No son pocos los críticos y espectadores que han saludado la recreación del clásico Nosferatu (1922) de Murnau, estrenada la pasada Navidad, como la primera visión de Drácula no solo desde el punto de vista de su protagonista femenina, sino desde una óptica netamente feminista.
Firmada por Robert Eggers, quien se descubriera hace diez años con La bruja (2015) como uno de los renovadores del cine fantástico y de terror del nuevo siglo, esta Nosferatu sigue a grandes rasgos, al igual que hiciera de forma inconfesa la original, el libro de Bram Stoker publicado en 1897, aplicando los cambios de nombres, personajes, escenario y situaciones que introdujera aquella en su día para evitar el pago de derechos a la viuda del autor.
Al mismo tiempo, para dotar de más interés y minutos a su versión, Robert Eggers ha recogido y recreado otros elementos del libro y de anteriores adaptaciones cinematográficas, subrayando su intención de resumen y palimpsesto del vampiro draculiano, su historia y sus distintas variantes. Pero, sobre todo, como ha recalcado el propio director, centrándose por vez primera en el personaje femenino de Ellen Hutter (trasunto de la Mina Harker de Drácula), quien no se limita a funcionar como víctima del vampiro hasta su sacrificio final, sino que es aquí verdadero corazón de la trama. Quien despierta al monstruo de su letargo, lo atrae y desata sobre la ciudad, para finalmente enfrentarse a él y destruirlo, a costa de su propia vida, ante la ineficacia y el vano esfuerzo de los hombres que la rodean e intentan inútilmente salvarla de sus garras.
A grandes rasgos, esto mismo hacía la Ellen de Murnau, aunque el contexto fuera muy diferente, dado el sesgo mágico, esotérico y místico del primer Nosferatu, ausente de este remake. La Ellen encarnada por Greta Schröder en 1922 forma parte de las heroínas típicas de buena parte de la filmografía de Murnau, siempre más sensibles e inteligentes que sus contrapartidas masculinas. El director, abiertamente homosexual, hace de Ellen, como después de la Elmire (Lili Dagover) de El hipócrita (1925), la Gretchen (Camilla Horn) de Faust (1926), La Esposa (Janet Gaynor) de Amanecer (1927) e incluso La Muchacha (Reri) de Tabú (1931), personificación del principio femenino luminoso, con ciertas connotaciones marianas, pero sobre todo gnósticas.
Una suerte de encarnación de la Sophia platónica que obsesionaba a simbolistas y místicos modernos, cuya Sabiduría es de naturaleza distinta a la del Logos, representado por Cristo. Pues precisamente de la tensión y fusión entre ambos principios ha de surgir la gnosis que permita finalmente a la humanidad recuperar un día la gracia perdida.
Aunque en las versiones originales del mito Sophia está supeditada a su redención a través de Cristo, ciertas ramas del gnosticismo la convierten en igual o superior a este, representando la pureza de una Sabiduría sensible y natural, la Primera Madre, irreductible al Logos pero indispensable para escapar al dominio del Demiurgo. En última instancia, como ocurre en el Nosferatu de Murnau y el productor ocultista Albin Grau, es Ella quien disipa las tinieblas con su luz, reduciendo a cenizas al parasitario demonio vampírico producto de la hubris masculina, hecho de deseo, ansia de poder, dominación e inmortalidad material.
Robert Eggers no ha querido entrar en este jardín prohibido, quizá por no haber comido nunca la fruta de la sabiduría, y ha preferido convertir a su Ellen en representante directa de un empoderamiento femenino avant la lettre, difícil de creer en el contexto de la Alemania de mediados del siglo XIX, ese periodo Biedermeier de la triunfante burguesía y la consagración del ama de casa, teñido del primer Romanticismo, en cuyas fuentes bebe estéticamente Murnau, a quien fagocita Eggers.
