“Durante muchos años estuve dando vueltas dentro de una jaula, con los sueños llenos de asesinato y venganza, hasta el día en que la solución se presentó por fin ante mis ojos, como si fuera demasiado obvia: atraparía al cazador en su propia trampa, encerrándolo en un libro”. Son las últimas palabras que se pronuncian a lo largo del metraje de El consentimiento, y también tienen una presencia fundamental en el libro homónimo que adapta a la pantalla.
Vanessa Springora lo publicó en 2020 para hacer pública la relación destructiva que con solo 14 años había vivido con el escritor Gabriel Matzneff, de 49, un pederasta orgulloso de serlo que durante décadas se dejó ver en sociedad en compañía de menores y que convirtió la ostentación de su patología en el principal asunto de su obra literaria –”A veces tengo hasta cuatro chicos de 8 a 14 años en mi cama al mismo tiempo, y les hago el amor de la manera más exquisita”, escribió en 1985–.
De hecho, fue esa actitud transgresora lo que le proporcionó el prestigio entre el círculo literario francés, premios y hasta una subvención estatal. La publicación del libro de Springora lo convirtió un apestado, y contribuyó a un cambio en la ley gala gracias al que la edad mínima de consentimiento para actos sexuales se fijó en los 15 años.
Un consentimiento “viciado”
Los engranajes de la depredación se ponen en marcha desde la primera secuencia de El consentimiento, en cuanto los ojos de Matzneff se posan por primera vez en Vanessa; el sórdido aprendizaje que le ofrece inmediatamente después parece hipnotizar a la niña, deslumbrada por la inteligencia y el éxito de aquel hombre. Ella ansía tanto sentirse mujer que se convence de que eso es amor, y ansía tanto sentirse especial que acepta ponerse al servicio de los impulsos sexuales y de dominación de los que él nutre su obra.
Llegado el momento la muchacha empieza a comprender la situación y trata de huir de ella, pero una y otra vez acaba en la misma habitación con él; y en cuanto escapa de esa cárcel, él publica un libro en el que airea los detalles de su relación, para humillarla y perpetuar su control sobre ella. La directora de la película, Vanessa Filho, trata de mostrar ese proceso de forma más frontal que el libro de Springora, que en ningún momento menciona el nombre del depredador, y durante el que la víctima reflexiona sobre su pasado desde la adultez. En cualquier caso, desvelar la identidad de Matzneff desde el principio y avanzar de forma lineal no es el único modo que Filho tiene de ofrecer una versión simplificada de su modelo.
“¿Cómo admitir que han abusado de nosotros cuando no podemos negar que lo hemos consentido? ¿Cuando, como en este caso, hemos deseado a ese adulto, que no tardó en sacar provecho?”, se pregunta Springora en sus páginas, justo antes de usarlas para buscar respuestas. La película, en cambio, no se toma la molestia; en ella, el consentimiento del título sirve sobre todo para ilustrar por un lado la reacción de una madre que no tarda en normalizar los abusos a su hija por miedo a perder su custodia y porque se siente importante junto a Matzneff y, por otro, la postura de editores, críticos literarios y patrones de la cultura que disfrutan de la sucesión de ninfas de las que el escritor se rodea y la justifican en nombre del arte.
Dicho de otro modo, Filho rehúsa ahondar realmente en la psicología de Vanessa, y eso explica que omita algunos elementos narrativos interesantes del libro, como la compleja relación que mantiene con su padre ausente. Aquí la mente de la joven es poco más que un mero escaparate de la imagen subjetiva del escritor, y eso resulta aún más problemático si se tiene en cuenta que él es retratado exclusivamente como un monstruo narcisista y repelente, por lo que la fascinación que ella siente resulta del todo incomprensible.
Por lo que respecta a las escenas de sexo incluidas en la película, tiene sentido que Filho las use para reflejar la cambiante subjetividad emocional de Vanessa, y que, por tanto, empiecen transmitiendo cierto romanticismo para luego degenerar en siniestros juegos de poder y subyugación. Pese a ello, es difícilmente justificable el uso de la gramática del erotismo que Filho hace al escenificar esos primeros encuentros sexuales, recreándose en los jadeos y fijándose en cómo una mano recorre muslos núbiles y cómo unas bragas descienden después por ellos.
En general, además, esas secuencias aquejan una obvia incoherencia formal, recurriendo a ratos a trucos visuales algo burdos –imágenes borrosas, reflejos en espejos, marcos de puertas que recortan– para ocultar la desnudez de la joven y a ratos, de forma casi aleatoria, exponiendo el cuerpo de la niña con crudeza.
En última instancia, El consentimiento neutraliza el poder del texto en el que se basa añadiendo ficción –un guion, unos actores, una recreación– a algo que no la requería, y por tanto es poco probable que aporte nada sustancial al debate sobre los abusos de poder. Ahora bien, Gabriel Matzneff sigue vivo y seguro que cuando la película se estrenó en Francia hace ahora unos meses, mientras paseaba o leía la prensa, tuvo que cruzarse con sus carteles promocionales, e incluso es posible que la proyectaran en el cine de su barrio. Eso casi basta para justificarla.