El Centro Dramático Nacional estrena GRRRL, un montaje que gira en torno a trece relatos de resistencia femenina para reivindicar un «hasta aquí». El texto de Sara García Pereda, fruto de las Residencias Dramáticas del CDN, nos confronta con la omnipresencia obviada del machismo en nuestro día a día. El espectáculo dirigido por Xus de la Cruz y la propia autora podrá verse, entre el 24 de enero y el 2 de marzo, en la Sala de la Princesa del Teatro María Guerrero.
Pero GRRRL es más que una puesta en escena: es un rugido contra las nuevas formas de perpetuar desigualdades. A través de una dramaturgia que revisa los discursos sobre la ira femenina y la ocupación de espacios, la obra explora la rabia como un derecho y la lucha por la igualdad como un acto ineludible. En esta entrevista, las directoras nos hablan sobre el proceso de creación, las barreras a las que se enfrentan las mujeres y la necesidad de alzar la voz.

‘GRRRL’, dirigida por Sara García Pereda y Xus de la Cruz
GRRRL no es solo una palabra, sino un rugido. ¿Por qué esta elección?
Sara García Pereda: GRRRL es un rugido porque es un grito de reivindicación ante la ira contenida de las mujeres. Hemos pasado por diferentes olas del feminismo, estamos llenas de discursos, pero la desigualdad persiste en nuevas formas. La obra dice “hasta aquí” y deja claro que no vamos a seguir callando ni cediendo espacio. Es el momento de revisar, de confrontar, de no perpetuar injusticias.
Xus de la Cruz: Exactamente. Hay una escena en la obra donde una niña protesta porque no tiene espacio en el patio del colegio. Esa reivindicación, desde la infancia, muestra que tenemos derecho a ocupar nuestro lugar. Se nos ha dicho que debemos luchar desde la academia, desde la paz… pero también tenemos derecho a alzar la voz. No somos histéricas. La histeria no existe. Basta ya.
La obra también habla sobre la socialización de las mujeres y el “síndrome de la impostora”. ¿Cómo se refleja esto en la puesta en escena?
Xus de la Cruz: Sufrimos constantemente el “síndrome de la impostora”. Nos preguntamos si realmente tenemos derecho a estar aquí, aunque tengamos una trayectoria consolidada. La sociedad nos dice que sí, pero el día a día nos recuerda que siempre hay una barrera más, un obstáculo extra. En la obra, esto se ve a través de una mujer de más edad que, pese a sus 40 años de experiencia, dos carreras y un máster, siente que nunca es suficiente. Es algo que también vivimos en el mundo artístico.
Sara García Pereda: Nos sucede a todas. A veces, incluso entre nosotras, nos minimizamos sin darnos cuenta. Por eso es importante ayudarnos mutuamente a no caer en ese discurso. Xus me lo recuerda a mí misma: mi trayectoria es válida, mi trabajo es sólido. Hay que cambiar el chip y dejar de justificarnos tanto.
GRRRL nace de la residencia dramática del Centro Dramático Nacional. ¿Cómo fue esa experiencia, Sara?
Sara García Pereda: La residencia del Centro Dramático Nacional es un espacio valiosísimo. Te brinda recursos económicos y humanos, te permite viajar por diferentes teatros europeos y conectar con dramaturgias internacionales. Además, ofrece algo fundamental: tiempo para desarrollar una pieza. Es un proceso de casi un año en el que puedes probar, reescribir, poner en pie el texto y ver cómo funciona ante un público. Esa posibilidad de experimentación es crucial.

Escena inicial de la obra de teatro ‘GRRRL’
La historia de GRRRL nace de un hecho real. ¿Qué sucedió?
