Emily Cooper vendría a ser la caricatura de una ‘millennial’: es vaga, adicta al móvil y proclive a creer que siempre tiene ideas geniales y opiniones correctas y que, al menos para ella, cumplir a rajatabla la ley del mínimo esfuerzo debería proporcionar el éxito. Lo que la distingue de cualquier ser humano real, eso sí, es que ella no es más que un mero envoltorio; tras la imagen de permanente afabilidad que su fachada proyecta, no hay absolutamente nada. En su disculpa, es verdad, cabe decir que Emily es orgullosamente irreal: existe únicamente en el centro de ‘Emily in Paris’, serie creada por Darren Star —en su día responsable de ficciones episódicas tan célebres como ‘Sensación de vivir’ y ‘Sexo en Nueva York’— que acaba de estrenar en Netflix la primera parte de su cuarta temporada. Cuando la primera vio la luz en octubre de 2020, fue mayormente despedazada por la crítica y objeto de todo tipo de burlas, pero eso no le impidió ni obtener nominaciones a premios como el Emmy y el Globo de Oro ni convertirse en algo parecido a un fenómeno cultural. Cuatro años después, sigue costando muchísimo encontrar a alguien que hable bien de ella, pero, misterio, al parecer sigue alcanzando índices de audiencia envidiables.
Si usted se cuenta entre todas esas personas que al parecer encuentran en la serie un placer culpable, inexplicable e inconfesable, ya conoce las circunstancias de Emily. A pesar de que era una trabajadora inexperta, y de que ni hablaba la lengua de Molière ni tenía el más mínimo interés en hablarla, fue enviada a París después de que la compañía estadounidense para la que trabajaba adquiriera una firma francesa de marketing; su cometido era imponer en la empresa recién adquirida una perspectiva más americana, y desde el principio dejó claro que había nacido para el cargo proporcionando a sus nuevos compañeros perlas de erudición genuinamente yanqui como “la ciudad entera parece ‘Ratatouille’”. Basándose en esa premisa, la serie pretendió elevar a la categoría de análisis sus apreciaciones acerca del contraste entre la cultura francesa y la estadounidense, fundamentadas sin excepción en estereotipos caducos y ofensivos: los parisinos son maleducados, holgazanes y adúlteros compulsivos, no se duchan, se pasan el día hablando de sexo, y así.
A lo largo de las siguientes temporadas, ‘Emily in Paris’ se ha mantenido increíblemente fiel a la literalidad de su concepto: su protagonista se llama Emily y está en París, y no hay mucho más que decir. La joven se pasea por la ciudad exhibiendo en todo momento la actitud de una turista, y vistiendo modelos que nadie en el mundo real se pondría jamás, bajo ningún concepto. Es asidua a restaurantes exclusivos y cócteles en galerías de arte, se codea con diseñadores de moda y nunca toma el metro, y entretanto demuestra ser irresistiblemente atractiva para los hombres que se cruzan en su camino, todos ellos atractivos y carentes por completo de vida interior. En el ámbito laboral, Emily es una fuente inagotable de ideas geniales e innovadoras, y las extrae de su cabeza sin ningún esfuerzo. Además, tan solo necesita subir a sus redes sociales imágenes de lo más banales —Emily comiendo un cruasán, Emily haciendo carantoñas frente a la Torre Eiffel— para tener miles y miles de seguidores. En este tiempo, claro, la joven se ha ido enfrentando a situaciones más o menos conflictivas, como decisiones laborales cruciales e insostenibles triángulos amorosos —en un episodio, hasta pisó una caca de perro—, y en el proceso no solo no ha dado más que alguna señal fugaz de estrés, sino que, por supuesto, no ha aprendido nada. Y aunque es cierto que la serie se muestra plenamente consciente de la superficialidad de su protagonista, eso no hace que resulte más soportable.
Si ha obtenido tanto éxito a pesar de ello, quizá sea porque, en realidad, ‘Emily in Paris’ es como una de esas cuentas de Instagram, tan odiosas, pero tan populares, llenas de imágenes, de cosas hermosas y relucientes y de gente bella y encantadora y estilosa. La París que retrata es un lugar utópico en el que no hay suciedad ni turistas molestos ni multitudes ni carteristas en Mortmatre, una fantasía diseñada a base de cafés ‘au lait’ en terrazas, paseos a la vera del Sena y románticas tardes de queso y vino en el parque. Hasta cierto punto, se entiende que la gente trate de evadirse de su presente viajando virtualmente a ese lugar idílico, dejando que la tal Emily desactive su cerebro como si fuera un dentista que te gasea óxido nitrosoantes de arrancarte una muela. Pero, aunque de por sí no hay nada de malo en las series dedicadas exclusivamente a proporcionar entretenimiento trivial y escapismo, no está escrito en ninguna parte que deban ser tan malas para lograrlo.