La figura de Franz Kafka, que evade de largo lo puramente literario para infiltrarse en el caudal que riega la cultura universal a través del concepto de lo kafkiano, presenta en estos tiempos numerosos desafíos. Y el menor no es el de contrastar, contextualizar e interpretar correctamente su compleja relación con la mujer. Ya sea dentro de su obra como en su propia vida, tan difíciles de separar.
Pocos autores nos han dejado tantos testimonios de sus ideas, sentimientos y reflexiones sobre la existencia y la creación artística e intelectual como Kafka. Como todos los grandes solitarios, aunque quizá no lo fuera tanto como nos gusta creer, el autor de El castillo, América y La metamorfosis disfrutó y sufrió escribiendo incontables cartas a sus amigos, amantes y parejas. Así como también diarios, cuadernos y apuntes personales. A través de este valioso material, la mayoría de sus biógrafos y exegetas nos han ofrecido una imagen del escritor un tanto siniestra y misógina, al borde casi de la anormalidad o la perversión sexual.
Su mejor amigo y principal transmisor de su legado, Max Brod, fue el primero en retratar el miedo y la aversión que Kafka sentía por el sexo o, mejor dicho, por el contacto físico. Aunque a menudo acompañaba a su colega por los distritos de Praga donde se concentraban burdeles y prostitutas, prefería dedicarse a mirar antes que a participar. La fantasía del encuentro sexual era para él superior a su realización.
Pero no faltaron mujeres en su corta e intensa existencia: Felice Bauer, a quien escribiría más de quinientas cartas y con quien estuvo a punto de casarse —para Elias Canetti fue el miedo a este compromiso el que le inspiraría El proceso—; Julie Worhyzek, con la que vivió un breve pero tórrido romance (al menos, todo lo tórrido que el escritor se permitía); Milena Jesenska, que se convertiría después en musa de la izquierda intelectual checa y víctima de los nazis; y, finalmente, Dora Diamant, que le acompañaría hasta su prematura muerte, el tres de junio de 1924, contagiándole antes su pasión sionista y su sueño de abrir un restaurante en Palestina.
A todas ellas las amó, poco o mucho. Con varias mantuvo relaciones sexuales y todas fueron rechazadas por su severo padre. De todas huyó más pronto que tarde, poniendo distancia ante la amenaza del compromiso, amparándose en su enfermedad. Como explica el experto Jonathan Allen: “La evidencia y la certeza de la mortal tuberculosis no sería sino un factor más en esta biografía amorosa infeliz; el colofón que sellaría su soltería” (Franz Kafka. Ética, estética e influencia. Ediciones Idea, 2022).
¿Misógino y homosexual?
Esta peculiar vida erótica, real e imaginaria, no siempre una y la misma, proyecta grotescas sombras sobre la identidad sexual de Kafka. Para unos, su miedo al compromiso y la misoginia que reflejan algunos de sus personajes femeninos son prueba de una homosexualidad latente o escondida. Para otros, estamos ante una suerte de “mujeriego” tímido, por contradictorio que parezca, con tendencia a una personalidad “abandónica”.
Pero hay una cuestión que no se debe olvidar: la primacía que Kafka otorgaba a su trabajo, a la escritura, que le hacía detestar todo aquello que le distraía o alejaba de este. Por más que ansiara los placeres de la carne o la presencia femenina en su vida, le atormentaba el conflicto inevitable de elegir entre amor y creación. Siempre eligió lo segundo.
La complejidad de Kafka y de su obra debería prevenirnos para no caer en fáciles descalificaciones. Aunque sus personajes femeninos han sido a menudo tipificados en mayor o menor medida como “rameras”, conviene recordar el afecto y respeto que profesaba el autor hacia las prostitutas. Su miedo al contacto sexual, afirma uno de sus mejores biógrafos, Reiner Stach, no tiene tanto que ver con oscuras motivaciones psicológicas como con las enfermedades venéreas o el riesgo de embarazo no deseado, habituales en su tiempo. Que su obra ofrezca ejemplos de fantasías homoeróticas, bisexuales, sádicas o masoquistas, siendo precursor como lo fue del Surrealismo, es lógico y no implica que él mismo fuera ninguna de estas cosas.
Por otro lado, las mujeres con quienes mantuvo relaciones fueron casi todas modelo de modernidad y emancipación. Pese a su timidez, se sintió atraído por caracteres fuertes e independientes. No es extraño que sean también escritoras como Joyce Carol Oates, Silvina Ocampo, Angela Carter, Anna Kavan, Doris Lessing o Anna Starobinets, exploradoras de los rincones más oscuros y tortuosos de la experiencia humana, quienes hayan recogido el legado de Kafka, a través de su mirada singular. Ellas son también verdaderas “mujeres kafkianas”, en el mejor sentido del término.