Mocedades, el tiempo y la condescendencia

“Es por su bien”, pensaba cuando vi 'Megalópolis', de Francis Ford Coppola. Maldito paternalismo, el mismo con el que yo juzgaba al selecto y senecto grupo de seguidores de Mocedades/El Consorcio cuando fui a ver su concierto con mi madre

Mocedades, con Amaya e Izaskun Uranga a la cabeza, durante un concierto
Mocedades, con Amaya e Izaskun Uranga a la cabeza, durante un concierto

Hace unos días acompañé a mi madre a un concierto llamado “De Mocedades a El Consorcio”, ¿o era al revés?, “De El Consorcio a Mocedades”, no me acuerdo, lo mismo da con estos benjaminbuttons del Bocho. Podemos decir sin miedo a equivocarnos que mi madre tiene el rango de Fan Platino de Mocedades, Pata Negra, Premium Pass o cualquier otro epíteto upgrade, por tres razones: una, les lleva siguiendo fielmente desde Pane Lingua, su debut en 1969 y ha continuado leal estos últimos 55 años dando la turra a sus cinco hijos, uno a uno, desde que fuimos llegando a este mundo, en forma de radio casetes en el coche, cánticos a voz en grito por casa, incluso a veces a dúo con su marido, mi padre: te puedes imaginar el cuadro; dos, porque ella misma, coetánea de los Uranga, conoció incluso antes que ellos a la protagonista de Le Llamaban Loca, una de sus canciones más representativas, en aquella Plaza de Arriquíbar; y tres, y sin duda la más importante: mi madre es de Bilbao, huelga argumentar nada más.

Mis padres eran muy hinchas de Mocedades/El Consorcio, tanto monta, y lo digo en pasado porque a mi padre le fue imposible acudir con nosotros al concierto. Imposible físicamente porque murió hace unos meses, en la larga madrugada del día de Navidad. Aunque mi padre no era fan pata negra del grupo (entre otras cosas porque era impepinablemente alavés -y mucho alavés, como diría el pensador M.R.-), se murió muy a la vasca, sin hacer folclore de esa -ESA- enfermedad y sin quejarse.

Cartel del concierto 'De Mocedades a El Consorcio'

Cartel del concierto ‘De Mocedades a El Consorcio’

El caso es que el concierto, por razones obvias, fue muy emotivo para mi madre y para mí, rodeados de un dorado público entregado hasta donde sus traumatólogos se lo permitían y allí fui testigo de una circunstancia que me dejó atónito (yo soy uno que va a Sevilla a ver a ACDC, a La Riviera a ver a Ilegales, al Wizink a ver a The National, a Carolina Durante y a The Cure y, si tengo un buen día, a donde sea a ver a J y a sus segundos premios): no hubo móviles sobrevolando cabezas, nadie grababa, ni hacía fotos, ni paneaba con el teléfono: todo era puro, higiénico, natural, orgánico, como estar en el planeta Pandora: tan vintage como la media de edad. Me pareció enternecedor y por vez primera en todo el show, asomó cierto paternalismo por mi parte. Hice un paseo visual y caí en la cuenta de que si ahí, en pleno Teatro Nuevo Alcalá, se rodara un remake de El ángel exterminador, nadie recogería a los niños del cole al día siguiente.

Todo este archivo emocional se me ha mezclado en la cabeza al recordar un artículo que escribí recientemente a propósito del despropósito de la película Megalópolis, dirigida por el genio del cine Francis Ford Coppola a los 85 años y en el que reflexionaba sobre la decadencia de la senectud y sobre la pérdida del llamado relato por parte de mi generación en favor de la siguiente. Todo muy desde el púlpito, muy inmortal, muy My Generation. Valiente tontolaba, myself. Paternalisto.

Alguien muy cercano a mí me reprochó una cierta condescendencia por mi parte al escribir la frase “tampoco es cuestión de hurgar en la herida de un octogenario y no por falta de ganas”, dando a entender que mi crítica hacia Coppola venía por el hecho de hacer cine a esa edad y que consideraba que su senectud y falta de vigor le impedían ver los árboles con claridad. De la misma manera amplié mi enmienda a otro grupo de genios del cine como Spielberg, Scorsese, Allen y, especialmente, Clint Eastwood, quien acaba de estrenar película a sus 94 años de edad. Sigo pensando que es imposible dirigir una película con 94 años (el caso más extremo que conozco es el del cineasta portugués Manoel de Oliveira, que dirigió con 105 años O Velho do Restelo), pero probablemente fui excesivamente paternalista y no era mi intención; es más, odio ese concepto. Ya me gustaría a mí andar a esa edad dando órdenes en una silla con mi nombre impreso: puestos a elegir, tampoco me importaría que pusiera Clint Eastwood. Traté de juzgar su filmografía de los últimos años con la misma asepsia crítica que quienes me reclaman el no ser condescendiente: se valora, pues, la obra artística, sin atender a factores exógenos, ni al sujeto ni a sus circunstancias. Eso intenté hacer, pero, por lo visto, no lo conseguí.

Condescendencia

Condescendencia. Siempre he odiado esa palabra; además de ser fea y cacofónica, implica una superioridad moral de quien la emplea que me irrita profundamente. Pues bien, así miraba yo a los señores, señoras y señoros del concierto y así miraba yo a Francis Ford Coppola, revestido de sumo sacerdote de la moral cinematográfica: en el fondo, estaba reprendiendo con dureza al cineasta por haber sido tan irresponsable de, ¡a su edad!, hacer el ridículo de esa manera, como si jugarse los 120 millones de sus viñedos, aguantar un rodaje presumiblemente duro, siquiera por el mero hecho de sentirse vivo pueda darle a alguien carta de naturaleza para subirse al púlpito de lo correcto-para-su-edad.

El director Francis Ford Coppola con Adam Driver como Cesar Catilina en Megalopolis

La película es un desastre. Cierto. No funciona ni como locura transitoria. Cierto. Se nota que no controla el infinito software que tienen a su disposición actualmente los cineastas para crear sus juguetitos. Cierto. ¿Y qué? ¿Quién soy yo, quiénes son los críticos, para decirle lo que tiene o no tiene que hacer con su dinero, su talento y su opción fundamental en la vida? Como si se estuviera casando con una cubana de 20 años, oye, no, no, que esto no es Apocalypse Now, vete a dar charlas al American Film Institute: y si así fuera, ¿qué? “Es por su bien”, maldito paternalismo, el mismo con el que yo juzgaba al selecto y senecto grupo de seguidores de Mocedades/El Consorcio, monta tanto, que se dejaba las articulaciones poniéndose en pie cada dos por tres con los moziquillos de Bilbao provocándoles al baile. ¡Mírales!, pensaba, esto es lo que les queda… Lo mismo que dirán de mi los de treinta viéndome en un concierto de ADCD o de los Pixies –por cierto, tengo una hermana de esa edad, voy a preguntarle. Mejor no–. Eterno retorno, como lo llamaba Federico, aquel viejoven de prominente mostacho.

P.D. Acabo de recordar que sí se usaron móviles en el concierto, pero a petición expresa de Iñaki Uranga: el hombre quería que el respetable acompañara una de sus baladas melódicas con la linterna del teléfono. Se encendieron menos de la mitad, claro… dime tú qué persona inteligente y sin tiempo que perder se entretiene aprendiendo a usar la linterna del iPhone. Pues yo, valiente tontolaba.

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