En 1964, la revista Life publicó un largo artículo sobre Elizabeth Taylor, titulado “Nuestros ojos tienen dedos” en referencia a una cita de la actriz en la que describía el extraordinario magnetismo que compartía con su quinto marido, Richard Burton, de quien posteriormente se divorciaría antes de protagonizar con él otro matrimonio y otro divorcio. Aquel texto era fruto de las casi 40 horas de conversación que Taylor había mantenido con Richard Meryman Jr. con motivo del libro autobiográfico –Elizabeth Taylor by Elizabeth Taylor, publicado a principios de 1965- en vistas al que el periodista había sido contratado en calidad de escritor fantasma.
Sesenta años después, esas grabaciones son la columna vertebral de Elizabeth Taylor: Las cintas perdidas, documental dirigido por Nanette Burstein recién estrenado en HBO Max que ofrece una mirada íntima a la turbulenta vida de la actriz, y que para ello se sirve también de fragmentos de sus películas, imágenes de archivo, vídeos caseros y fotos personales.
Dadas las limitaciones su base sonora impone, aunque Taylor vivió hasta los 79 años -falleció en 2011 a causa de una insuficiencia cardíaca- la película repasa casi exclusivamente periodos y episodios correspondientes a la primera mitad de su vida, entre ellos el contrato con la productora Metro Goldwin Mayer que la convirtió en estrella infantil, los primeros seis de sus ocho matrimonios y el ascenso al superestrellato gracias a películas como Fuego de jueventud (1944), Mujercitas (1949), El padre de la novia (1950), La gata sobre el tejado de zinc (1958), De repente, el último verano (1959). A mediados de los 60, la actriz acababa de estrenar Cleopatra (1963), por entonces la película más cara de la historia -tan cara que estuvo a punto de llevar a la quiebra al estudio 20th Century Fox-, había empezado con Burton una relación tan controvertida que hasta el Vaticano la había condenado y se disponía a empezar la filmación de ¿Quién le teme a Virginia Woolf? (1965), la película que dejaría oficialmente claro su talento interpretativo. “Todo cuanto he logrado es ser una estrella que una o dos veces ha logrado ofrecer una actuación decente”, se la oye lamentar en un momento del documental. “No estoy satisfecha con lo que he logrado, quiero mejorar”.
Considerando qué milimétricamente calculado está actualmente el acceso público a las vidas privadas de las celebridades -ninguna publicación en Instagram es casual o espontánea-, puede sorprender la franqueza con la que Taylor habla a Meryman. “¿Cuál crees que es tu imagen pública?”, pregunta él, y ella responde: “Diría que me ven como una mujer poco fiable, completamente superficial […] Tal vez por mi vida personal, doy la sensación de ser inmoral, pero no lo soy. He cometido errores y he pagado por ellos, pero no ha bastado. Sé que nunca podré pagar del todo”. El asedio que la actriz y Burton sufrían por entonces de parte de los paparazzi es uno de los principales motivos por los que hoy se la considera una de las primeras celebridades modernas. “La Elizabeth que mi familia conoce es una persona real; la otra Elizabeth Taylor, la famosa, realmente no tiene profundidad ni significado para mí, es solo una mercancía que da dinero”, explica en otro momento de la película. “Una Elizabeth es de carne y hueso y la otra es celofán”.
Taylor fue erigida en sex symbol desde el principio de su adolescencia, y en buena medida por eso fue obligada a crecer muy rápido. “No estaba preparada para ser adulta, me habían sobreprotegido”, recuerda en la nueva película. “Y la consecuencia de ello es que cometí errores terribles”. A los 18 años ya había protagonizado su primer divorcio, al que siguió una retahíla de amoríos, matrimonios fallidos y escándalos durante la que fue perdiendo y recuperando una y otra vez el favor tanto del público como de los medios; ella misma atribuye a esas fluctuaciones el Oscar que obtuvo gracias a Un mujer marcada (1960), una película que detestaba: “Gané porque me habían hecho una traqueotomía”, afirma en alusión al casi de neumonía que casi había acabado con su vida durante el rodaje de Cleopatra.
La tragedia, de hecho, es un tema recurrente en Las cintas perdidas, que aborda las muertes tanto de amigos de Taylor como James Dean -fallecido en 1955 tras un accidente de coche- y Rock Hudson -que murió por complicaciones derivadas del SIDA en 1985-, como la de su tercer marido, Mike Todd, que perdió la vida en 1958 a causa de un accidente aéreo. La devastación que ella sufrió como consecuencia de ello es esencial para explicar que inmediatamente después se casara con Eddie Fisher, amigo de Todd y por entonces marido de la actriz Debbie Reynolds. “No recuerdo demasiado sobre mi matrimonio con él, excepto que fue un gran y terrible error“, asegura Taylor a Meryman al ser preguntada por Fisher. En otro momento relata cómo su primer marido, Nicky Hilton, le pateó el estómago provocándole un aborto espontáneo pocos meses después de que se casaran. “No creo haber intentado nunca estar sola”, admite en referencia a sus desafortunadas elecciones de pareja.
“¿Quieres una copa, querido? ¿Apagamos ya la maquinita?”, le pregunta la actriz a Meryman una vez acabada su conversación. El alcohol fue una presencia constante en su vida, y a menudo excesiva. Las cintas perdidas termina con una sucesión de extractos de una entrevista que la actriz mantuvo en 1985 con el periodista Dominick Dunne, tras haber pasado un tiempo desintoxicándose en el Centro Betty Ford. Durante esos últimos compases, asimismo, Burstein intenta una reivindicación de los esfuerzos llevados a cabo por la actriz en la lucha contra el sida que contrasta de forma más llamativa de la deseable con todo el metraje que la precede, y que delata sus esfuerzos por completar su retrato con trazos especialmente favorecedores. Ese detalle, en cualquier caso, de ningún modo menoscaba el valor de la película. Durante décadas, la vida de Elizabeth Taylor fue un relato construido por hombres: los amantes que pasaron por ella, los directores que la convirtieron en objeto de deseo, los periodistas que que la adulaban un día y la humillaban el día después. Ahora, por fin, la oímos contarla con sus propias palabras.