En los momentos iniciales de Liza Minnelli: absolutamente real, documental recién incorporado a la programación de Movistar+, la diva titular permanece sentada frente a la cámara. Mientras se prepara la toma, envuelta de ajetreo, Minnelli le indica al operador cómo y desde dónde filmarla; sí, es hija de su madre -Judy Garland, claro-, les recuerda a todos los presentes entre risas aparatosas, pero también de su padre; y su padre, el apellido nos lo recuerda, fue el gran cineasta estadounidense Vincente Minnelli. Ella, dicho de otro modo, sabe qué perfil, qué ángulo y qué sonrisa darle a la cámara porque, literalmente, la ha tenido delante desde que nació. Veintisiete años después, obtuvo el Oscar a la Mejor Actriz gracias a su trabajo en Cabaret (1972) y consolidó su estatus de superestrella. Sin embargo, la etiqueta nunca acabó de encajarle. Aquella película resultó ser la única protagonizada por ella que tuvo un gran éxito, y la canción insignia de su carrera musical -el tema principal de la película New York, New York (1977), que ella y Robert de Niro coprotagonizaron a las órdenes de Martin Scorsese- no era sino una composición ajena. Otras divas de la época, como Barbra Streisand y Cher, han creado un legado incontestable en el mundo del cine y en el de la música. La mayor aportación artística de Minnelli, en cambio, ha sido el personaje a la vez rutilante y trágico que ha presentado al mundo.

Compuesta de fragmentos de películas caseras y actuaciones en teatro y cine combinados con entrevistas ‘ad hoc’ tanto con la propia artista como con algunos de sus amigos y colegas, la nueva película repasa cómo su protagonista encontró su propio espacio en la cultura popular, sobreponiéndose para ello a pérdidas terribles y relaciones desafortunadas y mostrando una capacidad de supervivencia fuera de lo común. Dirigido por Bruce David Klein, es un documental inconfundiblemente dedicado a adorar a su protagonista, pero que no pasa por alto los desafíos que a lo largo de su vida hubo de afrontar a causa de las continuas comparaciones con Garland -buena parte de su metraje se centra en la década posterior a la muerte de esta en 1969, cuando Minnelli tenía solo 23 años- y de la fiereza con la que la prensa sensacionalista cubría cada uno de sus romances efímeros, de sus matrimonios fallidos y de sus recaídas en el alcoholismo y el abuso de otras sustancias tóxicas. Para ejemplificar la presión a la que se enfrentó desde el principio, baste una de las escenas que la película incorpora: una Minnelli adolescente sobre el escenario del London Palladium en 1964, durante un concierto junto a Garland, recibe la calurosa ovación del público mientras su madre, a su lado, deja claro el malestar que le provoca el momento de gloria de su hija.
Como el documental recuerda, el principal método que la joven siguió para allanar su propio camino fue cultivar mentores, personas que la ayudaron a forjar una identidad artística personal e intransferible. La artista de variedades y entrenadora vocal Kay Thompson, su madrina, tomó a Minnelli bajo su protección y, como alguien dice en la película, “hizo posible a la Liza superestrella”; el ‘chansonnier’ francés Charles Aznavour le enseñó a cantar haciendo que cada letra saliera del corazón; Bob Fosse, que la dirigió en Cabaret, aportó disciplina, precisión y actitud a sus movimientos de baile; el letrista teatral Fred Ebb fue su buen amigo y algo parecido a un hermano mayor, y le proporcionó apoyo durante toda su carrera -“creo que Fred realmente me inventó”, afirma ella-; y el diseñador Halston la dotó de estética distintiva, cubriendo sus trajes con lentejuelas para que su copioso sudor no fuera visible.
Mientras visita sus recuerdos frente a la cámara, Minnelli se muestra nerviosa y a ratos temblorosa pero aún llena de chispa, y se sirve de la estridente carcajada que suelta con frecuencia para dejar claro que sus luchas, sus aflicciones y su deterioro físico no la han derrotado. Se trata de un ejercicio de memoria selectiva: insiste en que las durante las fiestas en la mítica discoteca neoyorquina ‘Studio 54’ “nadie consumía drogas” a pesar de que el consumo desmedido de metacualona, cocaína y ‘popper’ en aquellas noches salvajes ha sido ampliamente documentado, y se muestra claramente reacia a hablar de sus antiguos maridos y parejas románticas -entre ellos Peter Allen, Jack Haley Jr., Aznavour, Scorsese, Mikhail Baryshnikov, Desi Arnaz Jr., Peter Sellers y David Gest- salvo para resaltar que algunas de esas relaciones perduraron en forma de amistad. No rehúye hablar de sus adicciones -”empecé a notar que beber me hacía sentir mejor durante un minuto”, asegura sobre el inicio de su declive-, pero tanto esos reveses como el dolor causado por sus sucesivos abortos y su incapacidad para tener hijos reciben mucha menos atención por parte de la película que la sucesión de elogios ofrecidos a la diva por parte de una retahíla de viejos colaboradores y amigos.
Cierta introspección en ese sentido no es lo único que se echa en falta al documental. Dado que Minnelli es un icono gay indispensable, resulta llamativo que Klein no aborde la importancia que la comunidad ‘queer’ tuvo en su éxito, y también es lamentable que no preste más atención a su trabajo en New York, New York, una película sin duda infravalorada; tampoco, por último, se ofrece información sobre su delicado estado de salud actual. Son, en cualquier caso, ausencias anecdóticas en una película que en última instancia resulta tan encantadora como su protagonista, y que construye un retrato devotamente celebratorio de sus triunfos, su talento y su personalidad pero también incuestionablemente auténtico.