Alrededor del género se ha abierto una enorme brecha que separa a padres e hijos, nietos y abuelos. No hay quien se entienda y se escuche. En las familias es motivo de disputa, los hijos no se sienten acogidos y los padres se frustran ante ideas tan desconocidas para ellos. Por ello Marta Rodríguez ha escrito Género, jóvenes e Iglesia (Ediciones Encuentro): en él nos cuenta la maravilla, mal entendida muchas veces, que puede ser para los jóvenes la propuesta de la Iglesia en torno a estos temas; y también lo que le falta a la misma para poder entender bien a las nuevas generaciones.
Marta Rodríguez, consagrada de Regnum Christi desde hace 27 años, es doctorada en Filosofía en la Pontificia Universidad Gregoriana con una tesis sobre las raíces filosóficas de las teorías del género. En 2003 formó parte de la fundación del Instituto de Estudios Superiores sobre la Mujer del Regina Apostolorum, donde fue directora de 2009 al 2019. Actualmente coordina al grupo de investigación del Instituto y se centra en el ámbito de la diferencia sexual y es directora académica del curso “Género, sexo y educación” de la Universidad Francisco de Vitoria. También preside el comité científico del diploma “Mujeres e Iglesia” y fue desde 2017 a 2019 responsable de la sección Mujer del Dicasterio Laicos, Vida y Familia del Vaticano.
La palabra “género” tiene muchas aristas y sensibilidades. ¿Por qué nos cuesta tanto hablar de género, por qué es tan difícil llegar a un consenso?
El término en sí es ambiguo. También por cómo se introdujo, en su génesis histórica. En el mundo del feminismo es un término que recibe distintos significados, sobre todo no tanto el término sino en su relación con el sexo. Tiene, objetivamente, distintos significados, pero luego se introdujo en el ámbito político, con una definición poco clara. Todo eso fue suscitando sensibilidades, miedos… esa reacción de preocupación ante una introducción política poco definida bajó el nivel crítico, porque activó la defensa y la protección. Todo esto se ha ido acumulando en el imaginario colectivo. Además, es un término que, según se entienda, tiene diferentes consecuencias, tanto sociales como políticas: cómo concebimos las relaciones, nuestra sexualidad, nuestro lugar en el mundo… No es lo mismo mi opinión sobre el cambio climático que sobre el género, porque me cambia la vida, tiene que ver con cómo yo estoy en el mundo, cómo me concibo, cómo me relaciono.
¿Cómo hablar entonces de género, sin establecer las bases epistemológicas cada vez que lo mencionamos? ¿Esperamos al quorum?
A mí me golpeó una experiencia que hice con jóvenes, porque era un clamor suyo entender esto. Ellos pedían que la Iglesia les diera “una palabra clara y empática sobre el género y la homosexualidad”. Pero lo que se percibía en la Iglesia era miedo, inseguridad, dolor… Pensé que nos teníamos que poner en camino aunque no lo tuviéramos todo clarísimo. El camino se hace caminando. Hay que tender puentes, hay que hablar con los jóvenes, porque tienen una sensibilidad y una mirada distinta. Los adultos tienen mucho que dar, pero los jóvenes no son el problema, sino la solución. Soy consciente de que los necesito: tienen una respuesta noble, generosa; quieren aportar su experiencia y están dispuestos a dejarse enseñar. El punto es tomarlos en serio.
¿Por qué crees que se ha producido esa brecha generacional tan grande?
Se coloca en un contexto más amplio. No es una época de cambios, es un cambio de época, como dice el Papa Francisco. El diálogo intergeneracional ha sido siempre complicado, pero hoy en día, si bien todos somos posmodernos, nos encontramos en una dificultad de parte del pensamiento de dialogar adecuadamente con este mundo posmoderno. Y la Iglesia entra ahí. La catequesis y la formación que hemos recibido estaba pensada para responder a un mundo que hoy es distinto, porque hoy la sensibilidad es totalmente distinta. Ninguna de las dos cosas está mal; simplemente, el mundo ha cambiado. El problema es que los movimientos son pendulares, y muchas veces oscilamos de manera reactiva. Por ejemplo, del racionalismo, que consiste en decir que la realidad es lo que yo pienso, pasamos al emotivismo, por la cual la realidad es lo que yo siento. Ambas posturas son igual de incompletas; la realidad supera mi idea y supera mi sentir. Quizá nuestros jóvenes están en una sensibilidad muy posmoderna, y nosotros no sabemos interceptarla. Ahí está nuestro desafío. Nos falta hacer una síntesis con las teorías de género, con los pensadores que han tratado el tema antes que nosotros. Por eso después la traducción es naturalmente pobre, porque no sabemos cómo lidiar con esto.
Hasta ahora parecía haber dos posturas: o no abordar el tema, ignorándolo, o abordarlo de forma hostil.