Precisamente contra este papel de mujer hogareña y buena madre, que ejemplifican irónicamente los Harding en la película, parece rebelarse Ellen, con su fascinación por el mal, sus poderes psíquicos desatados, su atracción por el abismo, sus discursos anticapitalistas y calenturientos exabruptos eróticos. Robert Eggers sugiere que Orlok, el Drácula de Nosferatu, no es sino la sexualidad femenina reprimida por la sociedad puritana, burguesa y patriarcal, que asume formas monstruosas a través de esta represión, siendo liberada por Ellen de forma inconsciente pero quizá inevitable.
Por eso, sólo ella será capaz de enfrentarse al vampiro, cuya naturaleza no pueden comprender o destruir ni su bien intencionado marido ni el resto de personajes masculinos, incluyendo al propio Profesor Albin, el Van Helsing de ocasión que encarna Willem Dafoe, pues en realidad forman parte de esa misma represión, del mismo mal que intentan combatir infructuosamente.
Un feminismo dudoso
Pero esta superficial lectura feminista resulta constantemente socavada por un Eggers siempre indeciso entre Ellen como mujer liberada, moderna y valiente, victimizada por la sociedad de su tiempo, y una Ellen histérica, contradictoria, perfecta paciente de Charcot, que no sabe lo que quiere ni quién es. Que extiende el mal sobre su mediocre mundo, pero después se ofrece en sacrificio para salvar, sin dudarlo apenas, ese mismo orden establecido, burgués, capitalista y patriarcal.
El feminismo de este Nosferatu resulta a la postre tan dudoso como el resto de sus supuestas virtudes formales, estéticas o intelectuales. En todo el cine de Eggers, los personajes masculinos, con la relativa excepción de El hombre del norte (2022), son autoritarios a la par que incapaces, su virilidad es impostada y ridícula, son antihéroes emasculados, derelictos de una sociedad patriarcal que se hunde sin remedio. Pero al tiempo, la mujer, tanto en La bruja como en la infame El faro (2019), sigue siendo una representación maniquea y tópica, teñida de misoginia, del Mal.
Una vagina dentata vagamente idealizada, una bruja que sacrifica niños en el bosque a las órdenes de Black Philip (un macho cabrío, ojo); una sirena que enloquece a los hombres y los enfrenta entre sí en El faro; una adúltera madre castradora, frígida y al tiempo lasciva como la shakespeariana Gudrun (Nicole Kidman) de El hombre del norte. O una inconstante jovencita neurótica que cambia de idea y actitud caprichosamente, romántica y posesa (que no poseída), causando con su sexualidad reprimida la llegada de una plaga que consume a sus familiares y amigos. En definitiva: una histérica niñata milenial que ni se entiende ni se acepta, pero se ofrece como sacrificio final para salvar la misma estructura social que la ha condenado, marginado y oprimido.
Este Nosferatu y su director son claro ejemplo de una supuesta actitud feminista que, en fondo y forma, resulta tan neurótica, romántica, caprichosa y vacua como la de su protagonista. Compárese a esta Ellen no solo con la original, sino con la Lucy (Kate Nelligan) del Drácula (1979) de John Badham e incluso con la Mina (Winona Ryder) del Drácula de Coppola (1992). En especial la interpretada por Kate Nelligan ofrece un personaje femenino liberado, decidido y rebelde, cuyo discurso feminista resulta tan convincente y transgresor como potente.
Robert Eggers confirma con Nosferatu no ser más que un tímido misógino con piel de aliado feminista. Incapaz tanto de ofrecernos una heroína gótica en la tradición clásica, que acepte su papel genérico en el género (broma intencionada) y lo haga funcionar, como de ponerla al día de manera creíble y efectiva. A cambio, nos descubre todos los miedos y frustraciones que el artista liberal y moderno del milenio siente como suyos, sin atreverse a enfrentarlos.
Miedo al hombre, a la idea misma de virilidad y masculinidad, anatemizadas hoy, pero miedo también a la mujer auténticamente libre, poderosa e independiente de verdad. Eggers, como su Ellen, lo que quiere es que le coma Nosferatu, pero al final opta cobardemente por volver a matarlo, destruyendo con él toda la perversa belleza que el arquetipo luciferino del vampiro ofrece. El feminismo de Nosferatu es, finalmente, tan cobarde e interesado como su propia razón de ser.