Para quienes la conocen, la palabra ‘Montessori’ es sobre todo una marca, el nombre con el que se conoce un método pedagógico aclamado por gurús de la educación positiva y por celebridades como Jeff Bezos, Gabriel García Márquez, Mahatma Gandhi y Taylor Swift. Su propósito básico es liberar el potencial de cada alumno promoviendo su autonomía en lugar de someterlo al tipo de autoridad ejercida por los docentes en la que se basa la educación tradicional.
En los centros que lo divulgan, los maestros ejercen principalmente de guías, y la presencia de niños de diferentes edades en una misma aula estimula la colaboración mutua; se utilizan herramientas educativas especiales, y se pone énfasis en el desarrollo de habilidades prácticas para la vida en lugar de hacerlo en recompensas y castigos o en exámenes y calificaciones; sus defensores sostienen que el método estimula la independencia, la creatividad, la capacidad para aprender de los propios errores y el pensamiento flexible. Montessori es también el apellido de la mujer que creó un sistema de técnicos que con el tiempo ha llegado a permear parvularios de más de medio mundo, y cuyo biopic, Maria Montessori, llega estos días a la cartelera.
Ópera prima de Léa Todorov, la película aborda un periodo muy específico de la vida de su protagonista. Se sitúa en el año 1900, pocos meses después de que Montessori ocupara el cargo de codirectora de la Escuela Ortofrénica de Roma y empezara a desarrollar allí métodos de aprendizaje destinados a niños llamados “deficientes” en aquella época. Por entonces ya había pasado varios años trabajando como voluntaria tras licenciarse en medicina pediátrica y psiquiatría, trabajando en manicomios con niños considerados como discapacitados a pesar de que muchos de ellos tan solo sufrían situaciones de malnutrición o abandono. Habían de pasar aún varios años antes de que abriera su primera aula, en uno de los barrios romanos más pobres, y de que aquel lugar se convirtiera en altavoz de su nueva forma de enseñanza, que poco tiempo después empezaría a extenderse a bordo de nuevas escuelas en Italia y a través de Europa.
Feminista y socialista
Como la nueva película deja claro, por entonces Montessori poseía casi todos los rasgos que los hombres de aquella época detestaban en el otro sexo. Tenía confianza en sí misma, gran personalidad y un temperamento feroz en lugar de ser calladas y dócil, y había estudiado hasta convertirse en doctora pese a que lo que se esperaba de las mujeres de la clase social a la que ella pertenecía era que se centraran en ejercer de esposas, madres y amas de casa. Desde sus días universitarios se había distinguido como feminista y socialista; allí se convirtió en secretaria de la Asociación de Mujeres, que reivindicaba la educación comunitaria, el sufragio femenino y la igualdad salarial entre hombres y mujeres.
Y posteriormente, cuando inició una relación con un joven psiquiatra llamado Giuseppe Montesano en 1895, impuso varias reglas básicas innegociables: aquella unión debía mantenerse en secreto, para ella su carrera médica era lo primero, y nunca se casaría. En el verano de 1897 Montessori se quedó embarazada, y decidió encargar la crianza de su hijo a otra familia, en el campo, para continuar con su profesión.
A causa de las limitaciones que le imponen tanto la brevedad del periodo que recrea como su voluntad hagiográfica, la película no aborda las contradicciones que su protagonista personificó y que con el tiempo han ido complicando su legado. En primer lugar, Montessori siempre defendió que su método era científico, producto de una observación empírica rigurosa y detallada, pero se negó sistemáticamente a que sus hallazgos fueran testeados y verificados; pese a considerarse una mujer de izquierdas, además, en su día no dudó en formar alianza con Benito Mussolini, que dotó de generosas ayudas económicas a sus escuelas, hasta que la entente se rompió a causa de los intentos del dictador de influir en los contenidos educativos de los centros –Montessori tuvo que huir de Italia, y pasó un tiempo en Barcelona hasta el estallido de la Guerra Civil–; y muchos siguen considerando incongruente que una mujer tan volcada en supervisar la educación de miles de niños hubiera decidido desentenderse de la del suyo propio. Lo cierto es que Montessori se las arregló para recuperar a su hijo cuando este había cumplido 15 años, y años después el joven se convirtió en colaborador esencial en sus investigaciones pedagógicas.
Pero la principal ironía que la palabra Montessori encarnó durante mucho tiempo es otra: un método ideado para favorecer a los más pobres y menos poderosos llegó a convertirse en moda educativa para las élites, y el motivo de ello es la exclusividad de la que su creadora siempre lo envolvió. Montessori mantuvo un monopolio personal en la formación y titulación de profesores, controló estrictamente la distribución –a precios de oro– de textos y herramientas certificados para su divulgación y hasta creó patentes para beneficiarse de variaciones nimias de menores de objetos de uso común. El método Montessori dejó el lumpen para instalarse en los barrios altos, y pasó a ser algo que no solo se podía enseñar sino que también había que vender.
La lógica a la que responde esa mano de hierro es evidente: durante su vida –murió en 1952– Montessori trató a toda costa de proteger su trabajo de la contaminación. Teniendo eso en cuenta, es interesante imaginar qué habría pensado del uso diluido que posteriormente han ido haciendo de sus técnicas innumerables escuelas públicas de buena parte del mundo, y de tantos centros educativos que usan el sello Montessori exclusivamente a modo de reclamo promocional. ¿Y qué habría pensado de haber podido oír a Bezos en 2018 cuando, al anunciar su compromiso de invertir 2000 millones de dólares en educación gratuita inspirada en Montessori, afirmó que, para él, “el niño será un cliente”?