Sharon Stone, una ‘bimbo’ con unas medidas de infarto: 150 de cociente intelectual

Tengo un amigo un poco cínico que dice que los tópicos no conviene creérselos: tan solo ocho de cada diez. Pues bien, el tópico viejuno de “rubia tonta”, tan, por otra parte, amortizado y aplicado a Sharon Stone, entra de lleno en ese 20% residual

Sharon Stone, en una imagen de su Instagram en la que hace referencia a su famosa escena en 'Instinto Básico'
Sharon Stone, en una imagen de su Instagram en la que hace referencia a su famosa escena en 'Instinto Básico'

Es de dominio público que Sharon Stone está sobrada de talento e inteligencia. Esto, de tan obvio, es hasta insultante escribirlo. Lo de que “esté buena” sería subjetivo y únicamente puede aplicarse al gusto del 98% de la población –hoy va de estadísticas–. Siempre ha habido weirdos en esta viña. Con esos números no es de extrañar que asuste e incomode. Eso no vale, se escucha: se puede ser feo y talentoso como… Gabino Diego o John Turturro. No problemo. También se puede estar buenorra pero no ser talentosa –tonta, vamos– como… ya sabes. Y no solo me vienen a la cabeza cien o doscientas mocatrices.

Siempre he pensado que descubrirse tan bella/bello tiene que ser una lata. Analízalo bien. Puedes presumir y aprovecharte de ello, claro está, pero no te define, ya que está impuesto por el azar genético (ya dije que hoy el día iba de estadísticas). Nunca sabes por qué te miran cuando intentan auscultarte –por decirlo finamente– en una de esas fiestas de Hollywood a las que todos hemos ido, donde pululan productores, filmmakers, showrunners y otras bestias salvajes. El resto de los mortales lo tenemos bastante más fácil: si hay más de dos personas mirando fijamente a nuestra cara es que o nos ha salido un grano o tenemos una mancha de alioli en la comisura de los labios. No sé cómo se dice alioli en inglés.

Sharon Stone en la película que consagró su carrera, 'Intinto básico'

Sharon Stone en la película que consagró su carrera, ‘Intinto básico’

Sharon seguramente ha tenido que lidiar con eso y con otras cosas mucho más difíciles, como, por ejemplo, trascender el concepto de paibon sin tener que disfrazarse o embutirse en látex. Me explico. Hay un mantra milenario en esto de hacer cine, casi un algoritmo infalible, que consiste en, si quieres cazar algún premio gordo o nominación, meterte en el rol de un personaje diametralmente opuesto a la idea que se tiene de ti: y si le añades alguna traba física o intelectual, mejor que mejor.

En el cine los 80 y los 90 el asunto fue especialmente cantoso. Lo inauguró Robert de Niro poniéndose cebollón en Toro Salvaje (Martin Scorsese, 1980) -el otro finalista al Oscar fue John Hurt prestando su cara al paquidermo David Lynch-; en el 82, Dustin Hoffman era el favoritísmo para ganar el Oscar por (tras)vestirse de mujer en Tootsie (Sidney Pollack) y lo ganaría pocos años después visibilizando, de una manera algo manierista, el autismo en Rain Man (Barry Levinson, 1988). Le siguieron, casi sin solución de continuidad, Daniel Day-Lewis en el cuerpo de un hombre con parálisis cerebral en Mi pie izquierdo (Jim Sheridan, 1989); Al Pacino ciego (pero solo de vista) en Esencia de Mujer (Martin Brest, 1992) o Tom Hanks, que hacía de tonto (lo decía él, ojo, aunque esa palabra ha dejado de usarse desde que apareció la wokepedia) en esa joya bienintencionada que es Forrest Gump (Robert Zemeckis, 1994).

El camino de las mujeres: afearse

La cosa para ellos afortunadamente se calmó y el testigo pasó a ellas, pero en lugar de enfrentarse a personajes esquinados o con el barniz físico ideal para la sobreactuación, llegó, claro, el cambio físico, pero a peor, obvio, muy bien resumido en esta joya retórica de uno de los últimos filósofos españoles vivos : “Cuanto peor mejor para todos y cuanto peor para todos mejor, mejor para mí el suyo”, que bajado a la tierra significa anular cualquier elemento referido a su sexualidad como mujer, afearse al máximo, embutirse el cuerpo en adiposidades de goma, tintarse los dientes con esencia de escorbuto y peinarse a lo titathyssen recién aterrizada del Burning Man.

Estos son los casos de auténticas bellezas femeninas como Kathy Bates, guapa actriz convertida en adefesio en Misery (Rob Reiner, 1990); Susan Sarandon, eliminando cualquier atisbo de femineidad como la hermana Helen Prejean en Pena de muerte (Tim Robbins, 1995); Hillary Swank, recreando a Brandon Teena, un hombre trans, en Boy’s Don’t Cry (Kimberly Pierce, 1999), o Nicole Kidman, afeándose para ¿parecerse? a Virginia Woolf en Las horas (Stephen Daldry, 2002) como si todo el mundo tuviera que saber que la escritora lucía una enorme y horrible nariz, hasta llegar al paroxismo con Charlize Theron, despampanante mujer, que empezó su carrera como modelo (ese hipnótico anuncio de Martini) para trascender la etiqueta de ‘motriz’ (por aquella época ningún publicista había inventado esta palabra, ahora tampoco) y convertirse a fuerza de pico y pala en una extraordinaria intérprete. En Monster (Patty Jenkins, 2003), película por la que ganó el Oscar, la actriz sudafricana está irreconocible y todo rastro de la Theron queda borrado.

