruos con nombres similares, pero de aspecto físico, a decir verdad, algo diferente: el primero, Allen, que la dirigió en Annie Hall (1977), interpretando, cómo no, a una novia random del atribulado Alvy Singer. Al otro monstruo, Alien (Ridley Scott, 1979), que la persiguió durante cuatro películas y dieciocho años, le debe bastante más: ser considerada el icono –femenino o no- por excelencia del cine de ciencia ficción y única superviviente de una nave, la Nostromo, con siete tripulantes y menos densidad de población que Mongolia: cinco hombres -uno de ellos androide para más inri-, y un gato, Jonesy, también macho. A eso se llama empoderamiento galáctico. Lástima que el salmonete fuera hermafrodita: en caso contrario, Ellen Ripley hubiera acabado con el heteropatriarcado cósmico de un plumazo.
Los 80 son de ella
El abrumador éxito de Alien, el octavo pasajero, además de catapultarla a la fama, permitió a Weaver cierta independencia artística. En la década de los 80, la actriz construyó una de las carreras más interesantes que se recuerdan, combinando con maestría éxito crítico y blockbusters icónicos y cimentando su fama de actriz de prestigio que le ha acompañado hasta la fecha, mientras seguía cosiendo el hilo de la saga Alien. En 1982 protagoniza, junto con Mel Gibson El año que vivimos peligrosamente, una obra maestra de Peter Weir (que tiene unas cuantas), en forma de melodrama político en el que la actriz se desfonda en sentido literal. Dos años más tarde se comió con patatas a los pobres Bill Murray y Rick Moranis en Los cazafantasmas (Ivan Reitman, 1984), maravilloso divertimento típicamente ochentero, al que la Weaver no ha dejado de visitar en forma de secuelas. Chica lista.
Sin ninguna duda, su morning glory fue 1988: encadenó, ahí es nada, la comedia con hombreras Armas de mujer (Mike Nichols), dando vida a un personaje trasunto de la teniente Ripley, pero promocionada a alta directiva de una empresa cualquiera, por ejemplo, la USCSS Nostromo Inc., y que en lugar de exoesqueleto llevara muletas; y, sobre todo, Gorilas en la niebla (Michael Apted), interpretando, más bien transmutándose en la naturalista Dian Fossey, tal vez el mejor papel de su carrera.
Convertida en estrella del firmamento, Sigourney Weaver continuó en los noventa su escalada a la gloria y a piñón fijo, alternando el mejor cine comercial de los grandes estudios –Dave, presidente por un día (Ivan Reitman, 1993), Copycat (Jon Amiel, 1995)-, con productos mainstream de qualité –Mi mapa del mundo (Scott Elliott, 1999)- y personales obras de autor –La tormenta de hielo (Ang Lee, 1997) y la magistral La muerte y la doncella (Roman Polanski, 1994)-.
Y así hasta llegar al nuevo milenio y chocar frontalmente contra un transatlántico llamado Avatar (2009,) capitaneado por James Cameron: dos almas destinadas a juntarse de nuevo en la mayor y más taquillera producción de la historia del cine, gracias a la perseverancia, locura visionaria o cansinismo histórico del director canadiense: guste o no, la cacharrería grandilocuente y new age que es el universo de Pandora nos va a permitir disfrutar de la presencia de la Dra. Grace Augustine en 2025 (Avatar 3) , 2029 (Avatar 4) y 2031 (la actriz cumplirá por entonces, ejem, 82 años), fecha prevista de estreno de Avatar 5 . En 2022 y suponemos que entre tiempos muertos del rodaje en el croma de Avatar: el sentido del agua, a la actriz aún le dio tiempo de participar en esa rara joya con olor a flor marchita que es El maestro jardinero (Paul Schrader, 2022) y de la que desconozco el presupuesto, pero seguramente fuera inferior al coste de las ruedas de la roulotte set de Cameron.
PD. Son todas las que están, pero no están todas las que son: su carrera artística (más de 50 películas), es tan larga como ella. ¡Ah!, se me olvidaba: a Sigourney Weaver le dan en estos días un león en Venecia. Ella lo que necesita es una corona. Y un lanzallamas.