Sara García Pereda: Todo partió de una historia real que me contó una amiga: cómo su pareja no celebraba sus éxitos laborales cuando le sucedían. Y claramente esto conectó conmigo por experiencias propias, y cuando yo pongo sobre la mesa esto, descubro en el Consejo Asesor del Dramático que es una historia que resuena con muchas mujeres y hombres. Empecé a tirar del hilo y a documentarme, a hacer muchas entrevistas, a mi madre, a mis amigas, y voy ampliando el círculo. La pregunta empezaba: ¿en qué momentos vosotras habéis sentido que no estabais ocupando un espacio que os correspondía? ¿Y cuál es vuestra relación con la ira? ¿Y cuál es vuestra relación con esta figura que va apareciendo en el texto a lo largo de muchas escenas que es la figura del aliado? Y todas teníamos una historia con estos hombres que se apropiaron del discurso, pero que no lo tienen del todo integrado.
¿Las 13 historias de las que se compone son reales?
La obra está construida a partir de 12 historias que, en la dramaturgia escénica, toman forma de un relato coral, acompañado de un epílogo. Al llevar el texto al escenario, decidimos estructurarlo de esta manera para resaltar la multiplicidad de voces y experiencias que aborda. El epílogo parte de una historia que quedó relegada en la primera escena: un tribunal de mujeres decide que no puede haber cuatro finalistas mujeres en un concurso y una de ellas es apartada. Esa mujer, tras ser descartada, nunca volvió a escribir. No es un caso real en sí mismo, pero lo interesante del proceso de creación es que muchas de las escenas han terminado presentándose ante nosotras en la realidad de maneras inesperadas. Es la magia del teatro: lo que en un inicio es ficción, a menudo se revela como un reflejo de lo que realmente sucede. Las 12 escenas también guardan una relación simbólica con las 12 uvas que tomamos en Nochevieja, un ritual que marca el cierre de un ciclo y el inicio de otro. Y nosotras dejamos una pregunta final al espectador: ¿Cuántos años más va a continuar siendo así?
La puesta en escena pone de relieve la no normatividad, que es en realidad la naturalidad del cuerpo de la mujer.
Queríamos trabajar desde lo artificial, alejándonos de la fisicidad real de las actrices para explorar lo no normativo. No buscábamos representar cuerpos idealizados ni ajustarnos a cánones estéticos convencionales, sino evidenciar las cargas que soportamos. Por eso, recurrimos a prótesis que exageran ciertos rasgos, como la chepa o las caderas, para subrayar esas marcas que el cuerpo femenino acumula con el tiempo. A lo largo de la obra, hay un momento clave en el que a uno de los personajes se le arranca esa parte de su cuerpo y queda expuesta, casi desnuda. Esta imagen no solo es impactante a nivel visual, sino que también habla de la fragmentación del cuerpo femenino, de cómo, históricamente, se nos ha despojado de nuestra identidad individual y se nos ha reducido a partes separadas. Es una manera de evidenciar cómo esta fragmentación nos resta autoridad y nos impide reconocernos como sujetos completos. Además, esta propuesta escénica nos permite abordar temas transversales como la normatividad, la gordofobia, el edadismo y la manera en que los hombres perciben ciertas reivindicaciones feministas como ataques personales. Son cuestiones que están presentes en la obra y que también forman parte de nuestra realidad cotidiana, muchas veces sin que seamos plenamente conscientes de ellas.
La reivindicación feminista está atravesada en la obra por temas como el edadismo o la gordofobia. ¿Deben ser transversales?
Siempre hablamos de feminismos en plural, porque no existe un único camino ni una única forma de abordar la lucha. Es importante tener en cuenta distintos factores y realidades, y dentro del movimiento hay una gran riqueza de perspectivas. En momentos determinados, el acento se pone en unos temas o en otros, y eso forma parte de su evolución y diversidad. Para nosotras, eso es lo enriquecedor: poder discutir con una compañera que quizá tiene una visión distinta, que puede cuestionar decisiones como la de hacer un elenco de diferentes generaciones. Esas conversaciones no solo son necesarias, sino que nos ayudan a revisar y ampliar nuestra propia mirada. Nos ha pasado ya en varias ocasiones que, después de la obra, en lugar de un llamado inmediato a la acción, lo que se genera es una charla compartida, una reflexión en torno a lo que cada persona ha identificado en la función. No se trata de que el público salga con una única conclusión cerrada, sino de que la obra les invite a cuestionarse cosas, a debatirlas incluso con quienes tienen cerca.