Sharon Stone en Acosada (1995)

Sharon Stone en Acosada (1995)

Hasta llegar a anteayer y a la chaladura reaccionaria de cacaculopedopis que es Pobres Criaturas (Giórgos Lánthimos, 2023), en la que la guapa y talentosísima Emma Stone tuvo que conseguir su segundo Oscar (el primero, en la obra maestra La La Land) haciendo literalmente el ganso y otras animaladas peores vestida de bebé de la zona alta donostiarra: todas ellas tuvieron que horrorizarse en forma de grano en la cara y alioli en los labios para que las miraran como personas que se dedican al arte interpretativo y que tienen además talento.

Pero Sharon no. Sharon es otra historia. Stone no necesitó nada de eso para interpelar a las musas.

El de la actriz de Pensilvania es uno de los casos más evidentes de crecimiento sin necesidad de autoinmolarse como mujer que, además, es guapa. Y con ello no me estoy refiriendo a su cruzado mágico en Instinto básico (Paul Verhoeven, 1992), película que además de catapultarla a una fama que ha sabido gestionar estupendamente bien es de por sí magnífica, con un atrevido y moderno –para la época– guion de Joe Eszterhas y una interpretación más que solvente, agarrando por el picahielos a un personaje, el de Catherine Tramell, tan magnético como bipolar, sino por otras obras menores –Acosada (1995)– que intentaron subirse al tornado básico y de las que afortunadamente renegó pronto: ya lo hemos dicho, una chica más que lista. Antes de llegar a seducir y confundir a un perdido Michael Douglas, ya había dado muestras de su solvencia interpretativa trascendiendo el rol de esposa florero de Arnie Schwarzenegger en ese magnífico divertimento que es Desafío total (1990), de nuevo de la mano de su mentor holandés.

Sharon Stone en Desafío total (1990)

Sharon Stone en Desafío total (1990)

Pero sin duda su momento dorado llegó en 1995 bajo el manto de un genio, cómo no, Martin Scorsese y su Casino. Stone bordó un papel río en la piel de la buscavidas Ginger Mc Kenna y en el que, evidentemente, tenía que mostrar sus armas de mujer, su extraordinaria belleza y sex appeal y aprovecharse, why not?, de él, pero además dotándolo de profundidad, del sentimiento de culpa típicamente scorsesiano y de una complejidad a la altura de los mejores personajes que se han escrito para una mujer. Stone es la llave de una historia a tres bandas que entremezcla amor, traición y poder: los tres ingredientes básicos de cualquier cubata dramático.

A partir de ahí la actriz cogió el testigo de la última estirpe de una imaginería labrada película a película por el stablishment hollywoodiense: la rubia sexy, pero con senso, capaz de devorar a un hombre con su intelecto y que representaron en su momento grandes damas como Lana Turner, Lauren Bacall o Jessica Lange. Y no lo ha soltado. Ahí están filmes como Diabólicas (Jeremia Chechik, 1996), The Mighty (Peter Chelsom, 1998), Gloria (Sidney Lumet, 1999), Flores rotas (Jim Jarmuch, 2005) –donde el carisma de la Stone se impone incluso a la propia historia–, y, desde luego, La musa (Albert Brooks, 1999), en el que encarna aquello que todo artista anhelaría: la inspiración propia en la(s) forma(s) de Sharon Stone.

Sharon Stone en 'Casino', dirigida por Martin Scorsese (1995)

Sharon Stone en ‘Casino’, dirigida por Martin Scorsese (1995)

Sin embargo, el momento que mejor resume todo el hálito de la actriz no está en el cine, sino que lo captó la mirada de Sorrentino para HBO (¿te acuerdas cuando esas siglas aún significaban algo?) en una secuencia antológica de ese baldaquino audiovisual titulado The New Pope (2020) en la que la actriz se interpreta a sí misma en audiencia con el mismísimo Papa (John Malkovich): “¿Qué regalo me habéis traído?”. “Me he traído a mí misma, ¿no es suficiente?”.

PD. Aquella ‘chica del tren’, como aparecía en los créditos de Recuerdos (Woody Allen, 1980) en su primer papel en el cine, es hoy una de las mayores estrellas del último Hollywood. Se lo ha ganado y se puede relajar, ahora que tiene al menos dos sucesoras a su altura: una se llama Margot Robbie y también evidencia talento, inteligencia y visión para los negocios; la otra Scarlett Johanson, “un ejemplo para su raza”, como la definió el bueno de Woody en Scoop (2006). Y para colmo algunos raros (98%) dicen que están buenas.

Sharon Stone en un fotograma de 'Recuerdos' (Woody Allen, 1980), su primera película

Sharon Stone en un fotograma de ‘Recuerdos’ (Woody Allen, 1980), su primera película

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