Hay libros que nutren de esperanza la fatiga de vivir. Hay autores que siembran el presente de redención.
Cuando tenía veintipocos años leí mi primer libro de Paul Auster. Y entonces aprendí que la literatura encierra siempre un misterio; que para mirar es necesario no conformarse con el tedio.
Con las historias me pasa algo parecido que con los cuadros: permanece más el aroma de su recuerdo que los datos concretos. No podría decir ahora exactamente el contenido exacto de sus libros, tampoco lo que han supuesto para la literatura, ni su novedad intelectual. Pero sí, en cambio, puedo reconocer que me ayudaron a comprenderme mejor. Sobre todo, porque en ellos encontré que, en esto que nos toca hacer a cada uno con el tiempo que se nos ha dado, siempre existe la oportunidad de empezar de nuevo.
Eso los convertían en historias de perdón, aunque los protagonistas no fueran perdonados. Y es que aprender amarse a uno mismo es, a veces, casi más difícil que amar al prójimo. Encontraba o quería encontrar en ellos un perdón íntimo, casi secreto, un autoperdón con el que podías verte reconocido: no hay momento, por fugaz que sea, que no se convierta en oportunidad.
De todo, sin embargo, lo que más me ha quedado de Auster y me queda –porque justo su muerte me ha pillado leyendo su última novela, que trata de un profesor de filosofía como yo– es su estética. Auster era un autor de estéticas: poetas, escritores, universitarios, urbanitas, filósofos, profesores, detectives que renacen entre las brumas de la desolación. Ser un autor de estéticas es ser un autor creador de universos propios, formas reconocibles. Un autor capaz de dotar de un aire familiar todo lo que toca: un espacio imaginario que transforma en fascinante y atractivo lo cotidiano.
La literatura, “un nuevo comienzo”
¿Acaso, entonces, no se convierte un libro en una esperanza? ¿No es la literatura, en consecuencia, uno de los más maravillosos espejos donde podemos mirarnos para reconocer, también nosotros que, detrás de las marañas cotidianas y sus decepciones, nos espera a cada instante la oportunidad de un nuevo comienzo? Aunque apenas nos quede el último aliento, aunque la última bocanada de sabernos vivos esté a punto de expirar, podemos abrazar la realidad toda que se encuentra justo ahí, esperándonos.
Vivir sin dolor no es vivir. Vivir en un mundo perfecto es mentira. No tendría sentido nuestra existencia, porque no podríamos mejorarla. Estamos llamados a hacerlo. Y por eso necesitamos horizontes que nos digan que podemos conseguirlo.
Paul Auster fue el autor de las ilusiones. De todos esos instantes que se vuelven decisivos. El autor que reflexiona y da vueltas a cada gesto del vivir. Y se pregunta por ello. Fue un hombre que hizo de sus libros un hogar para sus lectores. En ellos se encuentra el pequeño paréntesis del respiro; el sueño de mundos paralelos; de vidas que a muchos nos gustaría alguna vez vivir. Consigue con ello que lo banal trascienda el sopor para volverse certeza de que merece la pena estar aquí hoy. Cada detalle adquiere un valor superior al mero objeto. Un cigarro, un whisky, un libro, viajar en tren, observar la ciudad desde la ventana. Todo se vuelve necesario. Todo parece mejor.
Su vida real no fue menos atractiva para quienes la mirábamos desde lejos. Casado con la también escritora Siri Hustvedt, formaban una de esas parejas que juntas consiguen que el presente se vuelva más atractivo, más intenso: acertado. ¿Acaso eso no es a lo que uno aspira en su matrimonio? Saberse completo porque no vives en competencia ni en paralelo, sino sujeto en tus debilidades, corregido en tus desaciertos, empujado frente a tus miedos, elevado en las virtudes: amado.
Como en los laberintos que planteaba en sus historias: historias dentro de la misma historia; posibilidades infinitas dentro de una única posibilidad, así leer a Auster fue en mi vida lo que supongo que seguirá siendo en el futuro: el íntimo secreto donde refugiarte para ser mejor.