Hay libros que no necesitan ser best sellers para cambiar el curso de una generación. Obras que, desde la quietud de sus páginas, se convierten en faros que guían otras formas de contar historias. Ese es el caso de La carretera, de Cormac McCarthy. Una novela árida, sombría y profundamente humana que sirvió de inspiración directa para el universo narrativo de The Last of Us, uno de los mayores fenómenos culturales del siglo XXI.
Aunque la mayoría de los seguidores de The Last of Us conocen la saga por su dimensión audiovisual, pocos han leído la novela que encendió la chispa. Y sin embargo, todo está ahí. La devastación, la travesía, el vínculo entre padre e hijo, la necesidad de encontrar sentido en medio de las ruinas. La carretera es el germen de la obra maestra de Naughty Dog.
El corazón roto de América
Cormac McCarthy escribió La carretera en 2006, después de ser padre a los 70 años. La novela, que le valdría el Premio Pulitzer, surgió de una visión casi profética del fin del mundo. Pero no como espectáculo, sino como espacio íntimo. Una tierra calcinada y silenciosa donde solo caminan un hombre y un niño. Ese es el esqueleto que también recorre The Last of Us. Una obra que supo captar la emoción profunda del libro y trasladarla a otros lenguajes.
Neil Druckmann, creador de The Last of Us, ha citado en múltiples entrevistas a McCarthy como una influencia decisiva. Y no es para menos. El tono emocional, la estética de la desolación, el ritmo contenido y lírico de la narración, incluso el uso del silencio y la vulnerabilidad como herramientas dramáticas, están calcados de La carretera. El videojuego y la serie no serían lo que son sin ese libro.

Lo que distingue tanto a The Last of Us como a La carretera de otras obras postapocalípticas es la renuncia al estruendo. Aquí no hay épica grandilocuente ni discursos heroicos. Todo es minúsculo, silencioso, casi sagrado. En el videojuego de Naughty Dog, la relación entre Joel y Ellie está tallada con la misma paciencia con la que McCarthy construye el vínculo entre sus dos protagonistas: un padre que ya lo ha perdido todo, y un hijo que todavía no entiende lo que eso significa.
Ambas historias desconfían del mundo exterior y se concentran en el paisaje interior de los personajes. En The Last of Us, ese enfoque se traduce en la tensión emocional entre lo que se debe hacer y lo que se desea. En La carretera, el conflicto no se verbaliza: se siente. McCarthy prescinde incluso de los nombres propios, como si el fin del mundo hubiese arrasado también con la identidad. En el videojuego, esa lección está muy presente. Joel y Ellie no son héroes. Son supervivientes.
La belleza de lo devastado en ‘La carretera’ y en ‘The Last of Us’
The Last of Us ha sido aplaudido por su capacidad para encontrar belleza en la destrucción. Los paisajes arrasados, los edificios tomados por la vegetación, la luz que se filtra entre los escombros. Todo ello remite a la sensibilidad visual que McCarthy cultivó en La carretera, donde cada tramo de viaje es una imagen cargada de simbolismo.
Hay una espiritualidad laica en ambos relatos. Una especie de redención que no pasa por lo religioso, sino por el amor. En The Last of Us, el viaje de Joel no es hacia la salvación del mundo, sino hacia la recuperación de su capacidad de amar. En La carretera, ese amor ya existe, pero está amenazado por el hambre, el frío y la barbarie. Ambos relatos responden a la pregunta que flota siempre en el aire. ¿Cómo seguir siendo humano cuando ya no queda humanidad?

Uno de los elementos más característicos de La carretera es su estilo. Seco, áspero, sin comas, sin adornos. McCarthy escribe como si las palabras también se hubiesen agotado tras el apocalipsis. Esa forma de narrar encuentra eco en el videojuego de Neil Druckmann, donde los silencios pesan tanto como las palabras. La escritura visual del juego y la serie, con escenas largas sin diálogo, debe mucho a ese modelo.
Más allá del contenido, es la forma la que convierte a La carretera en un referente ineludible. Y The Last of Us ha sabido trasladar ese estilo al mundo digital. El resultado es una experiencia que no solo emociona, sino que transforma. Cada decisión narrativa, cada plano, cada mirada detenida remite a esa economía expresiva que McCarthy llevó al límite.