La Historia, por mucho que se revise, se reinvente, reinterprete y reapropie, nos dice que las gladiadoras existieron, sí, pero más como rareza, excepción o anomalía que como una clase de luchadoras profesionales dedicadas al espectáculo de verter sangre y perder su vida para diversión del pueblo romano. Escasos textos clásicos mencionan algún combate de gladiadoras (gladiatrix en latín, plural gladiatrices) y es famoso un relieve de mármol en la antigua ciudad griega de Halicarnaso que muestra a dos luchadoras enfrentadas cara a cara, identificadas como Amazonia y Achillia, nombres que hacen referencia el primero a las míticas guerreras de leyenda y el segundo a una versión femenina del héroe Aquiles.
En términos generales, los espectáculos de lucha donde participaban mujeres se consideraban una suerte de extravagancia. A menudo se trataba de prisioneras extranjeras, como cuando Nerón hizo luchar en el 66 a. e. c. a hombres, mujeres y niños etíopes para impresionar al rey Tirídates I de Armenia. En otras ocasiones, se trataba de farsas, donde las gladiadoras fingían combatir para finalmente descubrirse más como meretrices que como gladiatrices, haciendo las delicias de los festejantes. Por lo demás, existieron también mujeres domadoras de bestias y mujeres atletas, así como algunas luchadoras que, desafiando la costumbre, podían pertenecer incluso a las clases altas de la ciudadanía, para indignación de moralistas como Juvenal.
Sea como fuere, a diferencia de los gladiadores, las gladiadoras no fueron objeto mimado por el arte clásico, ni existen enterramientos que las identifiquen como tales (al menos hasta algún hallazgo tan curioso como dudoso, hecho a partir, claro, del 2000), ni una literatura latina que las tenga en cuenta más allá de lo anecdótico, de la burla o de considerar su existencia puntual como rasgo de la decadencia y corrupción del momento más bajos del Imperio. Sabemos, eso sí, que de vez en cuando a los romanos les gustaba una buena lucha entre mujeres (nunca entre una mujer y un hombre), a ser posible con los pechos al aire. Ciertas cosas nunca cambian.
De hecho, casi lo mismo puede decirse del cine. Aunque Hollywood en particular, y la industria cinematográfica en general, hayan mostrado siempre poco o ningún respeto por los hechos históricos, da la impresión de que cuando quieren o pretenden ofrecer un péplum (es decir: una de romanos) más o menos serio, con cierta pretensión histórica y apariencia de rigor, prefieren dejar fuera las especulaciones sobre gladiadoras, para centrarse en héroes como Espartaco y sus muchos bastardos, o como el Maximus inventado por Scott y sus guionistas.
Si queremos encontrar (y queremos), gladiadoras en la gran pantalla, es mejor que nos pongamos en manos de la Serie B, el péplum italiano más pelón, los productos directos a vídeo de antaño y a plataforma de hogaño, las comedias o parodias y, sí, hasta al porno. Aquí, donde reinan las legendarias amazonas, nos topamos con que ambas son una y la misma cosa en Las gladiadoras (1963), simpática pero ridícula italianada, machista y boba, donde el forzudo Thor, siguiendo la estela de los muchos Hércules, Maciste y Ursus, debe liberar a su amada prisionera de las amazonas, liberando de paso a los oprimidos hombres de su reino. No deja de ser curioso que, pese a todo, escaseen gladiadoras en las películas de romanos italianas, con contadas excepciones.
Más divertida y lograda, con ese descaro que solo la mejor y peor exploitation es capaz de mostrar, The Arena (1974), coproducción entre Italia y Estados Unidos, por obra y gracia de su productor Roger Corman y de su director, el eficaz Steve Carver, nos regala la presencia de tres actrices de bandera: Margaret Markov, como la británica Bodicia (nombre que evoca el de la reina guerrera de los celtas Boadicea), Lucretia Love, como la nórdica Deidre y la espectacular Pam Grier, como la princesa africana Mamawi (para que se diga que la inclusividad es algo nuevo), prisioneras de los romanos forzadas a luchar entre sí en la arena del circo.
Pronto surgirá la rebelión, en esta delirante combinación del género “mujeres en prisión”, típico de Corman, y de tardío péplum italiano, que combina el empoderamiento femenino con la sexploitation, para disfrute inequívoco de una mirada masculina dispuesta a gozar con el espectáculo de bellas mujeres enzarzadas en peleas a vida o muerte. Película de culto por motivos obvios, conocerá un inferior remake tras el éxito de Gladiator (2000), a manos del generalmente competente director ruso Timur Bekmambetov, La arena (2001), que hace lo que puede con su escaso presupuesto económico y moral.
Lo cierto es que el cine, consciente de que las gladiadoras son más bien producto de fantasías encontradas y complementarias: la fantasía netamente masculina de las mujeres guerreras que luchan entre sí —lo mismo da en el barro que en la arena y si son combates carnales como en Gladiator Eroticvs: The Lesbian Warriors (2001), mucho mejor— y la fantasía netamente feminista de un empoderamiento femenino con raíces históricas improbables e incomprobables, ha confinado a las gladiadoras al reino, precisamente, del cine fantástico.
Es en fantasías futuristas como La carrera de la muerte del año 2000, tanto el clásico de 1975 dirigido por Paul Bartel como sus modernas reinvenciones; Deporte mortal (Deathsport, 1978), la pionera ciberpunk Tron (1982), la psicotrónica El imperio perdido (1984) de Jim Wynorski, con la supervixen Raven De La Croix entre otras neumáticas guerreras; Gwendoline (1984), de Just Jaeckin, fantasía S&M basada en el cómic de John Willie; la saga de Mad Max o sus distintas imitaciones, como la estupenda La sangre de los héroes (1989) de David Webb Peoples, o, por supuesto, en la serie Los juegos del hambre, iniciada en 2012, donde más y mejores gladiadoras de armas tomar encontraremos, a veces con intención de excitar la cosificadora mirada masculina, a veces con la de celebrar el poder e independencia femeninos, a menudo ambas cosas a la vez.
Por supuesto, ahora no hay serie o película “seria” de gladiadores, ya sea la Gladiator 2 de Scott, ya sea la serie Those About to Die creada por Roland Emmerich, donde no aparezcan gladiadoras tan fieras, peligrosas y sucias como sus colegas masculinos. Pero no deja de ser irónico que, hasta el momento, la más lograda película histórica de gladiadoras sea la comedia británica Gladiatress (2004), protagonizada por el trío de humoristas inglesas Doom Makichan, Fiona Allen y Sally Phillips, auténtica contrapartida femenina de los Monty Python con su popular serie Smack the Pony, quienes demuestran que no hay mejor empoderamiento femenino que tomarse a broma nuestras fantasías culturales más descaradas, desquiciadas y depravadas.
Al fin y al cabo: ¿de verdad queremos que la igualdad comprenda ser esclavas asesinas para el placer de la plebe y los más perversos plutócratas? Quizá la mejor gladiadora sea siempre la que lucha, vive, mata y muere en los sueños de todos, todas y todes.