También hemos visto este efecto en el propio proceso de trabajo con los actores. En el equipo hay solo dos intérpretes varones, y aunque no han tenido tanto espacio para hablar como las actrices, sí han expresado cómo la obra les ha servido para identificar ciertos comportamientos que antes tenían interiorizados sin cuestionarlos. Uno de los actores, por ejemplo, tardó unas semanas en darse cuenta de ciertos patrones de conducta de su personaje y nos preguntaba: “¿Realmente este personaje está haciendo daño de esta manera?”. Y la respuesta era sí, pero él no lo veía tan evidente de entrada. Aun así, dentro del sector cultural, estos discursos ya están muy presentes. No es como si estuviéramos trasladando estos ensayos a otro entorno completamente ajeno a estas reflexiones. En ese sentido, el teatro permite confrontarnos con realidades que, aunque formen parte de nuestro día a día, a veces no somos del todo conscientes de cómo operan.

Una de las escenas más duras de ‘GRRRL’ implica una relación sexual
¿El objetivo de la obra es el diálogo y la reflexión o también el cabreo?
Lo vemos cada vez que salimos de la función, en los comentarios y reflexiones del público. Es muy curioso porque ni el texto ni la puesta en escena son maniqueos. No conducimos al espectador hacia una única interpretación ni le ofrecemos un mensaje cerrado. Y, claro, eso conlleva un riesgo: que cada persona pueda llevarse la obra a su propio terreno, acomodarla a sus creencias y, en algunos casos, demonizar determinados comportamientos de ciertos personajes femeninos. Pero ahí no podemos intervenir. Creemos que la mejor decisión ha sido dejar el significado abierto, tanto en lo textual como en lo escénico, para que cada espectador—y lo digo en masculino a propósito—extraiga su propia conclusión.
Nos interesa explorar las áreas grises. Nos resultaría aburrido pasar un año de trabajo con la certeza absoluta de lo que estamos contando. Lo interesante es abrir el debate, escuchar dónde estamos como sociedad y dialogar con el público. También con nosotras mismas: como artistas, como mujeres, como feministas, hemos tenido que detenernos en ciertos momentos y replantearnos cosas. Tras más de un año de proceso, entre la escritura, la puesta en escena y el trabajo con el equipo artístico, ha habido situaciones en las que hemos tenido que preguntarnos: “¿Vamos por aquí o por aquí?”. Y eso es enriquecedor, tanto en lo profesional como en lo personal. De hecho, hay un machismo menos evidente, que se mueve en los grises y que sufrimos y ejecutamos todos, y es lo que nos interesa mostrar. En cuanto a la representación de la violencia, habrá quienes echen en falta algo más explícito, una imagen más cruda de determinadas situaciones. Pero precisamente lo que nos interesaba era iluminar lo que muchas veces pasa desapercibido. No todo tiene que ser evidente para ser real.
Hay una sola escena en la que hablan los dos personajes varones. Es la oposición del machista cuñado y el aliado…
Es una situación muy habitual. Muchas veces tienes un amigo al que aprecias, pero llega un punto en el que piensas: “Tío, no puedo más con este discurso, pero no sé cómo hacerte verlo”. No se trata de decirle “Vete a la mierda” y cortar con él, sino de intentar que tome conciencia. En la obra jugamos con esa idea: ¿qué pasa cuando un personaje parece estar “más avanzado” en su pensamiento, pero en realidad está replicando discursos que no son suyos? El personaje de David es un “cuñado” de manual, lo ves venir y sabes perfectamente qué discurso va a soltar. Estamos muy sensibilizadas con ese tipo de perfil y lo identificamos al instante. Sin embargo, el otro personaje, que en apariencia tiene un discurso progresista, no lo tiene integrado realmente. Dice cosas como “Tengo conversaciones complicadas con ellas” o “Escribo novelas feministas”, pero no termina de interiorizar lo que significa. Al final, lo interesante es preguntarse: ¿cuál de los dos personajes es más peligroso?
