La intimidad de la Sala de la Princesa del Teatro María Guerrero propicia un ambiente cercano que maximiza las sensaciones de las propuestas que se muestran, en detrimento de las posibilidades de asistencia por el aforo. Como otras salas de estas características, si las compañías saben aprovechar la oportunidad, convierten el hecho teatral en una experiencia única.
Sabes que las flores de plástico nunca han vivido, ¿verdad? logra esta experiencia con creces, situándonos en un pequeño salón, con un diván como único protagonista en tres escenarios: la consulta psiquiátrica de Martina (Karmele Aranburu), la casa/consulta de José Manuel (Telmo Irureta) y el salón de Lucía y Yoldi (interpretada una serie de días por Aitziber Garmendia, otros por Candela Solé). El contexto de la acción, sentimientos, acotaciones o subtextos quedan reflejados a través de una serie de proyecciones de texto que terminan de completar la escenografía.
Mireia Gabilondo dirige este texto de su autoría, una propuesta que nos acerca a la soledad desde diferentes prismas, tanto por la causa de esta soledad como por la manera de afrontarla. José Manuel, psicoterapeuta de prestigio con parálisis cerebral, lucha contra la soledad a través de su relación con Alexa al más puro estilo de Her (Spike Jonze, 2013) y la compañía de sus flores; Martina, psiquiatra sumida en una depresión, a través de su petaca y la búsqueda de afectos desordenada; y Yoldi, una dicharachera joven con discapacidad intelectual, a través de una estupenda relación con el diccionario para descubrir el mundo a través de las palabras por su sonoridad, más que por su significado. Lucía, a la vez, vive esta soledad sumida en la depresión después de una ruptura sentimental.
Con estos mimbres, Gabilondo construye un mundo maravilloso en el que el espectador es testigo del desarrollo de la historia y drama de cada uno de los personajes, que van adentrándonos en unas personalidades apabullantes a golpe de humor. Un humor muy amplio, que abarca desde lo más cotidiano a lo más crudo relacionado con la discapacidad, que convierte la obra incluso en una comedia de situación a veces, que divierte mucho y que, sobre todo, acierta en sus tiempos y no abusa de recursos.
La obra se define como comedia y en sus primeros compases marca mucho este registro, pero avanza ahondando en la soledad, en las formas de vivirla y afrontarla, así como en los problemas y traumas que son causa o consecuencia de esta. En este avance, va ganando gravedad en el tono y complejidad en la trama. Es aquí donde la obra, a pesar de ganar enteros en emoción, dramatismo y tensión, pierde argumentalmente por la dificultad de afrontar todas las temáticas y problemáticas que abre.
Si bien prepara el terreno para poder entender a los personajes y sus situaciones, no termina de rematar en la culminación de los problemas y en ciertos hechos concretos que se intuyen determinantes para comprender completamente las historias personales, decisiones y parte de las relaciones. Se siente como que, en cierto momento de la obra, todo se apresura y se pierde cierta explicación, detalle o un enfoque más profundo.
Esto no resta en exceso porque logra emocionar y se entiende que pueden ser cuestiones accesorias, pero en comparación con el plano más cómico, se extraña una mayor dedicación al registro dramático o una atención mayor a ciertos detalles o hechos. La obra logra resolver a pesar de estos pormenores y ofrecer un mensaje necesario.
A nivel de interpretación, como viene ofreciendo Tanttaka Teatroa en sus últimas propuestas, el trabajo es excelente. Aranburu, Solé e Irureta hacen fácil lo difícil logrando una familiaridad íntima con sus actuaciones y un dominio notable en el cambio de registros. Sin centrarse en la discapacidad –tampoco obviándola–, el Centro Dramático Nacional trae a las tablas esta propuesta que nos muestra cómo se pueden vencer las barreras con una obra imprescindible y cargada de verdad.