Frente al drama que supone perder un hogar y el silencio que acompaña después de un suicidio, ¿qué queda? Begoña Caparrós se adentra en esta pregunta sobre las tablas del Teatro Lara mientras va abriendo vidas y casas en busca de una respuesta a la precariedad a través de un retrato social tan doloroso como necesario.
Tras el suicidio de Avelino a los 35 años frente a su inminente desahucio y el shock público que supone en medios y sociedad, Caparrós interpreta las vidas y penurias del resto de propietarios. El recorrido de la obra va generando un clima de tensión e incomprensión hacia la situación social y económica que, lejos de resolverse, se va convirtiendo en un problema que compartimos. A su vez, profundizamos en los temores de los vecinos, pero también en su intimidad, gestos y anhelos.
Una imagen cotidiana
El ritmo, basado en un casi constante cambio de personaje, no sofoca el ambiente triste y apesadumbrado. Nos encontramos así con un monólogo a varias voces que va hilando la historia que podría ser el testimonio de tantos barrios actualmente. Una televisión, que cubre los hechos que rodean la muerte y la movilización ciudadana frente a los desahucios, ofrece el contexto para que nos situemos en lo que trasciende a un informativo, lamentablemente, bastante cotidiano.
Mientras la intérprete va generando un piso mediante cajas que va vaciando de objetos personales con los que se caracteriza a los personajes, vamos conociendo más acerca de la situación especulativa, de las personas que interpreta y de la vida de Avelino. La tragedia se va convirtiendo en un cuento distópico en el que las personas no encuentran su lugar en la tierra.
Una distopía cada vez más presente en la narrativa y ficción, como formulan obras como The Architect, y, a su vez, cada vez menos distópica como podemos apreciar con propuestas como los ‘pisos colmena’, que cada poco tiempo aparecen en los informativos como alternativa a tener en cuenta. La distopía que plantea e interpreta Caparrós es distinta, pues literalmente no encuentran sitio en la tierra.
Este conjunto de ‘islas’ que hemos ido conociendo personalmente durante el relato se ven abocadas a vivir, aparentemente de forma temporal, en un barco tras el desalojo de sus hogares. Un lugar con rumbo incierto y carente de comodidades: «No te puedo enseñar mi camarote, mamá, no nos han puesto cobertura allí para que descansemos. Mira qué cuidados tienen con nosotros», llega a afirmar una de las tripulantes, mostrando cómo tantas veces se enmascara la pobreza por temor al juicio ajeno.
La obra, que carga de dignidad cada detalle –el oficio, lo pequeño, el disfrute de un vino y el recuerdo del tiempo mejor–, nos interpela una y otra vez hasta el final; «qué bonito es el mar desde la orilla», nos señala, y cabe añadir: qué cruel es cuando uno ve un naufragio desde su butaca.