Aclamada por crítica y buena parte del público, ha llegado a nuestras pantallas Wicked, la película que adapta solo la primera parte del musical de Broadway —siguiendo el ejemplo de El Hobbit de Peter Jackson o de los últimos filmes de Harry Potter—, inspirado en el best-seller de Gregory Maguire, publicado en 1995 y primero de su serie de revisiones adultas del universo fantástico del clásico de L. Frank Baum, El mago de Oz (1900), popular gracias al mítico film de 1939. En esencia, tanto libro como musical y película, cuentan la historia de la amistad entre Glinda, la Bruja Buena, y Elphaba, futura Bruja Mala del Oeste, y el cómo y por qué de que la segunda acabe por convertirse, al menos en teoría, precisamente en “malvada”.
Parábola poco o nada disimulada contra la xenofobia y el machismo, musical y película reducen notable pero comprensiblemente las complejidades del libro (toda una tragedia), para centrarse en una historia de sororidad, marginación y racismo con final feliz. Es la piel verde de Elphaba (interpretada por la actriz y cantante británica negra Cynthia Erivo, en un alarde de sutileza), la que provoca el rechazo de sus crueles compañeros de escuela. Cuando por fin se reúne con su idolatrado Mago de Oz, este y Madame Morrible, la engañan y utilizan para sus propios malvados fines, contra los que se rebelará, ganándose irónicamente el sobrenombre de Bruja Mala del Oeste.
En realidad, Elphaba no solo no es malvada, sino heroica. Sin dejarse arredrar por el desprecio, los insultos, la persecución o la traición, luchará contra quienes quieren obligarla a que cambie el color de su piel, además de querer utilizar sus poderes para destruir la naturaleza del reino, sojuzgando a sus mágicos animales. Así, hasta iniciar finalmente una auténtica revolución contra el tirano de Oz.
La Bruja Mala del Oeste es una más de las varias villanas en general y brujas malas en particular de los cuentos clásicos que han sido víctimas, en las últimas décadas, de un proceso de transvaloración moral y cultural, destinado a cuestionar, condenar y sustituir sus viejos arquetipos machistas (heteropatriarcales, pero también clasistas, capitalistas, fascistas, etcétera) por el nuevo modelo progresista, inclusivo, feminista y liberal. Enmarcado todo dentro de lo que los anglosajones (y por ende ahora todos nosotros) denominan retelling, es decir: un recontar de las historias fantásticas infantiles y juveniles tradicionales, invirtiendo los papeles (que es lo que significa en buen castellano “invertir los roles”, ¿recuerdan?) no menos tradicionalmente asignados en ellos a hombres y mujeres, niños y niñas, nobles y campesinos, monstruos y magos, héroes y villanos.
Como cantara proféticamente Paco Ibáñez en el Olympia de París, en 1969, siguiendo el poema de José Agustín Goytisolo: “Érase una vez un lobito bueno al que maltrataban todos los corderos”. Corrían tiempos de dictadura en España, de revolución estudiantil en París, de nuevos paradigmas sociales que enfrentar al imperialismo y capitalismo estadounidenses que apoyaban militarmente los totalitarismos en Latinoamérica y convertían Vietnam en un matadero. Parecía apropiado, justo y necesario soñar “un mundo al revés”, con príncipes malos, brujas hermosas y piratas honrados.
Luego vendría el pedagogo colombiano Hugo Cerda a intentar deconstruir ideológicamente con afán marxista y materialista histórico, no exento de moralidad judeocristiana, los cuentos clásicos, para denunciarlos como vehículo de propaganda y lavado de cerebro infantil, con su libro Ideología y cuentos de hadas (Akal, 1985). No le faltaba razón… Ni le sobraba. Su visión de corto alcance y sesgo ideológico evidente obviaba las lecturas psicoanalíticas, mitológicas, religiosas y culturales de Bruno Bettelheim, Joseph Campbell, Katharine Mary Briggs, Mircea Eliade, Otto Rank, Angela Carter, Chesterton, Tolkien, Yeats, C. S. Lewis y muchos y muchas más.
