Desde que llegó a convertirse en la actriz más importante de Hollywood durante la décadas de los 90, Demi Moore pasó años sometida al más despiadado de los escrutinios por parte de la prensa, constantemente dispuesta a escudriñar, prejuzgar y despellejar sus películas, su trabajo y su vida personal; así fue hasta que, en cuanto la intérprete llegó a cierta edad, la industria y los medios decidieron que ya no les interesaba.
Dicho de otro modo, Moore está íntimamente familiarizada tanto con los imposibles estándares de belleza a los que las mujeres deben enfrentarse como con el desdén que sufren al dejar atrás la juventud, y por eso es lógico que la francesa Coralie Fargeat la escogiera como protagonista de su segundo largometraje, La sustancia, sin duda una de las películas de 2024. Pero la elección, ojo, no es acertada solo por lo que tiene de simbólica, y para demostrarlo no hace falta más que la escena más demoledora de su metraje: mientras se prepara para la que será su primera cita en mucho tiempo, su personaje contempla con un gesto de desolación absoluta el reflejo que le devuelve el espejo del baño, y el dolor dibujado en el rostro de Moore se basta para ilustrar todo cuanto La sustancia tiene que decir sobre nuestra obsesión por la imagen externa, el miedo a envejecer, la misoginia institucionalizada y cómo la industria del entretenimiento traumatiza a las mujeres hasta empujarlas a hacerse cosas terribles a sí mismas con el fin de seguir siendo aceptadas. Esa mirada es, posiblemente, también el momento más sutil de una película que se hace fuerte en el terreno del exceso, y de allí obtiene su hilaridad y su capacidad única para epatar.
Una deslumbrante secuencia inicial nos muestra, en el transcurso de tan solo unos segundos de película, cómo una de las estrellas embaldosadas en el Paseo de la Fama de Hollywood va dejando de ser rutilante y celebrada para convertirse en algo agrietado e ignorado, en perfecta sincronía con el recorrido profesional de la mujer a quien honra. Elizabeth Sparkle (Moore) fue una celebridad aclamada y multipremiada, pero al principio de La sustancia su popularidad no le sirve para más que ganarse la vida como presentadora de un programa televisivo de aeróbic. Y unas escenas después, tras cumplir los 50, es fulminantemente despedida.
Desesperada, recurre a una misteriosa droga que promete proporcionar a quienes la usan una versión mejorada de sí mismos, lo que provoca que una ‘alter ego’ más joven y hermosa (Margaret Qualley) le emerja de la espalda como un polluelo que sale del huevo. Por supuesto, la convivencia entre ambas llegará a ser insoportable, y de la forma más grotesca y repulsiva imaginable.
Especialmente durante sus primeros compases, La sustancia saca el máximo partido expresivo a un estilo visual hortera y chillón que ilustra a la perfección la superficialidad del show business, y se toma su tiempo recreándose en la contemplación de nalgas femeninas en movimiento tanto con el fin de demostrar el atractivo de la juventud y la belleza física como con el de parodiar la babeante mirada masculina. Gradualmente, eso sí, la deformidad física, reflejo del resquebrajamiento psicológico, se va adueñando del relato. A medida que las imágenes de espaldas partidas por la mitad de las que surgen brazos, agujas que perforan forúnculos purulentos y partes anatómicas podridas desfilan por la pantalla a menudo combinadas con sonidos de huesos que crujen y se quiebran, se hace inevitable pensar en La mosca, de David Cronenberg, La cosa, de John Carpenter, Society, de Brian Yuzna, y obras señeras de ese subgénero conocido como terror corporal con el que Fargeat confiesa sentirse tan en deuda, y la película luce orgullosa la influencia de esos y otros referentes mientras se convierte en puro cine de monstruos, algo lógico si consideramos que transcurre en un mundo donde las mujeres de cierta edad son tratadas como criaturas aberrantes.
Que la industria del entretenimiento, la médica y la de los cosméticos se nutren económicamente de fetichizar el cuerpo femenino es una realidad de sobras conocida que, a decir verdad, La sustancia solo se molesta en explorar de la forma más superficial y reiterativa. Si a pesar de ello logra resultar absorbente durante todos y cada uno de sus 140 minutos es en parte por su capacidad única para dejar al espectador boquiabierto y en parte gracias a las dos excepcionales interpretaciones que ocupan su centro pero más concretamente a la de Moore, quizás la mejor de todas las que ha ofrecido hasta la fecha. Ya sea mirando con desprecio su propio reflejo o chillando de rabia e impotencia mientras su cuerpo degenera en algo pavoroso, la actriz es el cautivador músculo cardíaco de una película que bombea sangre y vísceras inexplicables en todas direcciones.