Mujeres desmembradas, mutiladas, degolladas, evisceradas. Cuerpos femeninos, torturados, rotos, violados, decapitados e incluso descompuestos. Vaginas dentadas, vampiras y vampiresas, súcubos y ogresas. El cine de terror ha basado siempre buena parte de la morbosa fascinación que ejerce sobre espectadores y espectadoras en el espectáculo de la mujer o, mejor dicho, del cuerpo de la mujer como entidad deforme y monstruosa, ya sea como víctima o como victimario.
Oscilando entre hacerlo objeto de un sádico deseo siempre insatisfecho o ídolo masoquista que devora y destruye a sus víctimas, en especial al macho de la especie, el género terrorífico ha sabido siempre que el cuerpo humano en general y el femenino en particular son fuente inagotable de angustia, ansiedad, sueños y pesadillas húmedas, que encarnan las peores pero más interesantes fantasías del inconsciente colectivo e individual.
En este panorama cinematográfico, las mujeres han tenido pocas oportunidades para expresar su visión justa y necesaria de algo que las atañe directamente: la apropiación e instrumentalización de su biología como fundamento del horror. Lo que títulos recientes como La sustancia, de Coralie Fargeat, que acaba de pasar con éxito por Sitges, o Titane de Julia Ducournau, ganadora de la Palma de Oro del Festival de Cannes en 2021, han venido a cambiar radicalmente.
El término body horror (horror corporal, físico y biológico) fue acuñado por Philip Brophy en un seminal artículo de 1983, como respuesta a la invasión de una tendencia en el cine de terror basada en la abyección física extrema, en el asalto invasivo al cuerpo humano, deconstruido por medio de novedosos efectos especiales para ser reconvertido en sustancia de plasticidad infinita, infinitamente horripilante, morbosa y seductora.
Alien (1979), La cosa (1982) o Videodrome (1983), entre otras, contribuyeron poderosamente a la consolidación de este subgénero situado entre la ciencia ficción, el terror, el erotismo y la especulación médico-biológica, que llevaría el cine gore o splatter (sangriento) a un nuevo territorio filosófico, netamente materialista, en sintonía con tendencias como el ciberpunk o el posthumanismo y con los avances técnico-científicos en biogenética, cirugía plástica reconstructiva, nanotecnología, biomecánica y cibernética aplicadas.
Pero aunque en este territorio el cuerpo femenino, por su propia y compleja naturaleza generadora de vida y de atracción sexual, siguió siendo el gran favorito para experimentar en él toda suerte de mutaciones abyectas, violaciones metafóricas y transformaciones alienígenas o clínicas, seguían siendo hombres sus principales exponentes: David Cronenberg, Stuart Gordon, Clive Barker, Brian Yuzna, David Lynch, Shinya Tsukamoto, Paul Verhoeven, Takashi Miike…
No es que no hubiera directoras de cine tan sangrientas, sanguinarias y sangrantes como cualquier aficionado al horror barato pudiera desear: Roberta Findlay o Jackie Kong fueron aventajadas alumnas de Herschell Gordon Lewis, el “padrino del gore”. En los ochenta y noventa tomaron el relevo realizadoras más respetables como Mary Lambert, Rachel Talalay, Kathryn Bigelow o Mary Harron. Pero casi ninguna hundió su bisturí en el corpus del body horror en sentido estricto, prefiriendo temas más clásicos, como zombis, vampiros o psicópatas. Pese a pioneras como Jennifer Lynch —lo lleva en la sangre—, con su película de culto injustamente maltratada por la crítica Mi obsesión por Helena (1993), o Diane Doniol-Valcroze —que también lo lleva en los genes: hija del director Jacques Doniol-Valcroze— con Kill by Inches (1999), el body horror y el cuerpo femenino del terror seguían siendo, como el brandy Osborne, cosa de hombres.
