‘Polvo serán’: baile a la muerte, canto a la vida de Ángela Molina

La escena que da inicio a la magnífica nueva película de Carlos Marques-Marcet es un plano-secuencia durante el que la llegada de un equipo de paramédicos a una casa donde una mujer sufre una crisis nerviosa se convierte en una deslumbrante coreografía

La escena que da inicio a la magnífica nueva película de Carlos Marques-Marcet es un plano-secuencia durante el que la llegada de un equipo de paramédicos a una casa donde una mujer sufre una crisis nerviosa se convierte en una deslumbrante coreografía de danza-ópera; en otra, ambientada en una morgue, un grupo de bailarines interactúan con ataúdes; el momento no tiene nada de morboso, más bien expresa con gran belleza el diálogo permanente que mantienen la vida y la muerte.

El cineasta barcelonés se ha mostrado proclive a experimentar con las convenciones narrativas desde el principio de su carrera. Su primer largometraje, ‘10.000 KM’ (2014) -por el que ganó el Goya al Mejor Director Novel-, es un drama romántico estructurado casi exclusivamente a base de sesiones de Skype, mensajes de texto e incluso consultas en Google Maps; el tercero, ‘Los días que vendrán’ (2019), difumina con gran eficacia el límite que separa la ficción de lo documental; y ahora ‘Polvo serán’ toma un asunto tan delicado como la muerte voluntaria y, en un derroche de intrepidez, lo explora sirviéndose de una sucesión de números de canto y baile que marcan el tránsito de Claudia (Ángela Molina) hacia el otro lado.

No lo va a transitar sola, eso sí. Ella y su compañero sentimental desde hace décadas, Flavio (Alfredo Castro), comparten un amor de exhuberancia típicamente juvenil pese a que ambos han superado ya la barrera de los 70. Pero ella se está marchitando a causa de un cáncer incurable y, decidida a mantener el control de su propio destino, ha elegido viajar a Suiza para morir cuando quiera y de forma plácida a través de un suicidio asistido; y él, que goza de buena salud, ha decidido que no podrá soportar la vida sin la mujer que ama y que por tanto, morirá junto a ella.

Claudia y Flavio organizan una boda apresurada con el único fin de disfrutar de una última reunión con sus tres hijos, pero la celebración se ve machada de confusión, tristeza y rabia cuando la menor de ellos, Violeta (Mònica Almirall) hace público el plan de sus progenitores. La joven les suplica en vano que no lo ejecuten, les habla de las heridas que causarán en caso de hacerlo, pero está claro que su madre no va a echarse atrás; su padre también se muestra convencido, aunque su actitud sugiere una lucha interna entre la cabeza y el corazón.

Marques-Marcet utiliza esa premisa no tanto para meditar sobre la muerte en sí o el duelo que provoca como para repasar cómo nos preparamos para ella y cómo preparamos a los demás. ¿Cuál es la actitud más sensata ante la propia finitud? ¿Cuánto debemos tener en cuenta a quienes dependen emocionalmente de nosotros al pensar en ella? ¿Qué sucede con el amor cuando la vida termina? Estas preguntas forman el núcleo de la película y, mientras cada uno de sus personajes ofrece su propia perspectiva al respecto, Marques-Marcet explora con sutileza el territorio en el que el dolor, el cariño y el miedo se entrecruzan.

Usando los efectos alucinatorios del tumor de su protagonista a modo de justificación argumental, decimos, ‘Polvo serán’, trufa su metraje de números musicales creados a medias por la cantante y compositora Maria Arnal y la compañía de danza La Veronal que rompen con la narrativa convencional para adentrarse en los sentimientos de Claudia y que, lejos de funcionar como distracción, expanden el alcance emocional de la película al articular sentimientos que los diálogos no pueden expresar. Esos interludios, asimismo, ejemplifican el desinterés del director en recurrir al melodrama o la manipulación emocional. Aquí la muerte no es un final trágico sino una compañera de viaje de la vida y el amor, y Marques-Marcet por momentos echa mano de humor absurdo para recordárnoslo.

Ángela Molina ofrece un trabajo interpretativo monumental en la piel de una mujer de vitalidad desbordante a pesar de su enfermedad, aliviada por posibilidad de irse a su manera, y escena a escena Alfredo Castro se reitera como su compañero de reparto perfecto. Cada pequeño gesto que los intérpretes trazan, cada cambio de expresión facial y cada movimiento corporal estrechan el vínculo que mantienen sus personajes, dos amantes que ya le han sacado a la vida todo el jugo que necesitaban de ella, y que siguen queriéndose demasiado como para resginarse a que la muerte los separe.

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