Por supuesto, no es Krzysztof Kieslowski el único que se atreve a cuestionar la opción moral de una prostituta (Princesas, Showgirls, El último tango en París, Madame Claude, Leaving Las Vegas, Paris, Texas…). Pero eso no es lo importante. La humanidad y la correlación con que el cineasta polaco trata al personaje nos abre la puerta a un universo poco explorado, y aun pasando de puntillas como lo hace él con sutileza, es clave para hacernos conocedores de una forma de vida tan concreta, una opción para ganarse el pan, como cualquier otra para muchas mujeres: la prostitución.
Kieslowski nos presenta a Lucille, un personaje secundario pero imprescindible en su titánica Tres colores: Azul (1993), la primera entrega de la mítica trilogía filmada por el director polaco, que llega a nuestros cines este verano en el 30º aniversario de su estreno comercial.
A menudo, las mujeres que ejercen la prostitución son esquivadas por la mirada del prójimo, no ya solo marginadas socialmente, algo peor si cabe: no son miradas, son ignoradas a consciencia, como esos temas a evitar en las conversaciones sociales de ciertos círculos sociales más sofisticados, por miedo a incomodar, tales como la trata o el tráfico de personas, las nuevas formas de explotación, el tráfico de drogas, la extorsión y las mafias, los asesinatos, etc.
No es casualidad que la obra esté dedicada a la libertad. Kieslowski brinda una mirada hacia la mujer prostituta como la “mujer libre” de algún modo –que luego veremos que no– en una historia protagonizada por una mujer que reflexiona sobre la falta de libertad en un momento difícil de su vida y cómo vincularnos y entregarnos a las personas que amamos nos hace más o menos libres, algo inevitablemente incuantificable.
“¿Por qué lo haces?”, pregunta Julie a su nueva amiga Lucille. “Porque me gusta. A todos nos gusta”, responde la trabajadora sexual. Como señala Juan Pablo Moyano SJ en su tesis sobre las relaciones humanas como atisbos de gracia en la película Azul, el director polaco es brillante al revelar con imágenes que “la gracia puede manifestarse por medio de lo que nos parece repugnante” (Las experiencias de relaciones humanas como atisbos de la Gracia. Investigación dialogante con Hans Urs von Balthasar y Krzysztof Kieslowski).
Así, citando a Hans Urs von Balthasar, vemos en Kieslowski la realización de una “epifanía de lo divino” bajo las “formas transitorias del mundo”, explica Moyano: “Si la apariencia mundana se entiende, pues, como lugar de aparición de lo divino en el mundo humano (avatara), entonces será visible una posibilidad, la de experimentar epifanías de lo divino bajo las formas transitorias del mundo, ya sea en el ser singular que manifiesta lo divino, ya sea en una determinada categoría de hombres, que, como los gnósticos, encuentran en sí un núcleo divinal y procuran liberarlo de su envoltura de lo material aparente”.
Nadie es completamente libre
Julie es una mujer económicamente libre, algo que le permite cambiar de casa, vivir ociosamente y lidiar con su dolor dentro de un privilegio de clase. Mientras se enfrenta a su tragedia en acogedores cafés parisinos y nadando cómodamente en la piscina, su vecina prostituta, Lucille (Charlotte Véry), vive una existencia igual de miserable sin poder dejar de trabajar como prostituta en su propio apartamento y como estríper en un bar erótico.
Y es ella la persona que ayuda a Julie a salir de su ensimismamiento, con sus preocupaciones y conflictos. Ella acude a Julie en búsqueda de amistad y termina ayudándola con el problema de los ratones gratuitamente. Esta gratuidad nos recuerda la capacidad de donarse, pero también la verdad que se va revelando y que motiva a Julie a encontrarse también con la suya. Un aspecto importante que acoge Julie desde su libertad es el momento en que comienza a rearmar la realidad de su vida y la verdad de su marido, que terminará con el darse cuenta de la infidelidad, y será en el club nocturno donde acoge la verdad de Lucille. Es decisivo el diálogo que ahí se da:
Lucille: “Me has salvado la vida”.
Julie: “No he hecho nada”.
Lucille: “Si, te he llamado y has venido. Es lo mismo”.
Las Oblatas, mujeres que miran
Es aquí donde se manifiesta la persona que es la otra, en este caso, en toda su complejidad y belleza, aunque aquello nos parezca contradictorio al venir de una prostituta. Moyano indica en su trabajo: “Julie empieza a comprender que en un otro (y también en sí misma, aunque no se dé cuenta fácilmente) hay atisbos de la gracia que emergen en situaciones de mayor cercanía y diálogo. Para nosotros los
espectadores la gracia emerge por lo inesperado, por los personajes que creímos no iban a darnos nada o eran sólo carencia”. La prostituta no deja de ser una mujer, que siempre merece ser mirada, valorada, y descubrimos que la entereza y la sutileza con que lo hace Kieslowski es muy sugerente, una joya más de Azul.
En este sentido, gracias a las Hermanas Oblatas del Santísimo Redentor, que acompañan a las mujeres en contextos de prostitución y víctimas de trata con fines de explotación sexual (también Adoratrices, Villa Teresita), podemos conocer esa mirada. Una mirada que no juzga, que busca el encuentro personal, por encima de todo, donde tender la mano a la mujer vulnerable, de mirarla a los ojos y preguntarle de un modo personal cómo está. Además, en las rutas que hacen las Oblatas dentro de su “trabajo de calle” ofrecen información para que las mujeres, si quieren, acudan al centro de día, donde pueden obtener ayuda médica, laboral, legal o de formación. Una opción de ayuda, solo después de esa primera mirada.