Me despedía ayer a las 12:21 h. de mi esposa, lleno de ¡energía! mañanera, rumbo al garaje para ir a buscar a nuestro hijo al cole. Tenía una cita ineludible para renovarse el pasaporte. Antes, desde las 9:00 h., yo había estado utilizando todo tipo de dispositivos electrónicos -móvil, tableta, portátil- para reuniones varias -Google Meet, Zoom, Teams-. Hasta me dio tiempo a ver, mientras desayunaba -tostadora, cafetera, microondas- en mi ¿inteligente? y ¿conectada? televisión, la performance del artista callejero Antonio Rüdiger instalada en Sevilla.
Nada de esto, como sabes, funcionaría 12 minutos después. Al salir de casa, ayudado por el siempre eficaz ascensor, el sistema automático de presencia encendió las luces del portal para que yo no sufriera pulsando el mecanismo, al igual que la puerta ‘antiesfuerzos’ de mi portal, que se deslizó perfecta, suave y eléctricamente, igual que las del garaje. Entrada y salida. 15 artilugios enchufados a la red perfectamente engrasados para hacer más fácil mi vida en los primeros 15 minutos de la jornada. Y sin contar el móvil.
Los semáforos de Príncipe de Vergara sonreían verdes a mi paso y celebraban mi carrera en coreografía con sus diagonales. Muchos rezagados abrían a orillas de El Retiro las puertas automáticas de sus comercios, con solo girar una llave, sin tan siquiera pensar en el chorro de energía necesario para no tener que hacerlo a mano.

Recibí al chaval en la puerta del cole a las 12:32 h. y, al encarar de nuevo la calzada, no funcionaba ningún semáforo hasta mi casa. Arterias grandes y muy concurridas del centro de la ciudad estaban ya colapsadas. Me extrañó, pero no mucho. Cualquiera que haya pasado entre 5 y 10 minutos en Madrid en toda su vida sabe de lo que hablo. Al llegar al garaje y no funcionar la puerta me mosqueé. Pero fue en la comisaría -sin grupo electrógeno, por cierto- cuando la Policía Nacional me lo chivó todo. Acusicas.
(Y a partir de ahí lo que tú y yo sabemos).
Al salir, sin pasaporte ni electricidad, un señor, cuyo nieto recibía tratamiento en el cercano Hospital Niño Jesús, me pidió el teléfono para llamar a su hija, que acompañaba al muchacho. Pensé inmediatamente en todos los que necesitaban cascadas de luz, real y metafórica, para curarse a pocos metros de mí.
Dejé a mi hijo de vuelta en el cole y, tras hablar con voz pedregosa con mi mujer para contarle la situación, calmé mi espíritu, limpié mi mente, entre otras cosas porque no había nada que la intoxicara -WhatsApp, GMail, Playtomic, etc.- y comencé a deambular con las manos en los bolsillos, como antes de tener mi primer móvil, más sabio y también más lento, por esas cuatro calles que conforman mi ecosistema urbano.
Y entonces vi cosas que nunca creí haber visto. Y sin viajar más allá de Orión. Todos los días desde hace 11 años recorriendo a pie el mismo trayecto, en ocasiones hasta cuatro veces, y no me había fijado en nada.
Vi un cartel de “tenemos baterías portátiles” en la tienda El Nacionalista, pegado con cinta americana en un cartón pluma tamaño 1:1 que representaba a Donald Trump. A quien no vi fue a la presidenta de Red Eléctrica comprando 10.000 toneladas de ellas.
Vi a cuatro hombres jugando al dominó en una mesa improvisada justo en frente del Avanty’s, rodeados de bolsas de basura como el efímero mobiliario urbano que esta huelga nos ha dejado.
Vi a gente comprando empanadas y garrafas de agua en los súper como si hoy fuera el Lunes de Aguas en Salamanca.
Vi a muchos chinos haciendo su agosto, pero comportándose con extraña solidaridad. Pilas AAA a 1,80€, como siempre, vamos. Por si acaso y de manera preventiva había una señora quejándose de los precios.
Vi desde la calle a gente comiendo tranquilamente en el chino de Gistau: las ventanas estaban abiertas de par en par hacia la calle para que entrara algo de claridad, como cuando abren las puertas del templo en Año Santo Jacobeo.
Vi a un hombre de mediana edad y chaleco de guatiné saliendo de una peluquería con una pizza humeante. Pensé que, quizás, se había instaurado de repente la ley seca de pepperoni y quattro stazioni.

Vi al señor que vende flores desde que mi amiga Clara era una niña abriendo tranquilamente un sobre de jamón ibérico, un trozo de pan, una navaja y una Coca Cola. Pero no pudo darle el primer bocado porque tenía a señoras impacientes esperando su ramo de tulipanes naranjas. Benditas costumbres.
Y vi sobre todo a mucha gente, ¿paisanos? de Madrid, tranquilos, relajados, intentando hacer como si nada y abarrotando las terrazas, caña o vinito en mano.
Todas esas cosas vi yo en un precioso día primaveral, raro, raro, raro. Y pensé que es que en Madrid todos los días son raros, ninguno se parece a otro si esa es la definición de raro, “poco común, infrecuente”. No necesitamos ni Filomena, ni virus, ni apagones, para despertarnos todos los días en un parque de toboganes y coches de choque. Madrid, mi ciudad, resumida en un barrio, cuatro calles. Pensé también que éramos un grano de arena en el universo del apagón. Pensé, por último, que, si la ciudad pudiera alimentar su energía con basura, como el DeLorean de Doc en Regreso al futuro, sería tal nuestro fulgor que nos convertiríamos el centro mismo del universo.