Pamela Anderson es el tipo de celebridad que tiene garantizada una plaza fija en el ‘zeitgeist’, la quiera ella o no. Incluso en épocas durante las que su carrera no estaba avanzando hacia ningún lado en concreto ahí estaba ella, atrapada por los prejuicios que el imaginario colectivo construyó a su alrededor en base al desnudo que protagonizó para la revista Playboy con solo 22 años, su éxito posterior gracias a Los vigilantes de la playa, su turbulento matrimonio con el roquero Tommy Lee, el vídeo sexual que protagonizaron y les fue robado para su comercialización y sus varios matrimonios y divorcios posteriores.
Mientras todo eso sucedía, Anderson fue denigrada por la industria y por los medios; la prensa parecía incapaz de entrevistarla sin preguntarle por sus pechos, y ella misma se resignó a participar en el juego e interpretar a una caricatura de sí misma con el fin de seguir trabajando. En ese sentido, provoca genuina alegría que la actriz haya recuperado el control de su propio relato a través de su participación en el montaje musical de Chicago en Broadway, la publicación de un libro de memorias, el estreno de un documental en Netflix y la publicación de sucesivos artículos en la prensa en los que se sugiere que el mundo tal vez subestimó el talento interpretativo de la que fuera sex symbol. Y por eso no es agradable reconocer que, si nos basamos en la evidencia proporcionada por The Last Showgirl -que sobre el papel representa su resurgir en la pantalla-, ese no fue el caso.
Se trata de la tercera película de Gia Coppola, nieta de Francis Ford Coppola, y cuenta una historia completamente formularia de sueños frustrados, decisiones equivocadas y reproches dolorosos que de ningún modo merece el Premio Especial del Jurado recibido hace unos días en el Festival de San Sebastián. En ella Pamela Anderson encarna a una veterana bailarina de cabaret de Las Vegas que asiste impotente a la cancelación definitiva del espectáculo en el que ha trabajado durante cuatro décadas y que, mientras afronta la la difícil supervivencia en una industria que desprecia a las mujeres de su edad, se ve obligada a cuestionarse las decisiones que tomó en el pasado en pos de su carrera, como el distanciamiento de su única hija.
Por supuesto, principal razón de ser de The Last Showgirl es la presencia de Pamela Anderson en el centro de su reparto, porque resulta inevitable encontrar paralelismos entre la trayectoria de su personaje y la seguida por ella misma desde que corría a cámara lenta en la serie Los vigilantes de la playa hasta su reciente rebelión contra los fantasiosos estándares de belleza que en su día se tuvo que promover, y porque la película trata de ofrecerle una plataforma desde la que demostrar lo equivocados que estaban quienes no la tomaron en serio.
En otras palabras, la estrategia de The Last Showgirl es la misma que la de El luchador (2008), que permitió a Mickey Rourke reanimar momentáneamente su carrera y que también nos invitaba a usar la imagen pública de un actor como herramienta con la que analizar la experiencia vital de su personaje; ambas ficciones, además, están preocupadas por la vulnerabilidad del cuerpo, y por los daños colaterales que la dedicación total al espectáculo causa en la vida familiar. Pero El luchador es una película compleja protagonizada por un actor de talento inmenso; en cambio, en The Last Showgirl Pamela Anderson construye una interpretación basada en las emociones más básicas e instalada en el exceso, y el relato que la rodea no se molesta en ir más allá de la superficie de su premisa.
Todo cuanto necesitamos saber de él, en efecto, se nos hace saber a lo largo de la primera mitad de su metraje, y lo que sucede después no es más que una sucesión de repetitivos gestos melodramáticos. Mientras tanto, Gia Coppola pasea la cámara por el mundo marginal y decrépito en el que todo ello transcurre con más voluntad de exhibirlo como si fuera una rareza –y para ella, miembro de la realeza de Hollywood, probablemente lo sea– que de entenderlo. Pretende reivindicar el oficio de vedette en una sociedad que ya no tiene sitio para él, pero no se molesta en dotar de verdadera vida a ninguno de los personajes de la película que lo desempeñan; trata de escenificar un conflicto maternofilial irresoluble, pero para ello se sirve exclusivamente de clichés, y finge reflexionar sobre el lado oscuro del Sueño Americano, aunque su único modo de hacerlo son una sucesión de momentos en los que la protagonista contempla la distancia buscando no se sabe muy bien qué, y que funcionan como metáfora involuntariamente perfecta de una película que intenta encontrar significados con la mirada perdida.