Pero el siglo XXI, inaugurando el milenio de la mujer, ha cambiado esto radicalmente. Crecidas sin los prejuicios contra el género de muchas feministas radicales, acunadas por el erotismo oscuro de la cultura Gothic y fascinadas por las excursiones a la biología femenina del Cronenberg de Rabia (1977), Cromosoma 3 (1979) o Inseparables (1988), una nueva generación de guionistas y directoras estaba más que dispuesta a operar sobre sus propios cuerpos desde la perspectiva única de conocer mejor que ningún hombre sus misterios. No en vano Frankenstein de Mary Shelley puede considerarse origen del body horror.
Las francesas, aventajadas lectoras de Julia Kristeva, Françoise Duvignaud y Annie Le Brun, fueron las primeras. Amparándose bajo el fenómeno del “nuevo cine de la crueldad extrema” francés de los 2000, Claire Denis retrató un amor vampírico-caníbal vírico y devorador en Problema cada día (2000), mientras la actriz, escritora y cineasta Marina de Van se arrancaba, literalmente, la piel en Dans ma peau (2002), prosiguiendo su inquisición en el cuerpo y la mente femeninos con Don’t Look Back (2009). Por su parte, Lucile Hadžihalilovic, pareja y colaboradora del polémico Gaspar Noé, reafirmaba con Innocence (2004) una filmografía única, con una poética e inquietante visión de las dimensiones extrañas de la mujer y de la infancia que navega por aguas afines al body horror en títulos como Evolución (2015) o Earwig (2021).
En Canadá, gélida patria de la Nueva Carne, las gemelas Jen y Sylvia Soska, actrices, guionistas y realizadoras entregadas al cine de terror, nos han ofrecido títulos como American Mary (2012), comedia negra sobre el mundo de la modificación corporal extrema, o Rabid (2019), revisión del clásico de Cronenberg. Nuevas realizadoras del Hollywood actual como Karyn Kusama con Jennifer’s Body (2009), con guion de Diablo Cody; Anna Zlokovic con Apéndice (2023) o la angloiraní Ana Lilly Amirpour con Amor carnal (2016), y, sobre todo, The Outside (2022), se han lanzado de cabeza al interior del cuerpo y la psique de la mujer empoderada del siglo XXI, un campo minado lleno de posibilidades para lo mejor y lo peor.
El éxito primero de Crudo (2016) y después de Titane, ambas de Julia Ducourneau, situó nuevamente el body horror femenino y feminista francés en primera línea, a la que viene ahora a sumarse el reconocimiento obtenido por Coralie Fargeat con La sustancia. Segunda incursión en el terror de su directora, tras la irregular y sobrevalorada Revenge (2017), sátira del mundo de la belleza consumista y consumidora, la premisa de La sustancia recuerda especialmente el citado episodio del Gabinete de curiosidades de Guillermo del Toro dirigido por Ana Lily Amirpour: The Outside, basado en el webcomic de Emily Carroll Some Other Animal´s Meat (2016).
La sustancia viene a profundizar en la denuncia grotesca y visceral de la obsesión por el modelo de belleza femenino tradicional, ejemplificada por títulos anteriores como Doctor Carver (2021), de la actriz y directora británica de cine de horror Louisa Warren, o el fascinante y superior Helter Skelter (2012), adaptación del manga original de Kyôko Okazaki y Arisa Kaneko, firmada por la realizadora japonesa Mika Ninagawa. Pronto llegarán otros títulos como Nightbitch (2024) de Marielle Heller: mi vida como una perra… literalmente.
Conquistando premios en festivales internacionales tanto dentro como fuera del género, con el beneplácito de la crítica y del público amante del terror de todo sexo y condición, desde Francia hasta Japón, pasando por Canadá y Hollywood, las directoras del siglo XXI reclaman a través del body horror el cuerpo femenino, su cuerpo, como campo de batalla para sus pesadillas, miedos y deseos más oscuros, más allá y más acá de tópicos machistas y misóginos. Nadie lo conoce igual, nadie lo comprende mejor… Y quizá nadie lo tema más.