Me encuentro con Marta Cerezales Laforet en el Hotel Real de Santander, un hermoso edificio victoriano de principio del siglo pasado. Aquí nos conocimos este mes de mayo cuando Marta se me acercó al finalizar la presentación de mi última novela. Yo había pronunciado esta frase: “a veces una nunca se recupera de un éxito”; “lo mismo le sucedió a mi madre después de escribir Nada”, me dijo. Sí, era la hija de Carmen Laforet, Marta, su primogénita. Amante también de la lectura y de las letras, aunque me confiesa que es la única de sus hermanos que no escribe, pero sí traduce. Estudió filología francesa y es viajera, como lo era su madre, ha vivido en Canadá, Budapest, donde fue agregada de educación en la Embajada de España, y en Rabat, asesora también de educación.
Nos sentamos en una mesa de la terraza, frente a nosotras se extiende la bahía, es un lugar mágico que te transporta a otra época. Al igual que la ciudad con la iniciamos nuestra charla: Tánger, un territorio conocido para las dos. Su padre, Manuel Cerezales, fue director del periódico España de Tánger.
¿Os llegasteis a mudar allí?
No. Yo iba con mis hermanos en verano, los tres meses. Recuerdo la luz y la gente de la ciudad, los niños corriendo por la medina, pensaba que eran mucho más libres que nosotros.
La libertad era muy importante para ella
Tu recuerdo me lleva a una anécdota que he leído sobre tu madre: siendo muy niña, en Canarias, mientras paseaba de la mano de tu abuela, le preguntó cuándo podría salir sola a la calle. La respuesta le sorprendió mucho: cuanto más mayor seas con más gente tendrás que ir.
Luego su madre murió cuando tenía unos trece años. Y tuvo una madrastra que parecía de cuento. Pero la libertad era muy importante para ella.
¿Le gustaba también Tánger?
Muchísimo. Conoció a muchos españoles que luego veía también en Madrid, entre ellos Emilio Sanz de Soto, cuya correspondencia se ha publicado hace poco. Pero mi madre era una mujer que en diez años tuvo cinco hijos. En una entrevista que le hicieron cuando publicó La isla y los demonios le preguntaron: ¿cómo ha tardado usted tanto en escribir una segunda novela? Y ella contestó: “tengo 31 años, he escrito dos novelas largas, siete novelas cortas, varios cuentos, artículos de periódico y he tenido cuatro hijos, otros a mi edad aún no han empezado”.
Y la primera de esas novelas largas, Nada, había alcanzado un gran éxito al ganar la primera edición del premio Nadal.
Sí, la revista Destino lo convocó para recordar a Eugenio Nadal. Yo digo a veces, el premio Nadal hizo muy conocida a mi madre, pero ella también hizo muy conocido al premio Nadal.
¿Cómo fue el proceso de presentarse al premio?
Una amiga suya le dio a leer la novela a mi padre que tenía una editorial pequeña de historia, porque era sobre todo periodista. A él le gustó mucho así que le dijo a mi madre: ahora hay un premio nuevo en Barcelona, mándala, que si no te dan el premio a lo mejor te la publican y si no es así yo te busco una editorial.
La amiga a la que te refieres era Linka, ¿verdad? En quién se inspiró tu madre para escribir el personaje de Ena, en Nada.
Ella presentó a mis padres. Entonces mi madre mandó el manuscrito al premio lleno de sellos porque tenía miedo de que no llegara. Ya había otro escritor que estaba dándoselas de que había ganado el premio Nadal.
“Gracias a la chica rara de Nada, muchas novelistas se pusieron a escribir”
¿Cómo fueron las críticas que recibió por la novela y cómo las vivió?
Era una época donde había mucho machismo. Cela era censor de la revista Ínsula, y para que se pudiera publicar él tenía que dar permiso. Una vez había un relato de Carmen Laforet en la última página y para publicar la revista tuvieron que quitarlo porque no quería que se diera importancia a mi madre. Mucha gente, después de la guerra, decía que las dos mejores novelas eran La familia de Pascual Duarte y Nada de Carmen Laforet, y yo creo que a Cela eso le daba rabia. Ella era una chica joven, desconocida, que hacía una novela muy distinta, como decía Carmen Martín Gaite: “gracias a la chica rara de Nada, muchas novelistas se pusieron a escribir”.
Pero también tuvo críticas muy buenas como la que le hizo Juan Ramón Jiménez en una carta muy larga que le decía: “le agradezco la belleza tan humana de su libro”. Y las de Azorín o Ramón J. Sender, con quien mantuvo luego una correspondencia.
En aquella época, para la publicación de la novela era necesario que pasara la censura, He leído que un censor escribió: “es una novela en la que no sucede absolutamente nada, se puede publicar”.
Eso decían. Una chica joven va a estudiar a Barcelona y no pasa nada, se puede publicar. Y yo me pregunto si actuó así porque él en verdad pensaba eso o para que se pudiera publicar. Mi madre no tomaba partido directamente, si no que contaba cómo estaba todo en la postguerra, las familias, el hambre.
¿Qué prefiere usted, sus libros o sus hijos? Eso a un hombre no se lo preguntan.
¿Hubo un momento que dejó de conceder entrevistas y comenzó a hablarse del silencio de Carmen Laforet?
