Sangre en los labios, de entrada, supone la coronación definitiva de la actriz Kristen Stewart como reina de lo queer. Es cierto que la actriz ya había interpretado otros personajes LGTBI en el pasado, pero nunca antes había aparecido en pantalla lamiéndole los dedos de los pies a otra mujer, o consultando un ejemplar de esa Biblia del erotismo lésbico titulada Macho Sluts, o pronunciando frases como: “¿Te metes los dedos cuando te masturbas?”.
Y la reivindicación identitaria que para ella representa la nueva película queda más clara aún si recordamos que, para promocionarla, Stewart protagonizó la portada del mes de marzo de la edición estadounidense de Rolling Stone vestida con un chaleco de cuero desabrochado y un suspensorio escrotal, y que en el interior de la revista, a modo de explicación de la imagen, declaraba: “He querido hacer la cosa más gay que habéis visto en vuestras vidas”.
Lo cierto es que, desde el instante mismo en el que su personaje en la película, Lou, atisba cómo Jackie (Katy O’Brian) levanta pesas en el gimnasio donde ella trabaja mientras los brazos y el torso le relucen por el sudor, el deseo que esa visión le provoca resulta tan evidente que casi podemos olerlo; y, tan solo unos minutos después, Lou está clavando una jeringuilla en una de las nalgas de su nueva amiga, que contiene esteroides pero bien podría estar llena de amor.
La conexión entre ambas mujeres es inmediata, febril, desesperada y abrumadora. Varias escenas más tarde, la culturista comete un crimen presa de una rabia excesiva pero hasta cierto punto justificada –la víctima era un maltratador–, que obliga a la pareja a convertirse en fugitivas y convierte su apasionado romance en una relectura abiertamente sáfica, y extraordinariamente bizarra, de Thelma y Louise.
Las mujeres y la sangre
Las historias sobre amantes condenados son parte de la esencia del cine negro, pero en esas películas quienes usan pistolas y se manchan las manos de rojo suelen ser los hombres. Sangre en los labios resulta subversiva en cuanto que pone en el centro del relato a dos lesbianas en pleno proceso de liberación: Jackie lo acomete esculpiendo su cuerpo y poniendo a prueba sus límites físicos mientras desafía los estándares de feminidad –y asimismo funciona como cuestionamiento de lo que Hollywood conoce como “personaje femenino fuerte” al encarnar ese cliché de manera extremadamente literal–; Lou, por su parte, halla en ese amor el vehículo hacia una versión mejorada de sí misma. En todo caso, esa no es la única transgresión que lleva a cabo.
Cuando no las reduce a la condición de meras caricaturas, el cine comercial estadounidense acostumbra a envolver a las mujeres queer de un aire de estoicismo y honorabilidad, y aquí la directora Rose Glass –merecidamente aclamada gracias a su ópera prima, Saint Maud, relato de terror psicológico sobre una monja que halla solaz en la religión y la automortificación corporal– opta por justo lo contrario.
En primer lugar, permite a sus protagonistas que sean mujeres rotundamente (incluso patológicamente) defectuosas, y que tomen una mala decisión tras otra para proteger un sentimiento compartido que por otra parte tiene mucho de ingenuo. En segundo lugar, además, retrata ese sentimiento no a través de anhelos reprimidos sino de una carnalidad explícita y voraz, que queda perfectamente reflejada en la lujuria animal que el rostro de Stewart transmite cada vez que Lou contempla a Jackie. Sangre en los labios palpita de deseo, y exuda sensualidad en cada una de sus imágenes.
También a diferencia de lo que las películas suelen hacer con este tipo de personajes –esto es, mujeres homosexuales atrapadas en un pueblucho de la América profunda a finales de los 80–, Glass se niega a tratar a Lou y Jackie como víctimas. De hecho, mientras avanza hacia una conclusión delirante por cuanto tiene de apoteosis de furia femenina, Sangre en los labios trata la homosexualidad de sus heroínas como un superpoder.
Son sucesivas las escenas en las que, ya sea a causa de los esteroides o de la excitación que Lou le causa, el portentoso cuerpo de Jackie se hincha y se desborda como lo hace el de Bruce Banner al transformarse en el increíble Hulk, y la película observa ese proceso con deleite. A decir verdad, se muestra generalmente obsesionada con los cuerpos, que transpiran, y son retorcidos, y perforados, y quemados y hasta hechos puré. Y, si tenemos en cuenta que en buena medida habla de los extremos físicos a los que estamos dispuestos a llegar por nuestra libertad, resulta lógico.
Resulta llamativo, por último, que nadie en el pueblo retrógrado y paleto en el que la mayor parte de Sangre en los labios transcurre parezca sentir reparos hacia la orientación sexual de Lou y Jackie; no es un descuido sino una declaración de principios. La película se muestra desinteresada en hablar de homofobia y misoginia, porque aspira a trascender los significantes de género. Y, en consonancia, extiende ese desdén por lo normativo más allá de la historia que cuenta para aplicarlo a sus propias hechuras narrativas, tonales y estéticas y rehuir clasificaciones.
A lo largo de su metraje, va dando tumbos entre el film noir, el cine de terror corporal popularizado por David Cronenberg, la comedia absolutamente grotesca –¿quién podía imaginar que ver a un hombre engullendo un escarabajo podía resultar tan hilarante?– y la fantasía sobrenatural; es, en otras palabras, una obra caótica, y por tanto perfectamente idónea para hablar de la cantidad de cosas locas que se hacen en nombre del deseo. Y quizá sea precisamente ese caos lo que hace que, al verla, resulte imposible apartar la mirada de ella. Si el amor puede ser como una droga, lo mismo pasa con algunas películas. Esta es una de ellas.