Eso en el tema del género ha sido clarísimo. Por ejemplo, cuando hablamos de igualdad de género, de gender equality, de empowerment… se imponen banderas justas, principalmente desde el año 1995. Y sin embargo, hay muy poco pensamiento católico en torno a estos temas. Suena a peligro o a ideología. Y no es verdad.
¿Por qué crees que para cierto sector de la sociedad sigue levantando sospechas hablar de temas sociales, de feminismo, de igualdad…?
Hay temas de los que nos hemos retirado o en los que directamente no hemos llegado a entrar. Por ejemplo, en el de la violencia contra las mujeres. Es un tema que tiene que interpelarnos, pero como en algunos contextos se ha manejado de forma muy dialéctica, penalizando a los hombres, hablando de opresión, de una manera que a veces es reductiva o no adecuada, entonces parece que es un tema ideológico. ¡No es un tema ideológico, es un tema real, que hay que iluminar! El Papa Francisco en la Evangelii Gaudium afirma que el Evangelio tiene consecuencias sociales. Lo que clama al cielo es que en sociedades cristianas, como es toda Latinoamérica, el fenómeno de la violencia sea generalizado de manera transversal, en todos los niveles sociales. ¿Cómo es posible? ¿Cómo permanecen estos fenómenos tan contrarios a la dignidad de la persona y al Evangelio en culturas que se dicen cristianas? Hemos fallado. Hablar de la violencia de las mujeres se ve sospechoso, dialéctico, marxista, misántropo… pero no tiene nada que ver. Si algo hace el Evangelio de Jesús es estar del lado de oprimidos. Tenemos muchísimo que aportar.
En el libro hablas del momento en el que se produjo esta escisión: algunos hablan de Mayo del 68, otros del ambiente posconciliar… ¿Había una necesidad real de hablar de “género” entonces, es una pregunta intrínseca del ser humano o es fruto de un constructo social?
Es una categoría justa. De alguna manera, la exigencia del término “género”, que no existía hasta este siglo, venía presentada, sentida y experimentada principalmente desde el mundo del feminismo. Mary Wollstonecraft, en el siglo XVIII en Inglaterra, se rebela contra el hecho de que las mujeres no puedan trabajar, no puedan heredar, no tengan derechos. “La gran diferencia que vemos es que a los hombres se les educa el cerebro y a las mujeres no. La diferencia entre hombres y mujeres no es natural, es cultural”, dice ella. Yo creo que la diferencia es ontológica, pero hay que distinguir nuestro ser mujer con una interpretación cultural que no puede ser absoluta. Esto lo reconoce la Iglesia en muchas ocasiones, pero hay un momento importante: el 15 de septiembre de 1995 la Iglesia aclara cómo va interpretar el término género, diciendo que “no sostiene el determinismo biológico, por el cual existiría un único modelo estático de relación entre hombres y mujeres”. ¡Las cosas cambian! El ser varón y mujer es algo radical, que toca todas las dimensiones de mi persona, y que al mismo tiempo tiene una mediación cultural. El distinguir la naturaleza de la cultura, saber que no se pueden separar pero que son distintas, que nuestro ser varón o mujer tiene una traducción cultural: eso es el género. Es un concepto justo, aceptable, que aclara. Como dice la Amoris Laetitia, no la desenraiza del sexo, pero sí la distingue. Los roles, las funciones, las declinaciones cambian; no son algo esencial a nuestro ser mujer. Claro que había una necesidad: es lícito, necesario y saludable distinguir lo que es natural y cultural en mi ser mujer.
Esa expresión cultural y social va cambiando con el tiempo. ¿La Iglesia tiene en cuenta esto?
Eso es precisamente lo que dice el documento de 1995: que no es algo estático. ¿Y ahora? Estamos en ello. Hay una continuidad entre aquel documento, la Amoris Laetitia, el documento ‘Varón y Mujer’ de la Congregación para la Educación Católica… La Iglesia se ha tomado tiempo, pero porque quizá es en el siglo XX cuando la antropología se ha desarrollado más. Es una ciencia bastante reciente (aunque Santo Tomás la hiciera), con la que hemos comprendido que nuestra naturaleza es cultural, que somos seres culturales.
