Aunque lejos de ser una figura desconocida o ignorada, Catalina Parr, la sexta y última mujer de Enrique VIII de Inglaterra, ha sido siempre la menos querida por la gran pantalla. Cuando hay que elegir entre la única esposa que sobrevivió pacíficamente al vesánico monarca —capaz de provocar un cisma para conseguir su divorcio de Catalina de Aragón—, y las decapitadas Ana Bolena o Catalina Howard, el cine lo tiene claro, especialmente en el caso de la primera, quien fuera causa, precisamente, de la ruptura del rey con Roma.
Los motivos son obvios: pocas cosas más dramáticas que un romance que comienza causando una guerra civil y el nacimiento de la Iglesia Anglicana para terminar en el cadalso con un bello y regio cuello bajo el hacha del verdugo.
El cine reclama sangre. Drama. Incluso terror. Y eso es, más o menos, lo que La última reina ofrece sin demasiados miramientos con la Historia, basándose lejanamente en la popular novela de Elizabeth Freemantle El juego de la reina (Suma). En efecto, el director Karim Aïnouz ha puesto en sombrías imágenes tenebristas, con aires de Vermeer y Caravaggio, un drama de época al que ha querido dar cierto clima gótico.
Una agobiante atmósfera de thriller psicológico, hasta con algún toque de folk horror a la moda, que se va cerrando sobre la figura heroica, compleja y sufrida, convenientemente puesta al día y empoderada, de una Catalina Parr víctima de los abusos de Enrique VIII (Jude Law), paranoico, brutal, enfermo y abusivo, así como de los manejos del sector religioso conservador, dirigido por el Obispo Gardiner (Simon Russell Beale).
Alicia Vikander es esta Catalina Parr para el siglo XXI, apoyada solo en la sororidad de sus damas de compañía, sus hijastras y su amistad con la hereje protestante Anne Askew (Erin Doherty), rodeada de malignas presencias masculinas e incluso traicionada por aquellos hombres que comparten sus ideas, como los Seymour, tanto su enamorado Thomas (Sam Riley) como el hermano mayor de este, Edward (Eddie Marsan), que no dudarán en contribuir a su caída, para asegurarse el favor del rey. En definitiva: no hay un solo hombre bueno en toda la corte de los Tudor.
La última reina podría haber sido una interesante relectura mítica de la Historia, una especie de revisión del despotismo absoluto y nada ilustrado de Enrique VIII a la oscura luz de la leyenda de Barba Azul, aplicando a este siempre fascinante periodo histórico la mirada de una Angela Carter. Sin embargo, al final acaba convertida en un poco excitante Durmiendo con su enemigo de época, combinado con un plagio del famoso affaire del collar de la reina de Francia, al que tanto provecho sacara Dumas, cuyo peor defecto no es precisamente el aggiornamiento feminista de Catalina ni el clima claustrofóbico de suspense más o menos gótico, sino lo inverosímil y poco o nada convincente de su desarrollo y clímax.
Una mujer que rompió moldes
Catalina Parr ha sido, desde hace mucho, una de las monarcas consortes más estimadas del turbulento reinado de Enrique VIII. Partidaria de la Reforma, es cierto que se atrajo la enemistad del Obispo Gardiner y del Canciller Lord Wriothesley, que intentaron fuera rechazada por el rey y detenida por hereje. Sin éxito. Es cierto que fue la primera mujer inglesa en publicar no uno, sino dos libros de oraciones, rompiendo todos los moldes respecto al papel de una esposa (y no solo de una real esposa).
Es cierto que se distinguió por su piedad hacia los humildes, sus simpatías reformistas así como que demostró durante el breve periodo de su regencia notable inteligencia y astucia. Y es no menos cierto que gracias a ella Enrique VIII reconoció a su hijo y a las hijas de sus anteriores y desdichados matrimonios, que habrían de constituir su línea de sucesión.
Por todo esto y más, no era necesario que La última reina la convirtiera en la mártir atormentada que nunca fue, ni mucho menos (ojo: spoiler) en la vengadora implacable de esos planos casi finales, que evocan, quizá de forma nada casual, el lienzo Judith decapitando a Holofernes de Artemisia Gentileschi, pero que rebajan la película a una suerte de grotesco e inverosímil rape and revenge de qualité. No hacía falta demonizar a todos los hombres del Renacimiento, máxime cuando muerto Enrique, Catalina contrajo matrimonio con su amado Thomas Seymour.
Nada de esto último se encuentra en la novela de Elizabeth Fremantle, que si bien traza un retrato de la reina en términos, más o menos, de un cierto discurso feminista actualizado, se cuida de permanecer bastante más fiel a los hechos históricos conocidos. Que son muchos. ¿Había que llegar a estos extremos de empoderamiento femenino y vileza masculina por encima de la Historia y de la propia lógica del relato para recuperar la figura de Catalina Parr? El éxito de El juego de la reina demuestra que no.
Catalina Parr ya fue reinventada en la Era Victoriana por escritoras como la poetisa e historiadora Agnes Strickland, en sus populares Lives of the Queens of England (1840-1848). Allí, la describió más como una enfermera para Enrique VIII que como su compañera de lecho, al gusto moralista y sentimental de la época. Hoy, La última reina nos la presenta como una radical, una revolucionaria y hasta como una regicida, capaz de sacar muchas fuerzas de una evidente flaqueza (física e histórica) para poner punto final al reinado de terror de Barba Azul, erigiéndose en vengadora de sus esposas repudiadas, violadas y ejecutadas, así como de la hereje Anne Askew.
Se ha perdido así, quizás, la oportunidad de mostrar realmente al espectador actual el importante papel que jugara la culta, ambiciosa e inteligente Catalina Parr en la historia de la emancipación de la mujer, la libertad de culto y el progreso femenino, reconocido y alabado por autoras e historiadoras como Lady Antonia Fraser, Allison Plowden o la feminista Karen Lindsey, entre otras. Y lo peor: sin que por ello hayamos ganado a cambio una gran película.