Bañada en azul. Cubierta de azul. Absorbida, sombreada, teñida, reflejada y refractada por el azul; así permanece Juliette Binoche durante la mayor parte de la primera entrega de Tres colores, la extraordinaria trilogía cinematográfica del maestro polaco Krzysztof Kieslowski, que ahora vuelve a la cartelera española tres décadas después de su estreno remasterizada y en formato 4K. Ya sea proveniente del cielo, de una piscina, de una habitación insuficientemente iluminada o de una lámpara de techo, el azul la persigue como lo haría un monstruo. El azul, eso se sabe, es el color idóneo para capturar la vida interior, y Azul es un estudio de emociones que están reprimidas, al menos hasta que dejan de estarlo. Más concretamente, estudia una forma inexplicable de dolor, y los misterios y las contradicciones que la acompañan.
Inicialmente, todo cuanto sabemos de su protagonista, Julie, es que es la única superviviente de un accidente automovilístico que ha acabado con la vida de su marido, un famoso compositor, y de su hija. Cuando Kieslowski nos la presenta, es una mujer deprimida, inerte, desesperanzada y al borde del suicidio; su rostro es una superficie pétrea que sugiere indiferencia e insensibilidad en la que, eso sí, Binoche –ofreciendo el que, no cabe duda, es el mejor trabajo interpretativo de su carrera– abre cuidadosamente una grieta para que vislumbremos una fuerza interior que empuja como el agua que se filtra por las fisuras de una presa, y que podría causar una explosión en cualquier momento.
Cómo lidiar con el luto
Es una persona difícil de conocer y comprender a pesar de que pasamos junto a ella toda la película, en casi cada uno de sus planos, e incluso se nos da acceso al interior de su mente. Y eso en buena medida es así porque su respuesta a la tragedia no coincide con lo que el cine nos ha acostumbrado a esperar de los personajes en su misma situación. Las lágrimas son un significante esencial del luto, y ella no las derrama hasta el final.
Entretanto, decide que la mejor forma de lidiar con la pérdida es romper todas las conexiones con su pasado. Pone a la venta la vivienda familiar, destruye las partituras inacabadas que su marido y ella estuvieron escribiendo para un acto de celebración de la unificación de Europa –sus contribuciones exactas a las composiciones de su esposo no se nos llegan a aclarar, pero se nos da a entender que son mucho mayores de lo que nadie a su alrededor podría sospechar–, y mantiene relaciones sexuales con el colaborador más cercano del difunto probablemente para cauterizar la herida causada por su muerte.
A partir de entonces, emprende en París lo que aspira a ser una vida ascética. Aspira a ser libre, de todo. No quiere nada ni a nadie, excepto el anonimato. Habrá quien entienda su decisión como un acto feminista, en cuanto que supone una rebelión contra la figura del cónyuge masculino, el instinto maternal y la unidad familiar; sin embargo, en el fondo Julie es una mujer que intenta erradicar sus sentimientos y negar cualquier conexión con otros humanos. ¿Qué hay de feminista en eso?
En una escena la vemos visitar a su madre, una anciana azotada por la demencia senil cuya mera existencia la convence de que es posible vivir en perfecta soledad y existir sin memoria. Sin embargo, la película misma discrepa de ello, y nos lo demuestra de varias maneras. La primera, permitiendo que el dolor aceche a Julie desde el interior de su propia mente, y contemplando cómo fragmentos de la sinfonía inacabada de su marido –es una forma de hablar– empiezan a perseguirla como fantasmas; la segunda, haciendo que sus esfuerzos por aislarse se vean frustrados una y otra vez por todas esas personas que se arriman a ella.
Su existencia monástica, en efecto, se ve interrumpida primero por la reaparición de un joven autoestopista que fue testigo del accidente, luego por la incipiente amistad que establece con una stripper, vecina del edificio en el que reside, y después por su toma de contacto con quien fue la amante de su marido, y que está embarazada de él. Aunque ella haya roto con el pasado, pues, el pasado no ha roto con ella. Paradójicamente, se va convirtiendo en prisionera de esa libertad que tan resueltamente persigue, porque sus esfuerzos por cortar sus viejos lazos resultan en la creación de otros nuevos. “No quiero pertenencias, ni familia, ni amigos ni amantes, todo eso son trampas”, le dice a su madre. “No se puede renunciar a todo”, le responde esta, en un raro momento de lucidez.
Una mujer llamada Europa
Algunas películas van adquiriendo con el tiempo significados nuevos, que de ningún podrían haber sido visibles para sus espectadores originales, y pocas son tan ejemplares al respecto como la trilogía Tres colores. Kieslowski la compuso justo al principio del periodo de la historia europea que recientemente llegó a su final, los 30 años de paz que Europa vivió tras la caída del Telón de Acero. Hoy sabemos que esas tres películas forman una de las obras de arte definitorias de ese periodo porque, al escribirlas, Kieslowski y su coguionista Krzysztof Piesiewicz anticiparon algunos de los problemas de identidad que la Europa unificada estaba a punto de afrontar. Cada uno de los colores que dan nombre a las películas –Blanco (1994) y Rojo (1994) son las otras dos– representa uno de los valores ensalzados en el lema de la República Francesa: Libertad, Igualdad y Fraternidad, aunque lo cierto es que Kieslowski trata esos ideales como algo que entra en conflicto con la naturaleza humana.
El concepto que Azul maneja, pues, es la Libertad. Inicialmente, Julie busca la suya propia a través de cualquier acción que la libere de los recuerdos de su marido y su hija. Se deshace de su hogar, de sus propiedades, de su historia, de sus deseos, de sus relaciones, de todo. Pero no funciona. En lugar de liberarse, va quedando más y más atrapada. Y Kieslowski se sirve de ella para argumentar que no puede haber libertad individual si no hay expectativas, ni más propósito que la mera supervivencia, ni fe en esa conexión casi sobrenatural que mantenemos con el resto de seres humanos.
Llegado el momento Julie completa la partitura inacabada y permite que vea la luz, es capaz de reinventarse a sí misma abriéndose al amor, y la esperanza, y la belleza. Y ese precisamente es el principal asunto del que Azul habla: la posibilidad de convertirse en un yo nuevo, mejor y más completo, ya sea por parte de una joven viuda o de un continente entero, y aprender a evitar que los traumas del pasado envenenen el presente. Era importante tenerlo en cuenta cuando la película vio la luz en 1993, y ahora probablemente lo sea aún más.