‘La chica de la aguja’, un cuento de hadas macabro y devastador

Este filme implacable retrata la marginación femenina y la brutalidad de una sociedad indiferente. Con una atmósfera opresiva y actuaciones impecables, explora la autonomía, la violencia y las pocas opciones de las mujeres en un mundo hostil

Vic Carmen Sonne en el papel de Karoline en La chica de la aguja GQ

“El mundo es un lugar horrible”, sentencia alguien en un momento de La chica de la aguja, y la película dedica buena parte del resto de su metraje a demostrar cuánta verdad hay en esas palabras. Reciente nominada al Oscar en la categoría de Mejor Película Internacional, la nueva ficción del danés Magnus Van Horn es una obra implacablemente sombría, y un recordatorio de la marginación a la que han sido sometidas durante generaciones las mujeres situadas a la cola de la escala económica. Aunque está basada en la historia real de una asesina en serie, funciona a la manera de un cuento de hadas para adultos -o del producto de una unión imposible entre el cine de Mike Leigh y el de David Lynch, habitado por brujas y seres aberrantes pero en el que el verdadero monstruo es la sociedad misma-.

Transcurre en Dinamarca a finales de la Primera Guerra Mundial, y retrata ese escenario más como una pesadilla de la que es imposible despertar que como un lugar tangible que existió en nuestra realidad o en cualquier otra; un laberinto de cuartuchos sin luz y callejones estrechos cubiertos de mugre en el que imperan la crueldad, la locura y un absoluto desprecio por la vida humana. Su fotografía en blanco y negro, pues, está plenamente justificada, porque esta es una historia en la que el color no tiene cabida. Su presencia podría diluir la desolación de las vidas que retrata.

"La chica de la aguja" (2024), de Magnus von Horn

“La chica de la aguja” (2024), de Magnus von Horn

Su protagonista es Karoline (Vic Carmen Sonne), una costurera que trabaja en una fábrica textil de Copenhague y que, al principio del relato, se encuentra al borde de la pobreza y a punto de ser desalojada de su minúsculo apartamento por impago del alquiler. Tras solicitar un aumento de sueldo, la joven inicia una aventura amorosa con el adinerado dueño de la empresa, pero sus sueños de una vida opulenta se rompen cuando, tras quedarse embarazada, es repudiada por la madre de su amante; entretanto, Karoline ha rechazado a su esposo, recién llegado de la guerra luciendo una máscara aterradora que oculta su deformidad facial.

Ese primer acto funciona sobre todo como contexto necesario para el desarrollo del segundo, más barroco y desgarrador. Despedida de la fábrica, absolutamente pobre y sola, la mujer no ve otra solución a sus problemas que abortar usando el objeto que da título a la película; lo único que le impide hacerlo es la intervención de Dagmar (Trine Dyrlhom), que dirige una agencia ilegal de adopción camuflada tras una tienda de golosinas y se ofrece a encontrarle un hogar al bebé. No sería sensato contar más.

La relación que Karoline y Dagmar establecen se basa en el conocimiento compartido del sufrimiento que ser mujer de cierta clase conlleva, y la película resulta tan absorbente por cómo contempla el vínculo en permanente transformación entre ambos personajes como por sus sucesivos cambios de género, de la crónica social al melodrama al cine de terror. Para ello cuenta con la contribución de dos trabajos actorales impecables. Vic Carmen Sonne enfatiza la ingenuidad infantil de Karoline pero también la dota de un estoicismo que la hace admirable a pesar de sus fallas; en la piel de Dagmar, Trine Dyrlhom es a la vez carismática y despiadada, claramente una mujer marcada por sus propias experiencias cuyo agradable rostro de matrona resulta ser un disfraz tras el que esconder su bestialidad.

La chica de la aguja, de Magnus von Horn

La chica de la aguja, de Magnus von Horn

Sin duda, la gran baza de la película está en su preocupación por la autonomía femenina, las responsabilidades que la maternidad acarrea y las limitadas opciones de las mujeres a la hora de enfrentarse a embarazos no deseados; todo ellos son temas de candente actualidad, y para explorarlos presenta un mundo en el que casi todos los personajes masculinos son débiles, depredadores o repugnantes, y en el que la única opción real de una mujer es sufrir las acciones erráticas de los hombres y la violenta indiferencia del gobierno. Es un entorno literalmente asfixiante. Casi cada fotograma de La chica de la aguja exuda amenaza, y en su avance la película alcanza niveles extraordinarios de brutalidad.

Si a pesar de ello no llega a caer en el miserabilismo más vacuo es en buena medida gracias a su capacidad para identificar la dimensión moral y espiritual de los actos de violencia que presenta. En última instancia, además, para contar ciertas historias y plantear ciertas preguntas -¿Cómo es posible vivir tras haber sido cómplice en atrocidades? ¿Qué tipo de justificaciones y penitencias son necesarias para ello?-, la moderación y el decoro no sirven de nada.

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