Pese a que el género fantástico, de ciencia ficción y terror haya cargado hasta hace relativamente poco con el sambenito de ser especialmente machista o, al menos, una suerte de club exclusivamente reservado a caballeros, cuando no para adolescentes eternos con acné, miedos misóginos y tendencias onanistas, lo cierto resulta ser casi, casi, lo contrario.
Sin exagerar —sería ridículo negar que la mujer ha sufrido en el mundo literario a lo largo de los siglos toda clase de agravios comparativos y marginación basados en prejuicios sexistas—, es precisamente el territorio del misterio y la fantasía, del crimen y la imaginación uno de los que más abierto ha estado siempre a dar la bienvenida tanto a lectoras y fans como, más aún, a escritoras que con su visión propia y distintiva han contribuido a lo mejor de estos géneros populares, que siguen contando hoy con el favor de millones de seguidores de todas las edades y sexos.
Otra cosa es que permanezcan injustamente en el olvido algunos nombres que deberían ser mejor conocidos y reconocidos, editados y rescatados del pasado. Ese es el caso, precisamente, de la autora estadounidense Gertrude Barrows Bennett (1884-1948), más conocida por su seudónimo de Francis Stevens. Una pionera de la ciencia ficción, la fantasía oscura y el terror moderno, cuya breve carrera literaria resultaría más influyente de lo que cabría esperar, adelantando algunos de los hallazgos característicos de escritores posteriores y contemporáneos como Abraham Merritt, Robert E. Howard, Clark Ashton Smith o el propio H. P. Lovecraft.
Gertrude Barrows nació en Minneapolis, en el seno de una familia de clase media. Su padre, veterano de la Guerra Civil, falleció en 1892, cuando la escritora contaba apenas ocho años. Desde muy pronto, sintió inclinaciones artísticas, asistiendo a una escuela nocturna con la ilusión de convertirse en ilustradora. Sin embargo, las difíciles condiciones familiares, marcadas por el fallecimiento de su progenitor, la llevaron a contratarse como estenógrafa profesional, trabajo que desempeñaría a lo largo de la mayor parte de su vida.
Esto no impidió que con diecisiete años escribiera ya su primera historia de ciencia ficción: “The Curious Experience of Thomas Dunbar”. Ni corta ni perezosa la envió a la revista Argosy, uno de los más prestigiosos pulps de la época, donde publicaban autores consagrados y de éxito como Edgar Rice Burroughs, O. Henry, Zane Grey, James Branch Cabell o Max Brand, entre otros, y también escritoras como Isabel Ostrander, creadora del detective ciego Damon Gaunt, Edith Rathbone Jacobs (con el seudónimo de E. J. Rath) o Mary Roberts Rinehart.
El relato, aceptado por la revista, vio la luz en su número de marzo de 1904, firmado por su autora como G. M. Barrows, convirtiéndose en la primera obra de ciencia ficción publicada por una mujer con su propio nombre. Una situación que no duraría demasiado: su segunda historia, una novela corta titulada “The Nightmare”, publicada por All-Story Weekly, otro popular pulp del momento, aparecería ya bajo el seudónimo, sugerido por el editor, de Francis Stevens, con el que firmaría el resto de sus obras.
Para Gertrude, la escritura profesional se convirtió en eficaz manera de apoyar económicamente a su familia, tanto más necesaria cuanto que la tragedia parecía perseguirla: ocho meses después de contraer matrimonio en 1909 con el periodista y explorador británico Stewart Bennett, este moría durante una tormenta tropical, al parecer en medio de la búsqueda de un tesoro hundido. Dejaba a su viuda con una hija recién nacida, además de encargada de cuidar a su madre enferma.
