Marisol fue un símbolo del franquismo, y definía el golpe de Estado de Franco como el “glorioso alzamiento nacional, con el que liberó nuestra patria”; Pepa Flores se declaró marxista-leninista y afirmó: “En el franquismo me robaron mi identidad”. Marisol abanderó una idea recatada de la feminidad, según la que el destino de la mujer era ser esposa, madre y ama de casa; Pepa Flores escribió canciones sobre el lesbianismo, la prostitución, el deseo femenino y la opresión consustancial al matrimonio. Marisol viajó a Hollywood para cantar Corre, corre caballito en plena Guerra Fría; Pepa Flores viajó a La Habana para protagonizar una boda de la que Fidel Castro fue padrino. Marisol se desvivía para contentar a sus miles de fans publicando canciones, protagonizando películas y siendo imagen de tebeos y hasta de su propia muñeca; Pepa Flores lleva casi cuatro décadas prácticamente retirada de la vida pública.
Marisol y Pepa Flores son lo mismo, o casi. Pepa es la persona que se fue construyendo a la sombra de Marisol, personaje e icono, y que en buena medida configuró su identidad a modo de reacción contra él. “Me pasé toda mi infancia cenando con señores mayores, oyéndoles hablar sobre mí, sobre las ganancias que podían sacar mientras yo permanecía como un mueble… no tuve más remedio que acomodarme al mundo de los adultos… y lo que terminó por turbarme fue el mundo de los niños; yo me veía, por contraste, como un pequeño monstruo”.
Así de clara habla ella misma al respecto –a través, eso sí, de una voz en off que recrea la suya propia– en Marisol, llámame Pepa, documental dirigido por Blanca Torres que esta semana llega a los cines y en el que esa narración basada en declaraciones atribuidas a su protagonista se mezcla con imágenes de archivo y con intervenciones de figuras del mundo de la cultura y la política como Enrique Cerezo, Elvira Lindo, Amaia Romero, Crstina Hoyos, Esperanza Aguirre y Cristina Almeida, entre otras. Su objetivo no es contar nada que no se sepa ya de la actriz y cantante sino, más bien, compendiar y ordenar lo que ya sabemos para arrojar cierta luz sobre una artista que sigue envuelta de misterio.
Actuando para Franco
“Mi nombre era Pepa Flores González, este fue mi nombre hasta que, a los 10 años, viajé a Madrid para actuar ante el Caudillo”, relata ella misma al principio de la película en alusión a un acto, la final del XIII Concurso de Coros y Danzas, que dio inicio a un mito y también a algo parecido a una tragedia. Entre quienes lo siguieron por televisión se encontraba el productor Manuel Goyanes, que corrió a hacerles firmar un contrato a los padres de la niña; entonces la instaló en su casa, la esculpió a su antojo –la rebautizó, le tiñó el pelo, le operó la nariz– y la puso a trabajar a destajo; la convirtió en fenómeno de masas pero, sobre todo, en una inversión que exprimir al máximo. “Durante una década estuve como secuestrada en aquella casa, destinada únicamente a ser su gran obra, intocable, y convertida en su negocio”, declararía ella años después. Entretanto, Marisol se convirtió rápidamente en embajadora del Régimen, de sus valores y su propaganda.
Con los años, a través de películas como La nueva cenicienta (1964) –en la que repetía la estrofa “me conformo con hacerte feliz”– o Las cuatro bodas de Marisol (1967) –ya con voz ronca a causa de las lesiones vocales causadas por el exceso de trabajo y el agotamiento–, se erigió en el tipo de mujer que franquismo quería. Cuando Goyanes comprendió que sus esfuerzos por mantenerla niña y por tanto lucrativa ya no eran útiles –durante un tiempo le vendó el pecho, y le prohibió tener romances de los que la prensa pudiera hacerse eco–, decidió casarla con su propio hijo, Carlos Goyanes, algo parecido a un hermano para ella.
Aquella truculenta unión, oficializada en una boda durante la que la novia fue la viva imagen de la desolación, duró los cuatro años que Marisol tardó en romper tanto con su marido como con su productor. Para entonces ya se había queda embarazada de su primera hija, María, fruto de su romance con Antonio Gades, bailarín antifranquista, comunista y seductor empedernido con el que tendría dos hijas más. Conocerlo puso su mundo patas arriba, y no solo porque a causa de ello tuviera que soportar que la llamaran “traidora”, “adúltera” y “puta” por la calles; de su mano, además, se aproximó a una España muy distinta a la que había alabado y promocionado de niña.
