Una noche, mirando a las estrellas, alguien me dijo: “¿Ves esa luz tan potente? Pues esa estrella lleva muerta millones de años…”. Me pareció tan poético y aterrador que nunca me preocupé de confirmarlo. Y siempre que recuerdo esa frase me viene a la cabeza Marilyn Monroe, no sé por qué.
Blonde es un filme producido por Netflix con el objetivo —que tantos y tan buenos frutos le dio con la aclamada Roma (Alfonso Cuarón, 2018)— de consolidarse como granero de “producciones de prestigio”, seguir dando lustre a su gigantesca N y de paso llevarse unos cuantos Oscar de la Academia tras presentarla con toda la artillería en el Festival de Venecia de ese año. Spoiler: nada de eso pasó.
Basada en la novela homónima de Joyce Carol Oates, Blonde recorre, de manera apócrifa, diferentes pasajes de la vida de la actriz Marilyn Monroe: desde su cruel infancia hasta su descomunal éxito como actriz e icono pop y sexual, pasando por sus fallidos matrimonios y sus abusivas relaciones con el poder —qué más da cuál—. Hasta ahí todo normal, lo que todos conocemos de M.M.: aparente obra de qualité dentro del mainstream y felizmente normativa. Pero no…
No sé si están al tanto la polémica. Sospecho que no todos y eso significa que el Sr. Lobo de turno cumplió con su trabajo. El proceso de eliminación, contundente y limpio, de la película fue fruto de una estrategia militar orquestada por altos generales del más poderoso de los ejércitos: El Ejército de la Cancelación; seguro que lo conocen. Cancela más, cancela mejor: en este caso no dejaron ni rastro.
En un momento dado de la película, Dominik, director y guionista, toma la decisión de hacer que una Marilyn Monroe embarazada dialogue con su propio feto (recreado por CGI). A partir de ahí distintas asociaciones, lideradas por la poderosa Planned Parenthood (PPFA), acusan a la cinta de proselitismo antiabortista (“los fanáticos antiaborto han contribuido durante mucho tiempo al estigma del aborto mediante el uso de descripciones médicamente inexactas: Blonde refuerza su mensaje”) y abren la espita para que la gigantesca bola de nieve en forma de corriente de opinión opte por la ¡ay! literalidad más delirante.
Cancelada por todos
La obra es acusada de una cosa y de la contraria: antiabortista, misógina, deshonrosa, ofensiva, sexista y manipuladora. Entre todos la mataron y ella sola se murió: hundida en la sima abisal del catálogo de Netflix y reducida a la nada; exactamente lo mismo que hizo la gran N para intentar contrarrestar los absurdos ataques a la película: nada.
Blonde es ciertamente una obra perturbadora: un ejercicio de estilo irregular como pocos, probablemente de dudoso gusto formal en algunos pasajes y excesivamente truculenta, pero con un arriesgadísimo punto de partida apuntalado por una puesta en escena brumosa, radical y honesta. No se me ocurre una manera mejor de mirar a esta estrella muerta tan rutilante que desde la más pura abstracción y subjetividad del espejo deformante. Además, contrariamente al planteamiento de mostrar y no sugerir que barniza toda la película, Blonde contiene uno de los finales más sutiles, estéticos y puramente hermosos del último cine.
También es áspera, dura, incluso desagradable: pero necesaria. Es el único acercamiento veraz a una figura, de tan manoseada, desprovista de su identidad como mujer. Como si fuera la Torre Eiffel o la Gran Esfinge de Guiza, la maravilla Marilyn Monroe nunca ha tenido naturaleza humana. Blonde se la da, posiciona su rol de ser (mujer) con sus errores, terrores y contradicciones y clava su mirada en Norma Jeane, y es mastodóntica y voluptuosa como ella y plenamente consciente de su incomodidad: quiere que sepamos que no hay otra manera de acercarse a la mujer que desvampirizándola: el constructo Marilyn lleva chupando la sangre de Norma Jeane desde el 1 de junio de 1926.
Lo que esa masa amorfa llamada literalidad no supo ni quiso ver es que el arrebato formal (cuánto te añoramos, Iván Zulueta) de Blonde, su crudeza expresionista, no es más que una traslación del espíritu de Norma Jeane a la pantalla en forma y fondo en el intento desesperado, enfermizo a ratos, por parte del director de exorcizar a la persona del personaje. Esa y no otra es la tesis de Blonde.
Como siempre, el proceso inquisitorial dejó víctimas colaterales, no sólo en la producción: la interpretación a flor de piel de la actriz cubana Ana de Armas, que dibuja una deslumbrante, poderosa y débil al mismo tiempo Marilyn y que los círculos críticos habían proyectado como firme candidata a ganar el Oscar a la Mejor Actriz, quedó en lo mismo: en una nada laforetiana. Al menos tuvieron la decencia de nominarla (Oscar, BAFTA, Globo de Oro) pero de premios, nada de nada, no vayamos a mancharnos. Para completar el cuadro, a la propia Ana de Armas se le acusó de “cómplice de la explotación de Marilyn” junto con su director.
Una vez más, Saturno devoró a su hijo.
P.D. Aún hay un atisbo de esperanza: que el suscriptor (Netflix tiene más de 9 millones en España) busque entre el cajón de los objetos perdidos y juzgue por sí mismo: a lo mejor consigue resucitarla y tenemos un nuevo Ordet.