Roma ensoñada, Roma enamorada: Roma es ‘La Grande Bellezza’

"Roma o Morte", se lee en la estatua ecuestre de Garibaldi con la que arranca la película: 'La Gran Belleza' se funde entre campanadas en el cuerpo inerte de Roma, proclama la vida como antesala de la muerte y Jep Gambardella escribe: “El amor se sentó en la esquina, esquivo y distraído. Por esa razón no pudimos tolerar más la vida”

'La grande bellezza', película de Paolo Sorrentino 2013

'La grande bellezza', película de Paolo Sorrentino 2013

El concepto de obra maestra en el cine es ambiguo. Supongo que en otras artes también. Muchas veces se regala de manera inopinada al filme de turno y, con el paso del tiempo, el sintagma queda como un ridículo colgajo. Por propia definición, debería aplicarse a aquella película que aglutina de la manera más perfecta posible la visión del mundo de su creador desde el punto de vista narrativo y estético. En ese caso y aunque deseamos al bueno de Paolo Sorrentino muchas películas y muchos éxitos (acaba de presentar en el Festival de Cannes su Parthenope), no cabe duda de que La Gran Belleza es la suya.

Se ha hablado tanto de ella que casi no queda hueco para más. El retrato episódico de Jep Gambardella como el “rey de la mundanidad” y su corte de los milagros, personajes rotos, freaks del ancien regime que peroran sin decir nada, atrapados en la húmeda cueva, oscura y luminosa, nocturna y diurna, caótica y serena, sublime y decadente, todo a la vez y más, Roma, compendio de un estado mental enamorado y febril. Porque sí, Sorrentino está enamorado de Roma y su intención es que el mundo lo sepa.

Toni Servillo interpreta a Jep Gambardella en la película 'La Gran Belleza'

Toni Servillo interpreta a Jep Gambardella en la película ‘La Gran Belleza’

Que La Gran Belleza no ganará la Palma de Oro en 2013 es algo que los servicios secretos siguen investigando. A Steven Spielberg, presidente del jurado aquel año, aún debe aparecérsele entre sueños Sor Maria ‘La Santa’, esa monja en permanente trance que sube la Scala Santa de San Giovanni buscando la indulgencia.

Roma, la otra protagonista

Entre tanto, podemos observar su monumental belleza desde este ángulo: la relación sentimental de Jep Gambardella/Paolo Sorrentino con la ciudad de Roma, auténtica catalizadora de la trama de la película.

La Roma de Paolo/Jep no existe: es una emoción. Y por eso la hace aún más veraz y la entendemos y la sentimos. Tal como Terrence Malick corporeizó la infancia en ese poema en imágenes que es El árbol de la vida (2011), nadie como Sorrentino puede contar Roma desde una subjetividad sensorial universal: mañana limpia, noche turbia, ciudad en permanente vigilia. Nostálgica de sí misma.

Roma es la otra protagonista de 'La Gran Belleza'

Roma es la otra protagonista de ‘La Gran Belleza’

Al igual que la Roma imaginada por Fellini en La Dolce Vita (1960), esta Roma es suya y sólo suya. Cierto que reconocemos algunos lugares comunes: la terraza de Jep que mira a esa gran ballena varada que es el Coliseo o la residencia de Orietta, la millonaria milanesa, en la Piazza Navona. Pero hay otra Roma oculta y esquinada que es ante la que caemos poseídos como Scottie con Madeleine: sacada de un cuadro de Caravaggio, protegida entre portones, cancelas y mil cerrojos, mujer vestida de mármoles y esculturas por pendientes: los “Palacios de las Princesas”, como los llama Stefano, aquel personaje dueño de sus llaves; ella es más atractiva cuando se desmaquilla y, al amanecer, muestra su cara lavada y Jep le hace el amor mientras la pasea. Esta ciudad imperfecta, útero de todas las demás, donde se almuerza risotto y sopa entre boiseries, hay simetría hasta en la desgracia y se puede deambular por ella con un traje blanco, es la que queremos.

La postura de Sorrentino también es fruto de una cultura manierista, carnal, napolitana. Y se nota. Un cineasta fuera de ese vórtice jamás podría acercarse a una ciudad como lo hace él. ¿Imaginamos a Dreyer mostrándonos así a Copenhague? Pues no. De hecho y en un ejercicio de metalenguaje podemos decir que La Gran Belleza es al cine lo que Roma al resto de ciudades: ampulosa, imperfecta, sensual, divina, viva. Su mirada es tan limpia y tan mentirosa como el recuerdo de la infancia, entre el sueño y la realidad del niño que mira por vez primera y el adulto que lo recuerda.

La terraza de Jep Gambardella, protagonista de 'La Gran Belleza', con vistas al Coliseo romano

La terraza de Jep Gambardella, protagonista de ‘La Gran Belleza’, con vistas al Coliseo romano

La secuencia inicial de La Gran Belleza, un set piece en toda regla, desvela las intenciones de Sorrentino: un coro de mujeres angelicales y la visión panorámica de Roma desde la Fontana dell’Acqua Paola avisan: ¡cuidado!, su visionado puede provocar Síndrome de Stendhal… Así nos presenta a su amada –como Cary Grant confiesa a Eva Marie Saint en Con la muerte en los talones (Alfred Hitchcock, 1959)–: “Capaz de matar a un hombre sin tan siquiera proponérselo”. Esta es la Roma de Sorrentino.

Llevo más de media viviendo fuera de mi ciudad natal y la añoro desde una perspectiva casi tribal: cuando alguna vez he querido amagar con volver, un gran amigo me dice; “La ciudad de la que hablas ya no existe, Ignacio: murió hace mucho tiempo”.

Quizá mi amigo tenga razón: el ático donde Jep y su cohorte de “quienes no van a ninguna parte” se ahogan en alcohol es en realidad un Bed&Breakfast; la consulta donde esa parada de los monstruos se desparrama ante el espejo deformante del bótox es el Palacio Brancaccio; Sorrentino nos enseña ese primer amor que no quieres conocer, una Roma intuida y, como él mismo confiesa, “prefiero concentrarme en el estado de ánimo que sólo ella te consiente”. Qué mentiroso eres, Paolo, qué mentiroso es el cine… Cuánta verdad, cuánta belleza.

La abulia de Jep me contagia intentando contar su película; cómo explicar a alguien el sonido del agua de una fuente rebotando en el travertino. Mírala, tócala, acércate mucho, escúchala exhalar… y vuelve a verla: busca más. Verás la gran belleza.

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