Francisco Lucio, que en gloria esté, fue un cineasta del que (casi) nadie se acuerda. Rodó solamente tres películas, Teo el pelirrojo (1986), El aliento del diablo (1993), con algo más de presupuesto y bajo el sello de Elías Querejeta, la reina madre de los productores españoles y La sombra de Caín (1999). Las dos primeras obtuvieron algo de elogio crítico; de público, poca cosa. La última duró lo que una lágrima en la lluvia, a decir de Roy Batty.
Paco cimentó su prestigio artístico como ayudante de dirección (que como todo el mundo sabe es quien dirige las películas, mientras el director hace manitas con su DOP): trabajó en mignardises como El espíritu de la colmena (1973), Furtivos (1975), El desencanto (1976), Cría cuervos (1976), Mamá cumple cien años (1979) o El sur (1983), entre otras: sujétame el cubata o, vamos, que sin él el cine español ocuparía dos folios. Al menos el bueno.
A Paco también le dio tiempo de diseminar su magisterio como profesor en la Escuela de Cine TAI, donde tuve la inmensa suerte de ser su alumno. De él aprendí dos cosas a contracorriente del rigor académico que se le supone a una institución como el TAI: una, que en el cine solamente existen dos géneros -comedia y drama- y que el resto son ‘contextos’ -western, musical, thriller, ciencia-ficción, etc-; a mí, que soy bastante psicorígido y no alcanzo a entender cómo se puede agrupar, a lo España plurinacional, en un mismo género a Bailar en la oscuridad con Cantando bajo la lluvia, Interstellar con La loca historia de las galaxias, o yo qué sé, Sin perdón con Le seguían llamando Trinidad, esta enseñanza fuera de norma me ayudó bastante; la segunda, que el llamado ‘cine español’ no existe, ni nunca ha existido (por prudencia no utilizó el futuro). Si acaso hay “islas” -antes de que los guionistas de Inside Out (2015) le robaran el hallazgo- o “francotiradores”, creadores independientes y poseedores de un estilo personal perfectamente reconocible pero alejado de todo contexto, moda, época y sistema.
Algunas de estas islas a las que se refería el gran Lucio son las conocidas en los mapamundis como la Isla Buñuel, la isla Zulueta (esta por desgracia se inundó demasiado pronto) o la Isla Erice. A mi modo de ver Francisco Lucio también se merece una isla, aunque sea Barataria.
Estas cosas que mi añorado Paco me enseñó rondaban por mi cabeza mientras ¿disfrutaba? de Pacifiction (2022), la última película del director Albert Serra. ¿Quién? Albert Serra, enfant terrible del cine ¿español?, si no fuera porque su cine es menos ‘español’ que las fiestas patronales de Beasain. Adoptado y premiado en Francia, en España no le conoce (casi) nadie, ni tan siquiera en su gremio, que ya es más grave: pregunten a los más de dos mil miembros de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España cuántos conocen la obra de Serra y les saldrá un porcentaje muy parecido a la posesión de balón que tuvo Georgia en su partido contra España de la pasada Eurocopa de fútbol. Su cine no es que no esté en el sistema: es que está a años luz, en una galaxia muy, muy lejana tanto temática como narrativa y estilísticamente. Las abyecciones que le interesan, sus obsesiones y temas recurrentes están fuera del Top 1.000 del woke-pantone universal. Para hacer amigos y congraciarse con la ¿industria?, cada vez que Serra concede una entrevista, además de parecer y comportarse como un Robespierre rockabilly del siglo XXI, suelta boutades tipo “yo hago cine para burlarme del mundo”, “el público me da igual (…) el cine español es nada, cero, un desastre”, “mi película más convencional siempre será más osada y audaz que la totalidad del cine español”, “los únicos autores del cine español somos Buñuel y yo”, al lado de genialidades como “el cine no es más que la reverberación de una imagen al lado de otra y la utopía de una sala oscura”. Si parametrizáramos al amigo Albert en el egómetro del cine, Christopher Nolan sería su becario.
¿Y qué pasa con sus películas? Preguntarán con acertado criterio. Pues ahí las tienen, todas toditas, en ese atolladero para cinéfilos que es Filmin. Yo, en un ejercicio de misticismo teresiano, las he visionado una por una -de nada-, incluidas las destinadas a ese exabrupto en forma de sintagma llamado ‘instalaciones museísticas’ –El noms de Crist (2010) y El Senyor ha fet en mi meravelles (2011)-: desde el aperitivo para abrir boca que es Honor de caballería (2006) una visión en clave pasoliniana de los momentos de tedio entre Don Quijote y Sancho durante sus andanzas (empezamos fuerte), a la trilogía, por llamarla de alguna manera, conectada por la fijación de su autor por la Francia del siglo XVIII: la desaforada Historia de mi muerte (2013), en la que se entrecruzan, ahí es nada, Giacomo Casanova y el conde Drácula, La muerte de Luis XIV (2016), una optimista y vital obra de cámara que retrata de forma minuciosa la lenta agonía del Rey Sol francés y la golosina bizarra e indescriptible Liberté (2019), pasando por El cant dels ocells (2008) una muy libre interpretación de la Epifanía del Señor, con unos Reyes Magos no muy distintos de los que puedes encontrarte un dos de enero en La Gavia, hasta llegar a Pacifiction, posiblemente la más accesible, tal vez su mejor película y, como no podía ser de otra manera, rodada en una isla. Ya ven, todo el corpus de la obra de Serra es de muy sencilla digestión argumental y fácilmente disfrutable con toda la familia, el perro y la abuela incluidos, en el sofá, un domingo cualquiera de noviembre.
P.D. Con todo este currículo, no me negarán que moinseur Serra ha hecho méritos para apropiarse de una de esas islas patrias creadas por Paco Lucio. A él, me temo, le hubiera gustado más depositar su ego en alguna diminuta de la Polinesia Francesa.
(Perdón, un segundo…)
Acaban de anunciar que la estrella hollywoodiense Kristen Stewart va a protagonizar Out Of This World, la película que Serra dirigirá en 2025 y que, además, estará producida por esa boutique audiovisual que es Arte France Cinéma. ¿Será que el gran Albert se transformará en península?