Hace cosa de un mes mis queridos Pete McCardle y su encantadora esposa Lourdes/Lulu nos invitaban a almorzar –juro que es la última vez que utilizo este verbo- un rosbif en su preciosa casa. Parecen un matrimonio del Tea Party, con la valla blanca recién pintada, pero nada más lejos de la realidad. Mi amigo Pete es más inglés que el Bovril, pelo elegantemente despeinado, entre rubio cenizo y pelirrojo, piel transparente Pantone Gamba de Huelva y, por si quedaba alguna duda de su ascendencia, es autor de aforismos tan británicos como “la comida inglesa se parece a la música española”. En sus usos y costumbres ya es otra cosa, más español que Tasio Erkizia: simpaticote, disfrutón, incluso da abrazos.
El caso es que después del ágape y tomando un gintonic mientras veíamos por la televisión un partido de rugby (algo tenía que tener el isleño), Pete me soltó a bocajarro y sin anestesia ni nada: “¿Cuáles son para ti las mejores películas de la historia?” Tengo fama de sobas entre los que me quieren por culpa del cine. Básicamente no entiendo cómo el resto del universo no lo siente como lo más importante del mundo y el problema claramente lo tienen ellos, no yo. El caso es que me pilló tan a pie cambiado y me pareció una pregunta tan difícil y para la que me llevaba tantos años preparando, que cortocircuité y empecé a balbucear una respuesta inconexa y tartamuda, creo que hasta se me cayó la baba: acerté a soltar onomatopeyas tipo Броненосец Потёмкин y cosas similares. Yo, que soy una gafa de acetato andante al que Garci echaría de su tertulia por pesao, me quedé mudo por un instante, pero, al segundo e iluminado quizá por Carl Theodor Dreyer, sentencié: “Es inútil: las que te diga ahora no valdrán para mañana, ni quizá para dentro de dos gintonic”. Mi amigo Pete, que ya había olido carne y no pensaba soltar la presa, culminó su estocada: “Vale, pues entonces dime cuáles son las tres más importantes”. Fue entonces cuando fingí un desmayo.
Las tres MÁS IMPORTANTES
Cualquier persona no intoxicada por el maligno elixir del cine volvería a casa y olvidaría la pregunta, por considerar el asunto como una conversación menor, rutinaria y casi de cortesía por un anfitrión bien educado (ya te he dicho que es inglés). Pero yo no. Mi cerebro cinéfilo continuó trabajando en su cuarto oscuro, rumiando LA respuesta correcta. Las tres MÁS IMPORTANTES de decenas de miles, millones, trillones de películas si cuentas las de Mariano Ozores ¡Ay, Dios mío! ¿Y si me equivoco? Y lo que es peor… ¿y si Pete me pilla y se da cuenta de que mi respuesta es errónea? Más devastador aún… ¿Y si todos me pillan y me miran y me calan y me señalan frente al sanedrín cinematográfico como el gran impostor? ¡Mayday! ¡Socorro!
Elipsis
Aquella inocente pregunta, bautizada por mí con el sintagma la cuestión británica, dejó de perseguirme cuando el peso de la prosaica realidad me aplastó. En el desayuno, vamos. Y no he vuelto a recordarla hasta el momento de escribir estas líneas, más tranquilo y confiando en que mi interlocutor, una persona, aunque inglesa, bastante normal, la haya olvidado. Y aquí, más relajado, te digo Pete que… ¿qué más da?, ¿quién soy yo para meter mano a la historia y elegir a mi capricho cuáles son y cuáles no?, ¿qué dirían los sumos sacerdotes Ford, Hitchcock, Fellini, Bergman, Ozores, ante mi elección? O peor aún… ¿qué pensará Carlos Boyero?
Pero no, no soy tan cobarde. Y, sobre todo, lo que más me tranquiliza: a nadie le importa una higa lo que yo piense o elija. Con lo cual, y con esa levedad que me da la irresponsabilidad, te digo Pete McCardle que:
Viaje a la Luna (1902) es, a pesar de durar solamente catorce minutos, la película más importante de la historia del cine, porque supuso el punto crítico entre la consideración del cinematógrafo como un artefacto documental y presentarse como una ficción circense, sublimando su naturaleza primigenia y emparentándolo con el resto de las artes, sus primas la pintura, la escultura o el teatro. Esto lo consiguió un ilusionista francés robándoles el fuego a otros franceses, los menos visionarios hermanos Lumière. Georges Méliès se llama nuestro Homo antecessor y Viaje a la Luna es su paradigma: el cine como entretenimiento, mecano de sugestión, cachivache trucado que nos ha permitido jugar con él los últimos 120 años; la segunda es Ciudadano Kane (1941) de Orson Welles, porque, continuando con el juego ficcional de papá Georges, aglutinó, perfeccionó y, en última instancia, redefinió el lenguaje cinematográfico creado por David Griffith y su sintaxis, apuntalando la narrativa, la puesta en escena y el montaje e inventando el llamado cine moderno. Ciudadano Kane es el astrolabio para todas las películas rodadas desde entonces y hasta nuestros días.
Y la tercera, 2001: Una odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968) porque, recogiendo las miguitas de las dos anteriores, supone un paso de gigante del cine hacia lo trascendente, lo inexplorado, lo abstracto. Es la primera película abiertamente metalingüística, que dialoga con la propia esencia de su disciplina, le otorga carta de naturaleza a través de la reverberación melódica de un plano sobre otro y trata de responder a las preguntas esenciales del ser humano, corporeizándolas en imágenes y convirtiendo el arte cinematográfico en filosofía. Las tres están cosidas con el mismo hilo, con la misma magia, con la misma capacidad de fascinación. Funde a negro. Títulos de crédito.
P.D. Estas son, querido Pete, las tres obras más importantes de la historia del cine. Ninguna de ellas está en mi listado íntimo de películas favoritas, porque éste, y esa es su grandeza, cambia por cada vuelta al sol. Necesitaría todo el espacio de todas las secciones de Artículo14 para (re) escribirlas y tendría que comprárselo a José, que sé que no me lo vendería, entre otras cosas porque va como un tiro. Igual que el cañón de Méliès en su viaje a la luna.