La obra tiene un componente físico muy potente: hay baile, cuchillos y una batería en escena. ¿Cómo surgió la idea de incorporar estos elementos?
La batería surgió, en parte, de la necesidad. En el texto, Sara escribía que el ritmo de la función lo marcaba una batería constante, pero en el escenario no podíamos meter una batería completa y ocho intérpretes a la vez. Así que pensamos cómo trasladar esa idea al espacio escénico. Encontramos la manera de que la protagonista fuera marcando el ritmo en distintos momentos de la función, hasta que hay un punto en el que se lo arrebatan todo: su poder, su autonomía, su empoderamiento. Es un momento escalofriante, verla despojada ante el espectador. En cuanto al movimiento escénico, hemos trabajado desde el cuerpo de los intérpretes, teniendo en cuenta que no son bailarines, aunque algunos tienen más control físico que otros. Nos lanzamos a experimentar con el lenguaje corporal y lo cierto es que todos se han entregado al proceso de una forma maravillosa. Otro elemento interesante es el de las danzas griegas tradicionales. En un momento dado, decidimos integrar esta referencia en la coreografía. Por ejemplo, la danza de las carniceras está inspirada en el jasápico, un baile tradicional de los carniceros en los puertos griegos cuando salían de las tabernas.

El reparto de ‘GRRRL’ lo componen David Castillo, Carmen Díaz, Esperanza Elipe, Raúl Fernández de Pablo, Paula Mira, Silvana Navas, Alba Recondo y Eva Santolaria
La obra rompe la cuarta pared y busca la participación del público. ¿Cómo habéis trabajado ese distanciamiento brechtiano?
Nos interesa mucho jugar con la relación entre la escena y el público. No queremos que el espectador se limite a ser un testigo pasivo de la historia. En este sentido, incorporamos elementos que rompen la ficción y lo interpelan directamente, como la música en escena, el hecho de hablar al público o incluso un bingo que forma parte de la función. El bingo es una sorpresa que impacta bastante a la gente. Aporta acción, atención y un pequeño souvenir simbólico que el público se lleva a casa. Es una forma de hacerles partícipes del mensaje de la obra. También utilizamos la mirada directa. En algunos momentos, las actrices interrumpen la acción para mirar al público, obligándolo a posicionarse. Por ejemplo, cuando arrastran al autor y lo colocan en un pedestal, al final de la acción se quitan los abrigos y muestran sus chepas mientras miran al público como diciendo: “¿Qué opinas de esto? Nosotras hemos sido quienes le hemos puesto ahí”. Trabajamos desde el distanciamiento brechtiano para evitar que el espectador se deje llevar únicamente por la emoción y, en cambio, lo llevamos a la reflexión. Queremos que piense, que juzgue lo que está viendo y que tome una postura política.
La obra tiene un equilibrio entre comedia y momentos muy duros. ¿Siempre estuvo pensado así o surgió en el proceso?
Desde el texto original ya había una intención de hacer comedia, aunque no era algo premeditado. Simplemente, es mi forma de abordar ciertos temas. Hay una amiga que siempre dice: “Yo no sé expresar la rabia. Cuando me enfado, me río”. Y creo que nos pasa a muchas. Nos han educado para reprimir la ira y canalizarla de una manera más aceptable socialmente. La ironía y el humor han sido la única forma en la que me he sentido cómoda abordando temas duros. Es una manera de protegerse, pero también de hacer que el mensaje llegue de otra forma. Muchas veces, cuando te cuentan algo terrible con una sonrisa, el impacto es aún mayor.
La obra plantea la idea de que el cambio es posible, aunque el camino sea largo. ¿Mantenéis esa visión optimista?
Sí, absolutamente. Si miramos hacia atrás, se han logrado muchísimas cosas. No en todas partes del mundo, evidentemente, pero en nuestra realidad concreta estamos en un punto en el que somos herederas de todos los logros que consiguieron quienes vinieron antes. Seguimos avanzando, aunque queda mucho por hacer. Hay estructuras que están tan arraigadas que desmontarlas es un proceso lento y difícil. Pero somos incansables, así que seguiremos adelante.