Por aclarar conceptos, sigue habiendo mucha confusión cuando hablamos de “lo masculino” y “lo femenino”. La masculinidad y la feminidad se declinan de forma estereotípica, a veces impuesta…
Hablamos de “rasgos”, sabiendo que después cada mujer y cada varón es único e irrepetible, pero cada quien personaliza su masculinidad y su feminidad de una forma única. Esto lo decía Jung: un varón que no tenga algún elemento de feminidad es un monstruo, y una mujer que no tenga elementos masculinos es una loca. Hablamos de elementos naturales y culturales. Yo hablo de ser varón y mujer como una modalidad relacional, que a nivel ontológico significa que somos formas complementarias pero distintas de ser imagen y semejanza de Dios. Esa es la raíz, que después en el nivel de la conciencia se desarrolla a partir de una experiencia del cuerpo que me da una modalidad relacional. De esto hablan muy bien las feministas de la diferencia, que profundizaron en cómo el cuerpo nos da una forma de estar en el mundo, una modalidad relacional. Eso no es biologicismo, porque no estamos determinados por nuestra biología y porque mi modo relacional siendo mujer es distinto al tuyo. No es una lectura biologicista reductiva. Pero sí hay modalidades relacionales, y lo que dicen estas feministas, por ejemplo, es que no puede ser lo mismo hacer el amor dentro de sí que fuera de sí. Esto te da una forma de relacionarte. ¿Se traduce esto en que el hombre debe proveer y la mujer estar en casa? ¡No! Esa es una traducción reductiva y estereotipada. La forma de amar permea las relaciones, pero eso no significa que se tenga que convertir en características o roles fijos, determinados, excluyentes… Por eso se necesita que en todos los espacios haya hombres y mujeres, porque es un mundo mucho más rico. Necesitamos las dos perspectivas.
¿Qué significa que somos relacionales, que nos necesitamos los unos a los otros?
Que yo soy quien soy en relación contigo. A la vez, vivimos en un mundo herido y sabemos que objetivamente, muchas veces las relaciones entre hombres y mujeres son muy conflictivas y dolorosas. El otro es distinto de mí, y eso me exige tratar de aprender un lenguaje distinto (porque no piensa, reacciona o siente como yo), y como el otro también está herido, el comprenderse, el dejarse hacer, el complementarse, el respetarse… requiere un camino, que a veces es muy duro pero que me agranda y me enriquece por dentro.
¿Crees que la confusión afectiva que vivimos hoy, la dificultad para mantener relaciones estables a lo largo del tiempo, tiene que ver con esto?
Hay una desconexión grande de uno mismo: yo no me puedo dar si yo no me poseo. No puedo quererte si no estoy bien conmigo mismo. Como estamos muy heridos, llevamos a la relación nuestros propios complejos, dolores, faltas de libertad, condicionamientos internos… No sabemos quiénes somos. Si no sé quién soy, ¿cómo voy a saber cómo quiero caminar contigo?
En los últimos años, esta “primacía” del género sobre al sexo, o esta forma errónea de entender ambas cosas, ha generado unas ideologías que han estado en el centro del debate público. ¿Crees que ha radicado ahí el problema de la oposición?
Hay que distinguir entre el género y la ideología de género. El género no ataca a nadie: es la interpretación cultural del sexo, que es distinguible pero no separable del sexo. Es perfectamente acorde con la antropología cristiana, no hay contradicción, no hay conflicto; al revés, enriquece la antropología de la sexualidad, la antropología de la familia… El problema son las ideologías, esas versiones que separan o que niegan que el sexo tengo ningún impacto identitario. Eso hace mucho daño a la familia porque hace mucho daño a la persona. Sinceramente, creo que todo el que entra en este tema busca ser feliz, busca ser reconocido, y es algo muy legítimo. Hay que ver qué camino emprendemos, e iluminarlo, para que las personas puedan ver si corresponde o no al anhelo que tenemos en el corazón.
A veces la teoría va por un lado (la Academia, los estudiosos…) y la práctica va por otro. En tus cursos, en tus charlas, ¿ves a personas que sufren, que viven su realidad con dolor?
Muchísimas. Eso va en la vocación de cada uno, pero yo la verdad es que no concibo la Academia sin cultura, sin misión, sin pastoral. Para mí, el diálogo con los jóvenes es un banco de pruebas: yo he crecido y avanzado dejándome estimular por sus preguntas. Es muy importante dejarnos interpelar por la realidad, dejarnos descolocar, aceptar que hay cosas que no sabemos explicar, tener honestidad intelectual. Mi forma de vivir esto es que a mí no me interesa el estudio por el estudio, me interesan las preguntas y el dolor de las personas, dar una palabra que realmente responda a sus inquietudes, y si yo me desconectara de eso, aparte de deprimirme creo que no podría estudiar.
Dices: “Lo hemos hecho mal desde muchos ámbitos, pero hay esperanza”.
Hay un camino. Los jóvenes no son el problema, son la solución, estoy convencida. El que nos hayamos equivocado no es un lastre; uno puede revisar la propia experiencia, aprender y mirar hacia delante. Yo, desde una fe profundamente cristiana, estoy convencida de que no hay mejor momento que el “aquí y ahora” para iluminar las tinieblas del presente. Reconozco que hay dificultades y confusión, pero estoy convencida de que el Bien, la Verdad y la Belleza brillan por sí mismos, y que cuando uno lo presenta las personas lo reconocen. Es posible cambiar, es posible comprendernos. ¡Es un momento apasionante en todos los sentidos! Tenemos que dejar de atacar y defender y ponernos a caminar, juntos.