El francés François Ozon es un cineasta excepcionalmente prolífico –ha estrenado 23 largometrajes en los últimos 25 años– y también muy irregular, tal vez a causa tanto de esa productividad como de su voluntad de construir su filmografía alternando proyectos de envergadura con otros vocacionalmente más frívolos y, hasta cierto punto, concibiendo cada nueva película como reacción a la inmediatamente anterior. La película que lo trae de regreso a la cartelera española, sin ir más lejos, deja claras varias diferencias respecto al vodevil Mi crimen (2023), que Ozon estrenó el año pasado. Si aquella era la adaptación de una obra de teatro ambientada en los años 30 y deliberadamente artificiosa, Cuando cae el otoño es una apuesta por el naturalismo basada en un guion original, que derrocha parsimonia mientras ofrece una melancólica reflexión sobre la culpa y la reconciliación y la adereza, eso sí, con elementos propios del tipo de thriller perfeccionado en su día por autores como el escritor Georges Simenon y el cineasta Claude Chabrol.
La película ofrece el retrato de una anciana, Michelle (Hélene Vincent), que vive una vida aparentemente tranquila en la Borgoña, en una casa cercana a la de su mejor amiga, Marie-Claude (Josiane Balasko). Las dos mujeres pasan los días caminando por el bosque y recogiendo setas mientras hablan de sus respectivas vidas familiares. Por razones inicialmente no explicadas, Michelle mantiene una relación difícil con su hija Valérie, que obviamente alberga cierto resentimiento contra su madre –la encarna Ludivine Sagnier, que regresa al mundo de Ozon dos décadas después de haber trabajado con él por última vez en Swimming Pool (2003)–, y que lo está pasando mal a causa del proceso de divorcio en el que está embarcada.
Un oscuro pasado
La situación entre ambas empeora de repente cuando, tras visitar a Michelle junto a su hijo, Valérie sufre una intoxicación alimentaria a causa de la ingesta de hongos silvestres, y el incidente no tarda en desencadenar una serie de acontecimientos que resultan en una investigación policial. Paralelamente, el hijo de Marie Claude, Vincent (Pierre Lottin), sale de prisión y se pone a trabajar como jardinero para Michelle, con la que no tarda en estrechar vínculos. Y, entretanto, poco a poco vamos comprendiendo que, tiempo atrás, ambas ancianas fueron trabajadoras sexuales en París y que, si bien Vincent acepta sin reparos el pasado de su progenitora, Valérie nunca ha podido perdonar a la suya.
A lo largo de su primera mitad, Cuando cae el otoño se muestra más bien reacia a desvelar al espectador cuál es su eje dramático. ¿Es la película una meditación sobre la vejez, como su título sugiere? ¿Es su tema central la enfermedad mental? ¿Se trata de un retrato de conflictos generacionales? ¿O es un thriller criminal aderezado con toques de comedia? Ozon asoma la cabeza en diferentes territorios, pero no se adentra en ninguno de ellos. A través de sucesivos giros argumentales y de la ambigüedad de la que envuelve a los personajes, la película deja claros sus esfuerzos por sorprender al espectador pero, lejos de estimular la implicación emocional del espectador, esos espacios en blanco y elipsis narrativas tan solo limitan la capacidad de este último para empatizar con las tribulaciones de Michelle. Y cada vez que el relato da la sensación de plantear situaciones potencialmente interesantes y éticamente espinosas, asimismo, Ozon opta por buscarles soluciones fáciles en lugar de usarlas para explorar asuntos complejos.
Sin duda, los mejores momentos de Cuando cae el otoño son aquellos durante los que se centra en capturar la rutina de las dos ancianas, y que funcionan como deslumbrante escaparate para dos actrices obviamente encantadas de poder hincarle el diente al tipo de papel jugoso que posiblemente no tienen ocasión de encarnar a menudo. En particular, la película es ante todo un vehículo para el lucimiento de Vincent, actriz y directora teatral respetada a lo largo de las décadas cuya carrera cinematográfica incluye el trabajo protagonista en La vida es un largo río tranquilo (1988), por el que obtuvo el premio César, y que ya trabajó junto a Balasko para Ozon en Gracias a Dios (2018). Su interpretación es el pilar sobre el que toda la película se sostiene, por la red de sentimientos contradictorios que su personaje exhibe –vergüenza y coraje, culpa y resentimiento, sentido del deber e instinto protector– y porque sus dudas acerca de su propio pasado nos invitan a hacernos preguntas sobre la responsabilidad parental y la posibilidad de redención. Considerando la blandura que el cine suele aquejar a la hora de retratar a las mujeres de la tercera edad, tanto Michelle como la convicción con la que Vincent le da vida representan algo parecido a un acto político.