Todo lo que se decía y le preguntaban le creaba inseguridades. No quería que hablaran de ella en periódicos, lo había pasado mal con todo lo que se dijo. En una entrevista le preguntaron: ¿Qué prefiere usted, sus libros o sus hijos? Eso a un hombre no se lo preguntan. Lo que le gustaba era estar con amigos y con su familia, no en los clubes literarios. Recuerdo que llamaban por teléfono y decíamos que no estaba. Pero seguía escribiendo. Decía que cuando se es escritor se escribe siempre, incluso aunque no escribas. Yo recuerdo que pasó un par de años en mi casa, en Santander, y les daba a mis hijos hojas tachadas para que dibujaran. Trabajaba en algo que se llamaba El gineceo, sobre mujeres, luego no lo publicó.
¿Ella escribió artículos que podrían ser calificados de feministas en la revista Destino bajo el título Puntos de vista de una mujer?
Dijo que iba a hablar de mujeres, pero no de lo que se esperaba que hablara en esa época una mujer: de cocina y demás.
¿Cuál es el primer recuerdo que tienes de tu madre?
Tengo de más pequeña, pero recuerdo que una vez en el colegio una profesora me cogió de la mano y le dijo a otra: “esta es la niña de la escritora” y yo contesté: “no, mi madre no es escritora, es nadadora”. Yo creía que el premio Nadal era de natación, como le gustaba tanto nadar cuando íbamos a la playa, y la novela se titulaba Nada. Me parecía más importante ser nadadora que escritora.
¿La recuerdas escribiendo?
Claro. Vivíamos en un piso de la calle O´donell que hacía un ángulo y ahí estábamos nosotros con el cuarto de juguetes, y luego estaba el despacho de mi padre y el despacho de mi madre.
Tenía entonces su habitación propia, como en el ensayo de Virgina Woolf. ¿Y durante la escritura de Nada? ¿Le dio su tía, Carmen Díaz, si no una habitación sí una mesa propia, en su casa de Madrid?
Así fue. Era la hermana de mi abuela. De pequeños íbamos mucho a su casa porque mi madre le tenía mucho cariño.
Se ha especulado mucho sobre si Nada es una novela autobiográfica. Incluso alguna crítica dijo que una mujer solo puede escribir sobre lo que le sucede. ¿Qué opinaba ella?
Mi madre decía que autobiográfica no era. Pero que sí recogía algunas de sus experiencias de esos años. Nació en Barcelona y sus abuelos vivían en la calle Aribau, luego se fue a Las Palmas y allí vivió hasta que regresó a Barcelona a estudiar con dieciocho años. Fue a vivir a casa de mis abuelos y estaban también mis dos tíos. El personaje de Angustias, por ejemplo, yo creo que era la que llamábamos nosotros la tía Encarnación. Angustias, en la novela, se hace monja. Como mi tía que estaba en Madrid, en un colegio.
¿Se sintió identificada la familia de su padre con los protagonistas de Nada?
Algunos sí, menos la tía Angustias.
Parte de la biografía de tu madre, se construye a través de la correspondencia que mantuvo con otros escritores y periodistas que fueron sus amigos.
Había dos palabras que eran muy importantes para mi madre: amistad y libertad. En un artículo muy bonito que se llama Carmen Laforet y la amistad, escrito por Roberta Johnson, una profesora de español en EEUU, cuenta que escribió a Destino porque quería hacerle una entrevista a mi madre, y ella aceptó, aunque no quería entrevistas. Roberta cuenta que lo primero que hizo mi madre fue decirle: “me parece bien que me pregunte cosas, pero yo también voy a preguntar”. La entrevista se convirtió en una conversación y se hicieron amigas.
¿Y con Elena Fortún?
Solo se vieron dos veces. Se llevaban treinta cinco años de diferencia. Cuando mi madre ganó el Nadal, alguien le dio la dirección de Elena Fortún, que por entonces vivía en Buenos Aires, y le escribió diciéndole que ella se había hecho escritora después de leer los libros de Celia. Cuando los leía, tenía conversaciones no con Celia si no con la escritora. Entonces Elena Fortún le contestó y empezaron a escribirse.
¿Os hablaba de su infancia?
Mucho, de Canarias, del mar, que hacía novillos. Había una profesora de literatura Consuelo Burrel que contaba que mi madre se iba a la playa en vez de ir a clase, y una vez les dijo a unas compañeras: “decirle a Carmen Laforet que por muy bien que escriba si sigue faltando a clase la voy a suspender”. A mi madre le angustió mucho no porque Consuelo la fuera a suspender, si no que pensara que no le gustaban sus clases. Para remediarlo, durante una semana, fue a todas las que daba, aunque no le correspondiera. Pero a nosotros nos tenía más sujetos, me acuerdo que una tarde hice novillos para remar en el Retiro, y pensé si se lo digo a mi madre no le va a importar, pero se enfadó muchísimo. Y a mí me decepcionó, con mi edad, porque pensaba que lo iba a comprender.
¿Cómo te sientes al ser su hija?
Me emociona cuando he estado fuera de España, como se la considera, se la sigue apreciando mucho. Aún descubro muchas cosas de ella, me parece que podemos seguir teniendo una conversación, como si estuviera viva.