“Vine a España a morir”, parece ser que dijo Lucrecia Pérez, malherida, un instante antes de perder la vida con solo 32 años. Había llegado a nuestro país solo unas semanas antes procedente de Vicente Noble, una de las zonas más pobres de República Dominicana, en un intento de dejar atrás la pobreza y ofrecerle a su hija una posibilidad de futuro.
A su llegada a Aravaca (Madrid) había ejercido de trabajadora doméstica unos días, antes de ser despedida cuando su empleadora la encontró sentada en el sofá, recuperando el aliento. Desde entonces había malvivido en las ruinas de la antigua discoteca Four Roses junto a una treintena de compatriotas, sin luz ni agua. Allí se encontraba la noche del 13 de noviembre de 1992 con algunos de ellos, cenando una sopa a la luz de una vela, cuando cuatro intrusos encapuchados la mataron de dos balazos; poco después, su muerte era catalogada como el primer asesinato racista en la España democrática.
Su historia, y las consecuencias que su caso tuvo en un país por entonces convencido de haber entrado definitivamente en la modernidad tras celebrar solo unos meses antes los Juegos Olímpicos y la Expo de Sevilla –y de haber dejado atrás la ira y la intolerancia vinculadas a épocas pasadas–, son el asunto de Lucrecia: un crimen de odio, serie documental de cuatro episodios ya disponible en Disney Plus.
“La lacra de la inmigración”
Como en ella se recuerda, la reacción más inmediata de una parte de la opinión pública frente a los hechos fue atribuirlos a un ajuste de cuentas, dando así la razón a las pintadas que por entonces habían proliferado en las calles de Aravaca, y que relacionaban la inmigración con la inseguridad ciudadana; tal vez la fallecida debía dinero a la mafia que la había introducido en España, o quizá se había quedado con la droga que había transportado durante el viaje. Dos semanas después, tanto esas voces como el resto del país se vieron frente al espejo tras la detención de los responsables, un grupo formado por un guardia civil de 25 años, Luis Merino –él había apretado el gatillo–, y tres menores de 16, todos ellos relacionados con grupos ultraderechistas y neonazis. Aquella noche habían decidido desplazarse a Aravaca en coche desde la plaza de los Cubos, en el centro de la capital, punto de encuentro para ultras y ‘skinheads’. Según declararon ellos mismos posteriormente, su intención era “dar un escarmiento a los negros”.
En 1992, la inmigración masiva acababa de coger por sorpresa a una sociedad española aún no preparada para afrontar los desafíos derivados de ella. Aravaca se había convertido en destino mayoritario de la comunidad dominicana en Madrid, que solía reunirse en la plaza de la Corona Boreal, y cuya creciente presencia hizo saltar rápidamente las alarmas entre un amplio sector de los vecinos. Tenían miedo, y pedían mano dura y más presencia policial. Empezaron a propagarse bulos según los que la prostitución, el narcotráfico y la violencia eran habituales en la plaza, y determinados medios los dieron por buenos. Las paredes del distrito se llenaron de mensajes como “Stop inmigrantes”, “Negros fuera” o “Españoles primero”.
El bar La brisa del sur, otro espacio predilecto de los dominicanos, fue apedreado. Diversas asociaciones cívicas presionaron al Ayuntamiento para que pusiera un local de reunión a disposición de la comunidad migrante, y mantuvieron encuentros con representantes políticos para advertir del riesgo de un aumento de las hostilidades, pero no recibieron respuesta. Al mismo tiempo, corría el rumor de que agrupaciones neonazis planeaban llevar a cabo acciones violentas el 20 de noviembre, aniversario de la muerte de Franco. El día 1, la situación en Aravaca se caldeó cuando el Ayuntamiento ordenó una redada policial en la plaza, que degeneró en un estallido de violencia cuando cuando varios agentes empezaron a agarrar a mujeres por el pelo y arrastrarlas al interior de los coches patrulla. Dos semanas después, Lucrecia estaba muerta.
El asesinato provocó la indignación y el rechazo de la sociedad, expresados a través de manifestaciones masivas contra el racismo y la xenofobia por todo el país apoyadas por todos los partidos políticos, que asimismo aprobaron una declaración unánime de condena en el Congreso. Los autores del crimen fueron condenados a un total de 126 años de cárcel, 54 para Merino y 24 para cada cada uno de los tres menores. Estos últimos quedaron en libertad en 2001. En 2015, cuando todavía le quedaban 31 años de condena, Merino fue detenido en Coslada (Madrid) por conducir borracho.
El odio como agravante
La muerte de Lucrecia confirmó un fenómeno social del que ya se tenía constancia pero frente al que no se habían tomado medidas, el aumento en España de grupos afines a ideologías de ultraderecha; también abrió el camino a la posterior inclusión del odio discriminatorio como agravante en el Código Penal. En 2023, las fuerzas de seguridad registraron 1606 delitos de odio en España, un 33,1 por ciento más que en 2022, la mayoría de ellos relacionados con el racismo y la xenofobia.
Actualmente, circula por redes sociales, tertulias televisivas e intervenciones parlamentarias una retórica no muy distinta de la empleada hace más de 30 años en las pintadas callejeras de Aravaca. Hace unos meses, más de 800.000 españoles dieron su voto en las elecciones al Parlamento Europeo a Se Acabó la Fiesta, agrupación cuyo líder, Alvise Pérez, ha afirmado que “cada vez hay más inmigrantes ilegales que no sabemos si son violadores”.
En 2017, la alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, rindió homenaje a Lucrecia Pérez inaugurando un mural en su recuerdo en la plaza de la Corona Boreal. Su sucesor en el cargo, José Luis Martínez-Almeida, lo retiró en 2021, supuestamente con la intención de repararlo; en lugar de eso, cuando se cumplió el 30º aniversario del asesinato en noviembre de 2022, el Ayuntamiento inauguró una rotonda y un monumento conmemorativos en las afueras de Aravaca. En esas mismas fechas, un grupo de activistas reprodujeron el mural en el centro del distrito. Cinco meses después, había vuelto a ser borrado.