Hay una herida abierta en The Last of Us, y supura desde el mismo instante en que nos despedimos de Joel y Ellie en aquel final abrasivo, ambiguo, devastador. Quien haya jugado al videojuego de Naughty Dog sabe que lo que viene después no es alivio ni recompensa, sino otra forma de oscuridad. Lo intuíamos. Lo esperábamos. Lo temíamos. Y ahora, al borde del regreso de la serie de HBO, es imposible no preguntarse si estamos preparados para lo que está por llegar.
Lo conté el otro día en una reseña sincera y personal del primer episodio, que pude ver en exclusiva en la premiere celebrada en Madrid. Pero en este reportaje vamos a ir más allá. Vamos a preparar el terreno para quienes van a adentrarse en la temporada 2 de The Last of Us, conscientes de que no hay vuelta atrás una vez que se inicia el viaje.
Un salto de cinco años que lo cambia todo
La temporada 2 de The Last of Us comienza cinco años después del final de la primera. Y no es un detalle menor. Es una brecha temporal cargada de ecos, silencios y decisiones. Ellie ya no es una niña. Joel, por su parte, ya no es solo un superviviente. Ambos han construido algo parecido a una vida en Jackson, ese refugio entre montañas que parece un espejismo en mitad del infierno.
Pero nada permanece ileso tanto tiempo. El pasado tiene garras. Y las consecuencias, tarde o temprano, exigen su tributo.

Este salto temporal en The Last of Us redefine a los personajes, el tono, las dinámicas de poder. La ternura de la primera entrega se ha endurecido. Ahora hay espacio para la desconfianza, para el desgaste, para los secretos. Y también para la violencia, que regresa con una furia desatada que sorprenderá a más de uno.
El peso insoportable de las consecuencias en ‘The Last of Us’
Todo lo que ocurrió en la primera temporada de The Last of Us importa. Y no porque vaya a repetirse, sino porque sus consecuencias se convierten en la columna vertebral de la nueva narrativa. La serie —igual que el videojuego— no avanza como una historia de aventuras, sino como un estudio sobre las secuelas del dolor. Cada decisión arrastra una sombra. Cada gesto, cada mentira, cada acto de amor y cada crimen. Todo tiene su eco.
En la temporada 2 de The Last of Us, se nos obliga a vivir en ese eco. No se trata de flashbacks gratuitos ni de nostalgias disfrazadas de guion. Se trata de enfrentarse, por fin, a lo que el espectador sabe que no puede ignorar. De mirar el daño y preguntarse qué clase de persona lo ha provocado. Y si lo ha hecho por amor… o por egoísmo.
El ciclo de violencia, ese enemigo invisible
Si hay una palabra que define la narrativa de esta temporada de The Last of Us, es violencia. Pero no en el sentido superficial. Aquí no se trata de disparos, explosiones o sustos. Se trata de lo que ocurre dentro de los personajes. De lo que una persona está dispuesta a hacer cuando pierde algo. O a alguien.
La violencia en The Last of Us es casi un personaje más. Un hilo rojo que conecta a todos los protagonistas y que termina por encerrarlos en un bucle del que parece imposible escapar. Aquí nadie es del todo víctima, ni del todo verdugo. Y esa ambigüedad es lo que hace que la historia sea tan cruel, tan brillante y tan incómoda.
En este sentido, la temporada 2 de The Last of Us profundiza en la idea de que toda acción tiene un reflejo. Un precio. Un regreso. Y cuando la venganza se convierte en motor narrativo, lo único que queda es preguntarse cuánto queda de uno mismo después de ejecutarla.
La religión como refugio o amenaza en ‘The Last of Us’
Uno de los elementos más fascinantes y perturbadores de la temporada 2 de The Last of Us es la introducción de los Serafitas, también conocidos como Scars. Un culto religioso que ha renunciado a la tecnología, a los símbolos de una civilización caída. Pero que, a su manera, ha sobrevivido. Y ha impuesto su fe con sangre.
La religión en The Last of Us no es una respuesta, sino una pregunta. ¿Qué ocurre cuando las estructuras del mundo desaparecen y el único lenguaje que queda es el de lo sagrado? ¿Puede la fe dar sentido al horror o solo justificarlo? Los Serafitas no son simples antagonistas. Son el espejo deformado de una humanidad que ya no confía en la razón.
A través de ellos, la historia que adapta HBO explora cómo las creencias pueden ser un refugio o una cárcel. Y cómo, incluso en un mundo roto, seguimos buscando símbolos a los que aferrarnos, aunque esos símbolos nos conduzcan a la muerte.
Joel y Ellie: ¿quiénes son ahora?
En la temporada 2 de The Last of Us, Joel y Ellie ya no son quienes eran. Y eso no solo se nota en el paso del tiempo, en las canas, en el lenguaje corporal. Se nota en la manera en la que se relacionan, en la distancia silenciosa que ha crecido entre ellos. En las palabras que no se dicen.
Joel arrastra una culpa que no se verbaliza, pero que lo define. Ellie, por su parte, vive atrapada entre la gratitud y la sospecha. Entre el cariño y el resentimiento. La relación que fue el alma de The Last of Us se ha transformado. Ya no es una línea recta, sino una maraña. Y ahí es donde nace el conflicto.

El espectador no tardará en notar que algo ha cambiado. Y que ese cambio será clave para entender todo lo que está por venir. Porque, al final, The Last of Us nunca fue solo una historia de supervivencia. Siempre fue una historia sobre lo que somos capaces de hacer por aquellos que amamos, incluso cuando eso significa traicionar todo lo demás.
Los escenarios en la temporada 2 de ‘The Last of Us’: de Jackson a Seattle
Uno de los aspectos más relevantes en la temporada 2 de The Last of Us es el cambio de escenario. Si en la primera temporada los personajes se movían de lugar en lugar, casi como nómadas forzosos, ahora la historia se asienta. Primero en Jackson, ese rincón de aparente armonía donde Joel y Ellie han encontrado una rutina. Después, en Seattle, una ciudad dividida, devastada, llena de tensiones latentes.
Cada uno de estos espacios en The Last of Us tiene su propia identidad. Jackson es comunidad, seguridad, orden. Seattle es fragmentación, lucha, violencia. No es casual que el viaje entre ambos lugares marque el inicio de la descomposición. Porque todo en esta serie —como en la vida— comienza a romperse cuando salimos de lo que creemos conocer.
Además, el diseño de producción en esta temporada de The Last of Us apuesta por una representación muy fiel del videojuego, con entornos naturales que contrastan con el horror, y zonas urbanas que se convierten en campos de batalla emocionales.
Una historia dividida en perspectivas
Aunque aquí no entraremos en spoilers, conviene saber que la estructura de la temporada 2 de The Last of Us se aleja del relato lineal tradicional. Es una narrativa que se construye desde varias miradas, que ofrece distintas versiones de los mismos hechos, que se pregunta quién tiene razón sin atreverse a responderlo del todo.
Eso puede desconcertar a quien espere una continuación directa y clásica. Pero es precisamente en esa ruptura donde The Last of Us encuentra su valor: en obligarte a empatizar con lo que no comprendes. En hacerte vivir, literalmente, en la piel del otro.
Es una apuesta narrativa arriesgada, sí. Pero también una muestra de respeto hacia el espectador. Porque aquí no se trata de ofrecer certezas, sino de invitar a la duda. Y en ese espacio de incertidumbre es donde la historia se vuelve inolvidable.