‘El Piano’ y su Palma de Oro: los (ab)orígenes del #MeToo

Resulta necesario traer a la crónica de actualidad la reivindicación feminista de la obra maestra de Jane Campion, primer filme dirigido por una mujer en ganar la Palma de Oro

Fotograma de 'El Piano'.

Fotograma de 'El Piano'.

Flashback. Mayo, 1993. El 46º Festival de Cannes premia –exaequo con Adiós a mi concubina (Chen Kaige)- con su máximo galardón (y tal vez el más prestigioso de cuantos se otorgan en la industria del cine) a una película dirigida por una mujer, la cineasta neozelandesa Jane Campion. Hecho inédito y Palma de Oro para El Piano. Meses después la cinta sería una de las triunfadoras en los Oscar de Hollywood alzándose con tres estatuillas (Mejor actriz, Mejor actriz de reparto y Mejor guion original) y, de paso, consiguiendo un extraordinario éxito de crítica y público apuntalado por la BSO compuesta por Michael Nyman, una de las más aclamadas de las últimas décadas y elevada, mucho más allá del cine, a icono de la cultura popular (500.000 copias vendidas). Fin de la cita.

Mayo, 2024. 31 años después de aquellos acontecimientos y con tres Palmas de Oro concedidas a mujeres a sus espaldas (la citada Campion, Ducournau en 2021 por Titane y el pasado año Triet y su Anatomía de una caída), la 77ª edición del festival de Cannes camina con paso firme perfectamente consciente de su condición de Old Money Aesthetic en forma de festival de cine (ya puede: Coppola, Lanthimos, Sorrentino, Cronenberg, Schrader en la Sección Oficial). Sin embargo, la fina lluvia del movimiento #MeToo le (nos) recuerda asuntos que por aquel 1993, ni tan siquiera se intuían, ni en forma ni en fondo.

Para los despistados que hayan olvidado su argumento, aquí va una breve sinopsis de El Piano: a mediados del XIX una mujer escocesa, Ada (Holly Hunter), muda por elección desde los 6 años, llega a Nueva Zelanda con su hija Flora (Anna Paquin) tras ser vendida por su padre en matrimonio a un colono. Su única posesión es un piano que un vecino, también colono (Harvey Keitel), rescata y repara y con el que establece un pacto, digamos carnal y claramente beneficioso (en teoría) para la parte ‘compradora’. Aparentemente estamos ante un relato original (esto es importante: no adaptado de ninguna novela, obra de teatro, cuento o poema) que cuenta con los ingredientes perfectos para un melodrama de corte austeniano (época, entorno hostil, mujer con niña sin recursos y sometida).

Nada más lejos de la realidad. Campion, con clara vocación rupturista, escoge los moldes prefabricados del género y gracias a una magistral puesta en escena (composiciones pictóricas preciosistas, movimientos de cámara suntuosos, largos planos que sobrevuelan los bosques y playas neozelandeses) consigue revertir los códigos y presenta un personaje femenino absolutamente contemporáneo, si se quiere un trasunto de Emma Bovary, en tanto que trasciende el estereotipo de mujer ‘de época’ y toma prestados los roles más atávicos del hombre para construir su propio relato en torno a su piano y todo lo que significa para ella como símbolo de su conexión con el mundo. El espléndido final del filme, en el que Campion juega a confundir realidad y deseo a través de la voz en off de la propia Ada, subraya su asunción de mujer dueña de su destino.

El recuerdo de El Piano, mucho más allá de condición de avant garde femenina, se antoja ahora más pertinente que nunca. La película de Campion, al margen de premios y coyunturas, llegó para quedarse: al igual que las grandes obras de arte el paso del tiempo se ha encargado de matizar, ampliar y enriquecer su mensaje y lecturas. Vista en 1993, resultaba un sensual cuento moral…vista tres décadas después, sus valores se acentúan y la tinta invisible con la que Jane Campion escribió el personaje de Ada y en menor medida el de la pequeña Flora ha encontrado con el paso de los años la maduración perfecta para transmutarse en negro sobre blanco.

El tiempo no ha hecho más que poner en valor sus cualidades y situarla como un modernísimo manifiesto. En la era de la reivindicación feminista uno diría que El Piano parece un artefacto producido ad hoc como arma de propaganda mucho más certera y alegórica que cualquier manifiesto del #MeToo: sin ir más lejos una lectura en clave actual nos enriquece el punto de partida del personaje de Ada, esto es, su mudez autoimpuesta, que como su vestido, deja de leerse como síntoma de debilidad y deviene en un claro signo de empoderamiento (en 1993 ni tan siquiera escuchábamos esta palabra) de su personaje: como si de aquel autómata de La mejor oferta (Giuseppe Tornatore, 2013) se tratara, el guion de El piano adquiere su verdadera carta de naturaleza engrasando las piezas y descubriendo su arquitectura con tiempo, delicadeza y educación.

Si el éxito de El Piano y su reivindicación feminista ha trascendido el hecho cinematográfico no es tanto por sus evidentes cualidades artísticas, como por ser capaz de situarse en un contexto y en una sociedad (2024) que ha crecido y madurado hasta entender y valorar en su justa medida el alcance de esta obra fundamental. Vamos, como con el monolito de Kubrick.

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