Empezó a aparecer públicamente exhibiendo una imagen de joven rebelde y liberada que chocaba con el sexismo imperante en la época. Viajó al festival de Cannes en 1973 e intentó meter un pie en un tipo de cine (“Sueño con ser Catherine Deneuve en Repulsión o Mia Farrow en La semilla del diablo, comentó entonces) que estaba prohibido en la España de la época, y a cambio rodó para Juan Antonio Bardem las olvidables intrigas La corrupción de Chris Miller (1973) y El poder del deseo (1975), esta última con alto contenido erótico.
“Ser simplemente una mujer”
Quizás presionada por Gades –a quien la periodista Nativel Preciado define en la película como “el típico genio masculino que lo abarca todo y espera que la mujer se quede en casa, a su lado, o un poco detrás”–, fue dejando de lado su trabajo. La pareja se retiró y encontró refugio a las afueras de Altea (Alicante), desde donde ella afirmó: “Quiero tener, por primera vez en mi vida, derecho a la intimidad; es lo que más deseo, ser simplemente una mujer y enterrar para siempre el mito”.
Es allí donde una mañana, mientras llevaba al colegio a su hija, se sorprendió al pasar por un quiosco cuya entrada estaba forrada con ejemplares de una portada hoy legendaria, la de la revista Interviú del 2 de septiembre de 1976, en la que ella aparecía desnuda pese no haber dado jamás su consentimiento para tal cosa. Tanto aquella foto como el resto de las incluídas en el reportaje –que el fotógrafo César Lucas había tomado en 1970 por encargo de Carlos Goyanes, que planeaba enseñárselas al cineasta Bernardo Bertolucci para convencerlo de que emparejara a su esposa con Alain Delon en una película– dejaron atónito a todo un país; la niña prodigio del franquismo se había convertido en emblema de la Transición.
“Lo de las fotos ha sido una traición, aunque lo peor ha sido ver a una serie de señores juzgándome desde una tribuna como si yo fuera solo un trozo de carne; me gustaría incluso que se olvidaran de mí, que se olviden como si no hubiera existido nunca”, se la oye decir en el documental acerca de los ofensivos artículos en su día publicados al respecto por escritores como Francisco Umbral (“Aquellos glúteos de niña malcriada paralizaron la democracia”) y Juan Marsé. La película, eso sí, no se hace eco de lagunas de las revelaciones que ella misma hizo tres años después –y que posteriormente desmintió– en la misma publicación: que se había intentado suicidar dos veces, y que había sido víctima de abusos sexuales desde los 8 años.
A partir de entonces vinculó su carrera estrechamente a proyectos de calado social. Publicó el disco Galería de perpetuas (1979), en el que reflexionaba sobre preocupaciones consustanciales al feminismo del momento, y protagonizó la miniserie Proceso a Mariana Pineda (1989) en la piel de la heroína del título, opositora del absolutismo de Fernando VII. Paralelamente vendió los premios que había recibido del régimen de Franco para ayudar económicamente al comunismo, se declaró “obrera de la cultura” y se manifestó en contra de la entrada en la OTAN al tiempo que declaraba que el de Felipe González era “un gobierno traidor” a la clase trabajadora.
Y, mientras hacía oídos sordos a quienes consideraban que sus posturas políticas o bien eran consecuencia del trauma que le había causado el franquismo o bien le eran impuestas por Gades –su marido desde 1982–, descubrió que el bailarín la engañaba. En parte a causa de la consiguiente ruptura, y poco después de presentar en el Festival de San Sebastián la que hasta la fecha es su última película, Caso cerrado (1985), decidió alejarse de los focos. Desde entonces apenas se ha dejado ver en público y, como Marisol, llámame Pepa también recuerda, no asistió a la gala de entrega de los premios Goya de 2020, durante la que se le hizo entrega de un galardón honorífico. Al recoger la estatua junto a sus dos hermanas en representación de su madre, la actriz María Esteve habló de “ese lugar de calma que has conseguido y tanto te ha costado” para referirse un espacio no tan físico como espiritual, al que Pepa Flores tuvo que desaparecer para encontrarse finalmente a sí misma, y desde el que optó por el silencio para escuchar el verdadero sonido de su propia voz.