Keira Knightley ha pasado una parte tan sustancial de su carrera protagonizando dramas de época extremadamente serios –Expiación (2007), The Imitation Game (2014), El día que vendrá (2019)- que se hace fácil olvidar que en su día se dio a conocer gracias a actuaciones más desenfadadas en ficciones más vocacionalmente ligeras, como Quiero ser como Beckham (2002) y las primeras entregas de la saga Piratas del Caribe. Y la interpretación que la actriz ofrece en Palomas negras, la mejor que ofrece en mucho tiempo, pertenece a ese segundo grupo por mucho que la premisa argumental de la nueva serie se empeñe en sugerir lo contrario. Recién estrenada en Netflix, es una intriga protagonizada por espías y una reflexión sobre las secuelas que causa vivir permanentemente en peligro, pero también funciona a modo de exploración satírica de las convenciones del género y, sorpresa, un colorido relato navideño cuyas escenas, además de persecuciones y asesinatos, incluyen funciones escolares de temática religiosa, hilos musicales de villancicos, y regalos apilados a los pies de árboles llenos de luces. La mezcla quizá no debería funcionar. Funciona.
El personaje protagonizado por Knightley es Helen Webb, que en apariencia es la mujer que todo político desearía tener a su lado. Increíblemente elegante y jovial, atiende con tanta soltura y tanta eficacia todas las necesidades del hogar y de sus dos hijos mientras su marido ejerce de Secretario de Defensa de Gran Bretaña que lo hace parecer fácil. Pero las personas tan perfectas no existen, y pronto descubrimos que Helen también es miembro de una organización secreta de asesinos a sueldo conocida como las Palomas Negras dedicada a recopilar información confidencial y venderla al mejor postor, y que ha pasado la última década de su vida extrayéndole valiosos secretos a su esposo a medida que este ascendía posiciones en el seno del gobierno inglés. Cuando la serie nos la presenta, Helen acaba de descubrir que el funcionario público con el que llevaba tres meses teniendo una aventura amorosa ha sido asesinado a tiros y que ella misma está en peligro, por lo que su viejo amigo Sam (Ben Whishaw) -un matón infalible- aparece en escena para protegerla. Llegado el momento, ambos se ven empujados al centro de una conspiración multinacional que involucra a un diplomático chino recientemente fallecido y a su hija secuestrada, un clan local de mafiosos, el Primer Ministro británico y varias agencias gubernamentales que amenazan con ir a la guerra.
Igual que Helen, decimos, Palomas negras combina con fluidez dos identidades contrastadas. A ratos, contempla a Helen y Sam zambulléndose en el Támesis mientras huyen de explosiones, aniquilando a docenas de sicarios en clubes nocturnos, luchando cuerpo a cuerpo con cuchillos en la mano y recibiendo salpicaduras de sangre y sesos en la cara casi sin inmutarse, y entretanto retrata una versión de Londres en la que los tiroteos ocurren en cada esquina mientras los ciudadanos de a pie van a lo suyo; durante el resto de su tiempo en pantalla, en cambio, ofrece una sucesión de conversaciones en las que ambos se explican mutuamente sus sentimientos acerca de las personas a las que quieren y a las que han tenido que renunciar a causa del trabajo. Y mientras, gracias al buen hacer de los directores Alex Gabassi y Lisa Gunning -y del creador de la serie, Joe Barton-, el ritmo narrativo nunca decae. Es en esas escenas más intimistas, y en otras que derrochan humor negro al tiempo que retratan los esfuerzos que esos dos criminales -porque eso es lo que son, al fin y al cabo- invierten en hacerse pasar por gente respetable, que Palomas negras brilla especialmente. El estrecho vínculo que Helen y Sam comparten no se cimenta en la tensión sexual sino en el trauma, la eficacia profesional y la capacidad de sus respectivas personalidades -a un lado, la fiereza latente de ella; al otro, la atormentada resignación de él- para complementarse.
Como probablemente estas líneas ya habrán dejado claro, nada de lo que ofrece Palomas negras es particularmente novedoso; no hace nada que no hicieran ya películas y series sobre el mundo del espionaje. Pero el caso es que hace excepcionalmente bien lo que hace: contiene secuencias de acción imponentes y suficientes giros argumentales como para causar mareos, resulta impredecible prácticamente hasta su escena final y, hasta llegar a ella, sus actores se aseguran de que prácticamente todos los personajes sean una compañía interesante. Y entre ellos destaca Knightley, cuyo rostro exquisitamente angular logra expresar ternura y amenaza con igual precisión, en ocasiones de forma simultánea.