El hecho es que entre 1917 y 1920, Francis Stevens, es decir, Gertrude Barrows, escribió y publicó la práctica totalidad de su obra. Utopías y distopías como “Friend Island”, sobre un futuro siglo XXII gobernado por mujeres, o “The Heads of Cerberus”, situada en una Filadelfia totalitaria del año 2118. Historias de posesión como “Serapion”, de dioses antiguos que resucitan en el mundo moderno como “Claimed!” y de exóticos reinos perdidos como la famosa “The Citadel of Fear”, entre otras novelas, relatos y cuentos de mayor o menor extensión. De entre todos ellos, la editorial Aristas Martínez acaba de publicar un pequeño volumen que, bajo el título de Horrores invisibles y en cuidada traducción y edición de Luis Gómez, incluye este relato acompañado de otro más: “La trampa de los elfos”, ambos impresos originalmente en 1919.
“Horrores invisibles” muestra por qué, con mayor o menor acierto, se considera a Gertrude Barrows predecesora de Lovecraft: el descubrimiento de un método para ver más allá del espectro visible que recoge nuestro sentido de la vista, poniendo al descubierto un espacio etérico normalmente imperceptible, poblado por toda suerte de criaturas monstruosas, fantasmales y extrañas rodeando nuestra vida cotidiana, remite sin duda al cuento de HPL “Del más allá”, escrito en 1920, publicado por vez primera en 1934 y convertido mucho después en película como Resonator (1986), aunque la explicación del fenómeno difiera en importantes rasgos.
Por su parte, “La trampa de los elfos” es una puesta al día de los cuentos de hadas tradicionales, donde un mortal es atraído al reino feérico sin poder escapar ya jamás de él, para bien y para mal. Desde luego, son relatos que remiten también a su vez a clásicos del género como Poe, Conan Doyle, Arthur Machen e incluso W. B. Yeats, pero al tiempo adelantan, como el resto de su obra, aspectos que explorarán y explotarán poco después escritores más conocidos como el citado Lovecraft, Jack Williamson o Edmond Hamilton, además de autoras posteriores como Catherine L. Moore y Leigh Brackett.
Esto es especialmente evidente en “The Citadel of Fear”, publicada en España hace más de veinte años como La ciudadela del miedo por Pulp Ediciones, con traducción y prólogo de José Miguel Pallarés. Una estupenda aventura exótica de fantasía arqueológica y ciudad perdida azteca, antiguos cultos y dioses ancestrales, que si bien bebe de Rider Haggard y E. R. Burroughs posee un estilo, atmósfera y sesgo oscuro, arcaizante y siniestro que llevó a muchos a creer durante años que se trataba de una obra primeriza de Abraham Merritt, firmada con seudónimo. Incluso algunas de sus escenas, ilustradas por el artista pulp Virgil Finlay, pudieron influir en el King Kong (1933) original.
Tras el fallecimiento de su madre, Gertrude Barrows pareció romper completamente con su pasado. Dejó a su única hija al cuidado de unos amigos, perdiendo definitivamente contacto con ella en 1939. Se trasladó a California, contrajo nuevo matrimonio y abandonó por completo la escritura. Poco o nada más se sabe de ella, salvo que falleció en 1948. Hoy, está justamente considerada la “madre de la fantasía oscura”. Aunque la mayor parte de su ficción se publicó con el equívoco seudónimo de Francis Stevens, esto pudo no obedecer tanto al típico prurito de ocultar que se trataba de una mujer escribiendo dentro de un género típicamente masculino, como al también habitual de separar la vida privada del autor de una profesión poco y mal considerada entonces: escribir pulp fiction.
La verdad es que la era del pulp no fue quizá tan machista como se nos ha hecho creer. Pensemos que hasta la revista decana de la fantasía y el terror, Weird Tales, llegó a ser dirigida por una mujer, Dorothy McIlwraith, desde 1938 hasta su cierre, en 1954. Lo triste es que muchas escritoras de aquel tiempo sigan siendo hoy poco y mal conocidas. Ciertamente, algunas, al igual que tantos escritores de la época, han envejecido mal. Pero otras, como Gertrude Barrows, merecen sobradamente volver a librerías y bibliotecas, para demostrar así que siempre hubo mujeres fantásticas… en todos los sentidos del término.