opinión | heridos por la belleza

Encorsetadas o la libertad del cuerpo (en movimiento)

Cuando somos niños pensamos y nos movemos con absoluta libertad: es el mundo el que sale a nuestro encuentro, no nuestro esquema el que se impone a la mirada. La vida consiste en desandar ese camino de encorsetamiento, como hicieron Chagall, Man Ray o la bailarina María Cabeza de Vaca

Emma Stone como Bella Baxter
Emma Stone como Bella Baxter en la película 'Pobres criaturas', de Yorgos Lanthimos

Culturalmente hablando, y para no variar mi agenda en esta nueva aventura que hemos emprendido con Artículo14, sino intensificarla (pobres mis amigos), esta semana ha sido muy fecunda. El repaso por el cine, por películas y series, ha dejado en mí una huella profunda: si hace años me conmocionó leer el relato (veraz y doloroso) de la cineasta Vanessa Springora en la relación abusiva que mantuvo con el reputado escritor francés Gabriel Matzneff, verlo adaptado a la gran pantalla en El consentimiento ha generado en mí nuevos oscuros sentimientos. No creo que una imagen valga más que mil palabras –no sé a qué cabeza poco profunda se le ocurrió esto–, pero las imágenes sí tienen un poder catártico, abrasivo, en el imaginario colectivo. Por eso el cine me parece una de las artes más complejas… y más elevadas.

Esta semana he acudido al Teatro Fernán Gómez (me encanta su apellido: Centro Cultural de la Villa) a ver una obra que me moría por ver. Un delicado equilibrio, del laureado Edward Albee, obra por la que ganó uno de sus tres Pulitzers, presenta el compartir cotidiano de una familia como un castigo en el que el giro más perverso y doloroso es que cada uno sea exactamente como es. La crisis del modelo social occidental se muestra en las tablas en unas relaciones tensas que no terminan de explotar, y aquí (en la interpretación, cómo no) el cuerpo toma protagonismo.

Manuela Velasco

Manuela Velasco en un momento de “Un delicado equilibrio”

Se trata de teatro de texto de factura clásica al servicio de la propia obra, pero los intérpretes se distribuyen alrededor de un sofá aterciopelado que es depositario de todas sus neuras. Especialmente se aprecia la libertad (la conexión de su cuerpo con sus emociones) en el caso de Claire, interpretada por una Manuela Velasco sensacional, alcohólica renegada que se descalza, se tumba, se estira y gesticula como si todo su cuerpo fuera una caja de resonancia. Pero en realidad todos (Alicia Borrachero, Ben Temple, Anna Moliner…) se alinean: gesto, cadencia y expresividad componen sus marcadas personalidades.

El cuerpo no es parte, el cuerpo es. En el sentido de que somos una sola cosa, compuesta por cuerpo, psique y alma. Nacemos con una conexión total entre las tres, si bien cada una va desarrollando sus facultades. Pero con el cuerpo es especialmente notorio cómo lo “olvidamos”: es como si, siguiendo la teoría de Platón, la vida consistiera en un reconquistar todo lo que sabíamos antes de nacer. Pero con el cuerpo y con el movimiento pasa al revés: un niño es libre, se mueve a su antojo y comodidad, duerme retorcido y baila sin vergüenza, como la Bella Baxter de Pobres criaturas.

“Bailar es un instinto”, me dijo la bailarina y coreógrafa María Cabeza de Vaca después de su función en el Museo Carmen Thyssen de Málaga, al que acudí para realizar algunas entrevistas y reportajes de la ciudad. Y sin embargo, nuestro cuerpo se va encorsetando, se va volviendo rígido y avergonzándose de sí mismo. “¡Siéntate bien! ¡No te rías así! ¡Estate quieta! ¡No cruces las piernas! ¡Deja de moverte! ¡Ponte recta! ¡Eso no es propio de señoritas!”. Todas estas advertencias nos han acompañado, como han acompañado a Cabeza de Vaca a lo largo de su vida. “Pero yo he necesitado ensanchar ese espacio, abrirme camino, rebasar esos límites impuestos, que vienen de fuera y no son míos”. Por eso verla bailar, actuar en su performance dentro del ciclo Tangentes, fue un proceso también catártico y de aprendizaje. ¿Quién podría moverse así, con esa libertad, con ese arrojo?

Cuadro de Marc Chagall

Estudio para ‘El grito de libertad’ de Marc Chagall, en Fundación Mapfre

Los conciertos y festivales son también lugares privilegiados en los que los cuerpos toman el protagonismo. Anoche lo viví en La Riviera, escuchando a los jovencísimos Club del Río, que congregaron a una miríada de jóvenes deseosos de ser poseídos por el ritmo de su folk y música de raíz. Pero no lo conseguían del todo. Demasiados años de colegio privado y de vivir más pendientes de la opinión ajena que del impulso interior. Quizá en una sesión de música electrónica habríamos encontrado la desinhibición que buscamos, y que no es fruto del alcohol ni de las sustancias, sino de la conexión con uno mismo.

Como me decía mi amiga Marta Arespacochaga mientras visitábamos la exposición de Marc Chagall en la Fundación Mapfre, “lo estamos perdiendo todo”. Ella miraba los trazos impredecibles del ruso, su forma de dibujar y componer, sus recortes y retales, y veía ahí la supervivencia de la mente de un niño. “Ya nadie dibuja así. De hecho, ya nadie dibuja”, suspiraba, ella que pinta, dibuja, borda, cose y confecciona. Ella que no puede trabajar en una pantalla. “¡Hay que pensar con las manos!”, repite siempre. Lo más curioso es que a los niños, a los que ha dado clase y todavía acompaña de forma esporádica en su iniciación artística, nunca ha tenido que decírselo. Ellos todavía no lo han olvidado.