No se parecía a ninguna otra. No habrá ninguna más como ella, como no la hubo antes tampoco. Tenía todo el carisma, la elegancia y la prestancia de una diva del cine europeo. Alta, de voz arrastrada y clara, rasgos refinados y miembros dignos de una modelo de Modigliani, habría podido pasar por una estrella del periodo clásico de Hollywood, tanto como por una aristocrática dama de alta sociedad en un filme de Visconti o Bertolucci.
Marisa Paredes, que nos dejó este 17 de diciembre, fue mucho más que la musa de Pedro Almodóvar, quien sin duda supo sacar lo mejor de ella aunque no siempre estuvo a la altura de la actriz. Fue y seguirá siendo un ejemplo de profesionalidad y arte escénico fuera del tiempo, sin miedo a reto alguno, capaz siempre de estar a la altura en los más distintos géneros y con los directores más diferentes que se pueda imaginar. En teatro, cine o televisión, como actriz de reparto o protagonista absoluta, como personaje atormentado o atormentador, reunía las virtudes de una actriz clásica, curtida en los escenarios, los platós y las cámaras de antaño, cuando teníamos una eficaz y profesional industria cinematográfica y del mundo del espectáculo, y las de una camaleónica mujer capaz de adaptarse mágicamente a las modas, modos y modales del cine de autor, moderno y postmoderno, convirtiéndose en su perfecta encarnación a lo largo de los años ochenta y noventa del pasado siglo.
No deja de ser curioso que una actriz con tal altura y elegancia aristocrática fuera en realidad del más humilde orígen, como a ella le gustaba recordar. Abuelo campesino (pero elegante, ojo), madre portera y padre empleado en la fábrica de cervezas de El Águila, llevaba en la sangre ser mujer trabajadora, estudiosa, esforzada y dispuesta a darlo todo por su vocación, la misma que la llevó a estudiar en el Conservatorio y en la Escuela de Arte Dramático de Madrid, debutando en el cine con apenas catorce años de edad.
En poco tiempo se abrió paso en lo que era todavía entonces, a lo largo de las décadas de los sesenta y setenta, un cine español comercial en el mejor sentido del término, pasando de presencia llamativa pero casi anónima a personajes cada vez más y más relevantes, en filmes de todos los géneros posibles e imposibles: policíacos —091: Policía al habla (1960)—, de terror —Gritos en la noche (1962)—, dramas —Las salvajes en Puente San Gil (1966)—, comedias —Tinto con amor (1968), El señorito y las seductoras (1969)— y hasta paella o chorizo wésterns, como Réquiem para el gringo (1968) o Fray Dólar (1970). Por supuesto, fue su encuentro con el gran Fernando Fernán Gómez, en la magistral El mundo sigue (1965), lo que la enseñó que el cine podía ser también una forma de arte relevante y tan rotunda como profunda.
Al tiempo y a la vez siguió una carrera teatral y televisiva que, sobre todo a través de la pequeña pantalla, fue familiarizando y conquistando al espectador con su físico peculiar, estro dramático y belleza tan especial como atípica. Así, se dejó ver en series y programas míticos como Historias para no dormir, Teatro de misterio, Teatro breve, Los camioneros, Ficciones (donde fue una temible y fascinante Carmilla que causó húmedas pesadillas a toda una generación), Cuentos y leyendas, Cervantes o Estudio 1, de un tiempo en el que con sólo dos cadenas de televisión faltaban horas de vida para tanta y tan buena programación.
Así se curtió una Marisa Paredes que se codeó y aprendió junto a los mejores actores y directores de la época, fascinada por el saber hacer de su primera pareja seria, el excelente director de cine de acción y aventuras Antonio Isasi Isasmendi, que le daría su única hija, aprendiendo todos los entresijos de la profesión, interpretando desde vampiras y vampiresas a secretarias descocadas, mujeres del Oeste o guerrilleras, como en El perro (1975), dirigida, precisamente, por Isasi.
Entonces llegaron los ochenta. La Transición, la Ley Miró y un nuevo mundo audiovisual y cinematográfico, que se reinventó sin saber muy bien por qué, ofreciéndole a la actriz la posibilidad también de convertirse, sin verlas venir, en musa de la modernidad, La Movida y la postmodernidad.
Primero fue Ópera prima (1980), de Fernando Trueba, nacimiento de la efímera y generacional “comedia madrileña”. Después llegó Almodóvar con su esperpéntica, sicalíptica y surrealista Entre tinieblas (1983), que la transformó en Sor Estiércol, comenzando así una relación que daría sus frutos en la década siguiente. Y un poco más tarde la mejor: la perversa, atípica y morbosa obra maestra del llorado Agustí Villaronga: Tras el cristal (1986). Títulos que la consagraron como diva moderna de un nuevo cine español que miraba en direcciones a cuál más extraña, sin saber qué rumbo tomar, pero consiguiendo todavía sorprender y asombrar.
Pero la verdadera década prodigiosa para la nueva Marisa Paredes, musa por excelencia del cine de autor español y europeo, serían los noventa. Almodóvar la reclamó como presencia insustituible y definitoria, desde Tacones lejanos (1991), donde todavía resonaban ecos de su primer y mejor cine, hasta La piel que habito (2011), último e irregular intento del director manchego por abordar el género oscuro, pero sobre todo, dándole un mayor protagonismo en sus melodramas para señoras modernas progres: La flor de mi secreto (1995), que la llevó casi —pero solo casi— hasta el Goya (después le darían el honorífico) y Todo sobre mi madre (1999), amén de un cariñoso cameo en Hable con ella (2002).
Donde también la llevó el pasaporte almodovariano fue a convertirse, justa y merecidamente, en codiciada estrella internacional del cine de autor, trabajando en pocos años con Amos Gitai, Giacomo Battiato, Raúl Ruiz, Arturo Ripstein, Roberto Benigni, Alain Tanner, José Luis Borau, Guillermo del Toro, Manoel de Oliveira, Laure Charpentier o Thierry Klifa, entre otros nombres del panorama internacional, transformada en lo que siempre fue: una actriz europea de primera fila. Algo a lo que sin duda ayudó su momento musa de Almodóvar, pero que fue, sobre todo, producto de su especial impronta física y de su talento tanto natural como trabajado al máximo. Una combinación quizá ya hoy imposible de formación clásica, exigente y académica, profundamente profesional, y de un carácter singular, dotado de un aura moderna atemporal, capaz de trascender lo local y nacional.