El brote verde de la magia

El árbol de la vida mágico da hijos lustrosos, sabrosos y gustosos. Pero sin duda el más dulzón y pasional es la fruta prohibida del cine. Qué rica está

Diego y Elena actúan durante la presentación y pase gráfico de la Gala Internacional de Magia en el XV Festival Internacional de Magia.
EFE/ Kiko Huesca

Se acaba de celebrar en Madrid la XV Edición del Festival Internacional de Magia (M.A.R diría que ya es “toda una señorita”, sujétame el cubata). Es algo así como el Festival de Cannes de los magos, ideado, impulsado y desarrollado por Jorge Blass, el discípulo aventajado del maestro Juan Tamariz, tal vez el mejor mago de su generación, fundador de la ortodoxia más pura en su campo y némesis de los poperos y demás subalternos. John Ford versus Baz Luhrmann.

Mi familia y yo nos consideramos magicófilos. Somos tan groupies que no hay año que faltemos a este show y, tanto va el cántaro a la fuente…que hace un par de ediciones Jorge Blass nos hizo subir a mi esposa y a mí al escenario para protagonizar (?) su truco estrella: consistía, entre otras ilusiones, en hacer desaparecer mi anillo de boda. Que tío. Eso no se le ocurre ni al que asó manteca. A punto de provocar la Tercera Guerra Mundial, al rato lo hizo aparecer unos metros más allá retractilado y dentro de una cajita. Una monada.

Este año, en cambio, Blass se puso teórico y gafapasta y en un momento dado bajó al patio de butacas y pidió al respetable que definiera lo que para él/ella era la magia. Uno con pinta de haberse leído Los hermanos Karamazov en ruso dijo: “La magia consiste en desafiar las leyes de lo previsible”. Todos pa casa.

Menos mal que a mí me debió de reconocer entre el patio de butacas y ni se acercó: hubiera empezado a balbucear, en ruso, por ejemplo, como me pasa siempre que quiero explicar bien una cosa y acabo por no decir nada.

Bueno pues, ahora, Jorge Blass, parapetado cobardemente en el Copilot y llevando el asunto a mi terreno, quiero decir que, para mí, la magia es la representación artística con mayor capacidad de fascinación que existe, incluso por encima del cine.

Cuando te sientas a ver una película, tienes que adoptar la llamada Suspensión de Incredulidad, una cosa así como muy cartesiana, pero que no deja de ser una especie de imaginarias gafas mentales con filtro, en el que asumes de manera volitiva que la enorme mentira que ves ante ti en 2D -bueno a veces en 3D pero ya me entiendes-, sucede realmente.

Y lo haces y lloras y sufres y te conmueves y te ríes con unos señores que no conoces de nada, que se llaman actores y actrices y que declaman un papel que otro les ha escrito. Día tras día, peli tras peli, estamos programados para ello. Si eso no es evolución que nos diferencia de los macacos, es que el terraplanismo ya ha arrasado al darwinismo en X.

Con todo, lo más grande de la magia, lo que la hace única y pura, es que no hace falta ni siquiera esa decodificación mental para que funcione. Todo es analógico, no hay filtro ni suspensión alguna entre el mago y tú. Más al contrario, él va a tener que convencerte de que aquello que crees irreal, imposible, ficcional, se materializa delante de tus ojos sin trampa, sin cartón, sin pantalla que valga. Y vaya si lo hace. Y no hay trucos: el truco eres tú, hijo. A mí Blass me birló el anillo en mi jeta y lo hizo aparecer seis metros más allá en una cajita. Esto es tan cierto como que la Tierra es redonda, perdón terraplanistas.

Por eso la magia es disruptiva, porque es orgánica y navega a contracorriente. En una edad en la que vamos saltando pantalla por pantalla, en un juego de espejos cada vez más parecido al magistral final de La dama de Shanghái (Orson Welles, 1947) en el que no sabes qué es real o imaginado y tienes que disparar para comprobarlo, la magia es el tú a tú de la confrontación atávica y sin trampantojos. Nada hay hoy en día más vivo y fascinante que un espectáculo de magia. Nada.

Magia y cine siempre han funcionado bien. Se quieren, se miran, se reconocen. Ambas vienen del mismo árbol. Más bien el uno es el esqueje de la otra. Estética y consanguinidad.

Méliès era un mago. Ilusionista -qué preciosa palabra-, le decían. Ahí está el primer pegamento y el más importante, el que define al cine como el brote del árbol de la magia. El gran punto de inflexión en su historia tuvo lugar hace mucho, mucho, muy al principio y como si de una glaciación se tratara. No fue ni la irrupción de los grandes estudios, ni el nuevo cine de Hollywood, ni el cine intelectual soviético, ni el expresionismo alemán, mucho menos la Nouvelle Vague.

El gran punto de giro en la historia de este arte sucedió en sus albores, cuando el mago entendió que esta máquina de hacer churros que trataba de explicar el mundo en movimiento, podría ser un eficaz artefacto de emociones si lo cosía con el hilo de la magia. Ahí Méliès hizo de guisante mendeliano, empezó a tracamundear con los trucos del protolenguaje fílmico, mucho antes de que Griffith nos enseñara a comunicarnos…y lo convirtió en ficción. ¡Tachán! No había otra. Bueno, sí, de hecho, había otra: el cine pudo irse por dos caminos, como las optativas de la ESO: o lo científico-empírico (los documentales de los hermanos Lumière) o la rama de humanidades.

Gracias a Dios o mejor a papi Georges, los humanos optamos por lo segundo (ya ha quedado claro que hemos evolucionado, incluso para los terraplanistas). Y de ese Juan Tamariz del cine vienen todos los Jorge Blass que conocemos, admiramos y con los que hemos explorado el infinito y más allá, en este viaje de luz fascinante que es el cine, pero, sobre todo, mágico.