CINE

‘Mi única familia’: el dolor de la mujer más furiosa del mundo

En Mi única familia, Mike Leigh nos sumerge en la vida de Pansy, una mujer atrapada en la ira y la frustración, cuya hostilidad oculta un profundo dolor no resuelto. Con una interpretación magistral de Marianne Jean-Baptiste

La actriz Marianne Jean-Baptiste en el papel de Pansy, y Michelle Austin en el papel de Chantelle en ´Mi única familia´

Una mujer se despierta de golpe y emite un grito espeluznante; siempre amanece de ese modo. Luego recupera el aliento, pero no puede librarse del pánico a pesar de que, para ella, este sin duda es uno de los momentos más plácidos del día. Desde el momento en el que la conocemos, la protagonista del nuevo largometraje de Mike Leigh, Pansy, existe en estado sostenido de agitación; en los primeros compases de la película la vemos limpiar sobre limpio en su inquietantemente aséptico apartamento, mantenerse alejada de su patio trasero a causa de las palomas, los bichos y la suciedad, abroncando a su hijo Moses por dejar una cáscara de plátano en la encimera de la cocina y por ser un vago, y humillar a su marido Curtley dejándole claro que lo considera un inútil. Pansy tiene más sobre lo que protestar que bares hay en España, y es incapaz de guardarse las quejas para sí misma.

Durante la cena, arremete contra la gente que pide donativos de caridad, contra los inmigrantes que no hablan inglés, contra la policía racista y contra quienes visten a sus perros casi sin darse tiempo para respirar entretanto, mientras Moses y Curtley le sirven de público mudo y resignado; ambos se han acostumbrado a su incontinente rabia, que en última instancia parece agotarla sobre todo a ella misma. Pansy vive sumida en el miedo y el estrés constantes y los expresa a través de una hostilidad patológica; es una misántropa en toda regla, que se siente miserable desde que se despierta hasta que se duerme y se asegura de que su miseria tenga compañía.

Pocos cineastas son capaces de convertir lo mundano en algo épico y generar tensión a partir de planteamientos generalmente anodinos de forma tan convincente como Mike Leigh. Y, en la primera tragicomedia contemporánea que dirige desde Another Year (2011) -tras ella firmó los dramas de época Mr. Turner (2014) y Peterloo (2019), el británico nos reta a que sintamos empatía por una mujer abiertamente desagradable; dada su inclinación a centrarse en el tipo de personajes en los que la mayoría de los otros cineastas jamás se fijarían, de nuevo, es alguien excepcionalmente dotado para afrontar ese tipo de retos. Mi única familia también es el último capítulo hasta la fecha de su investigación permanente sobre el concepto de felicidad quién accede a ella y cómo, y el papel que las circunstancias de clase y estatus, las elecciones personales y la suerte juegan en ello, y las conclusiones que arroja al respecto son hilarantes pero desgarradoras, y esperanzadoras pero desesperantes.

La película supone su reunión con la actriz Marianne Jean-Baptiste, que saltó a la fama metiéndose en la piel de la introvertida Hortense, un oasis de calma en el centro de la tormenta orquestada por Mike Leigh en la película que le proporcionó la Palma de Oro, Secretos y mentiras (1996); en esta ocasión, Jean-Baptiste es la tormenta misma. En cuanto sale a la calle insulta a médicos, a dependientes y clientes, y a cualquier transeúnte que tenga la desgracia de cruzarse con ella. Su vitriolo es tan intenso y creativo que resulta desternillante, hasta que queda claro que está arraigado en una angustia profunda y corrosiva, un dolor que ha permanecido demasiado años sin procesarse. Pansy se siente enferma todo el tiempo: sufre migrañas, fatiga, todo tipo de dolores y molestias. ¿No serán esos síntomas sino manifestaciones de la herida que le desangra el alma? ¿O, tal vez, gritos de auxilio?

La actriz Marianne Jean-Baptiste y el director Mike Leigh en el Festival Internacional de Cine de Toronto 2024. Wikimedia Commons

A lo largo de la película, Mike Leigh desvía periódicamente nuestra atención de ella para centrarse en momentos cotidianos que sus personajes secundarios experimentan fuera de la mirada de su protagonista: contempla a Chantelle, su hermana y la única persona capaz de tolerar y mitigar su ira, que tiene un salón de belleza en el que trata a sus clientas con paciencia y amabilidad; a Curtley, que trabaja en la renovación de una casa; a Moses, que a menudo da largos paseos sin rumbo por la ciudad; y a las hijas de Chantelle, dos jóvenes alegres que lidian con sus frustraciones laborales disfrutando la compañía de su madre. En todo caso, Pansy es un personaje tan arrollador que inevitablemente eclipsa a todos los que orbitan a su alrededor.

Mientras la contempla, Mi única familia reflexiona sobre lo destructivo que resulta estar atrapada en una vida insatisfactoria, y propagar el veneno propio con la esperanza de que alguno de los afectados identifique finalmente cuál es su origen; también explora la amargura causada por un matrimonio no deseado, y por decisiones tal vez erróneas acumuladas a lo largo de los años; y habla, por último, de ese tipo específico de depresión que se crece ante cualquier atisbo de luz. Y lo hace echando mano de una propuesta formal modesta pero poderosa, basada en panorámicas suaves, primeros planos delicados y composiciones astutas que dejan claros los estragos causados por los arrebatos de Pansy.

El cineasta británico Mike Leigh, de 82 años, durante el rodaje de “Mi única familia”. EFE

En todo caso, la película es ante todo una prueba de la versatilidad de Jean-Baptiste, una intérprete que ha sido gravemente subestimada a lo largo de las tres décadas que separan sus dos colaboraciones con Leigh. Es tal su entrega a la hora de manifestar los resentimientos de su personaje que resulta imposible no encoger el cuerpo de forma preventiva ante cada una de sus palabras, acompañadas siempre de un ceño imposiblemente fruncido y a menudo de una postura encorvada de un modo que duele con solo mirarla. En todo momento la actriz nos invita a buscar la amabilidad que Pansy alberga en algún lugar de su interior, y lo logra especialmente en esos momentos de silencio durante los que sus labios tiemblan, con gran elocuencia. El más revelador de ellos tiene lugar frente a la tumba de su madre, justo después de que Chantelle le pregunte por qué es incapaz de disfrutar de la vida. “No lo sé”, escupe ella de un gemido que parece salirle de las entrañas y tomarla incluso a ella misma por sorpresa. Y luego, decimos, silencio.

Mike Leigh, claro, es un cineasta demasiado inteligente como para intentar diagnosticar -y mucho remediar- la condición de la mujer, y asimismo la película se niega a trazar cualquier otro tipo de ruta hacia el crecimiento personal; es una obra inconfundible y demoledoramente triste, y al mismo tiempo una investigación de lo más oportuna -tal vez incluso urgente- sobre la posibilidad de alegría y afectuosidad en un mundo que nos arroja una piedra tras otra en el camino.

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