Hoy, con Wicked triunfando en las pantallas, tras haberlo hecho en librerías y teatros de todo el mundo, tendríamos que alegrarnos de que, por fin, el soñado “mundo al revés” se haya hecho realidad. Maléfica (2014) y Maléfica: Maestra del mal (2019) reivindicaron eficazmente a la bruja de La bella durmiente, encarnada por Angelina Jolie en modo ecoterrorista; Cruella (2021), reconvirtió a la sádica Cruella de Vil en heroína punk, con todo el derecho del mundo a vengarse de sus enemigos (generalmente masculinos), a imagen y semejanza de la Harley Quinn de Aves de presa (2020), histérica Margot Robbie pocos años antes de transformarse en la Barbie (2023) ideal. Tim Burton convirtió a la inquisitiva, ingeniosa pero a menudo indefensa Alicia de Carroll en superheroína empoderada en sus mediocres Alicia en el País de las Maravillas (2010) y Alicia a través del espejo (2016).
Antes, sufrieron también profunda revisión algunos héroes y arquetipos masculinos, como el Peter Pan de Barrie, obligado en la infame Hook (1991) a convertirse en adulto para asumir sus responsabilidades, mientras su creador se revolvía en la tumba, intentando volver de Nunca Jamás para ajustar las cuentas a Spielberg. Esto, limitándonos al cine. La literatura, las series, los cómics y hasta los videojuegos han ido hasta el infinito y más allá, siguiendo la senda abierta por la brillante Shrek (2001) que, al menos, tuvo suficiente ingenio y valor para construir su propia mitología inversa con sentido del humor e ironía, que, por desgracia, no han cundido después. Mucho daño hizo aquel ogro bueno que, por cierto, no pudo casarse con una princesa humana… al menos sin convertirla antes en ogresa. Ni matrimonio interracial ni interclases: todo debe cambiar, para seguir igual.
Parece que el lobito bueno ha triunfado al fin. Las brujas malvadas se nos han descubierto como víctimas del machismo, el racismo, el patriarcado y el clasismo, así como adalides del medio ambiente, el empoderamiento femenino, los derechos LGTBI+ y la sensibilidad New Age del milenio de la mujer. Pero algo no cuadra. Si miramos a nuestro alrededor, esto no se parece demasiado al “mundo al revés” de Goytisolo y Paco Ibáñez. Ni siquiera al sueño social del profesor Cerda, libre de malignas manipulaciones reaccionarias a través de los cuentos de hadas. Se parece más bien a su versión en clave de pesadilla: ultracapitalista, puritana y no menos homilética que la de pasados recontares (o retellings) moralistas, conservadores y didácticos.
Las brujas ya no son malas. Pero están perdiendo también su capacidad para hechizarnos, su magia. Si como decía el sabio “una película vale lo que vale su villano”, ¿no está perdiendo la mujer el derecho a ser mala, mala de verdad, y caernos bien por ello? ¿Por qué sigo prefiriendo a la Glenn Close de 101 dálmatas (1996) a la Emma Stone de Cruella? ¿No se estará negando a la mujer la posibilidad del Mal? ¿De elegir? ¿Del libre albedrío en la ficción y, quizás, en la realidad?
Si fuimos niños y niñas que odiamos a Marcelino con su pan y con su vino, a la sacrificada y cursi Heidi, que preferimos siempre a Darth Vader antes a que al soso Skywalker… ¿Tenemos ahora que renunciar a Maléfica, Madame Mim, Campanilla, la Reina Malvada de Blancanieves, a la señorita Rottenmeyer o a la Ursula de La sirenita pese a que sin ellas sus cuentos y películas serían aburridos y deslucidos? Quizá no se trate nada más que de otro espejismo, con el que un nuevo Mago de Oz, tan misógino, falaz y tiránico como el de antaño, está engañando a todos, todas y todes. Mientras, no dejen de comprar el merchandising de Wicked, la Barbie de este año.