LOS MISTERIOS DEL GUSANO

Anatema

Jimina Sabadú se estrena en el cine de terror con una divertida locura que esconde bajo sus hábitos un auténtico canto de amor al género

Anatema, de Álex de la Iglesia
Anatema, de Jimina Sabadu

Hace falta valor. En un momento en que el cine español pasa por un distanciamiento de los géneros populares y, en especial, del terror, reconducido por subvenciones y convenciones morales y narrativas hacia el redil del más agotado y agotador realismo social (más fantástico en el mal sentido que cualquier episodio del Universo Marvel), una directora y, además, casi desconocida para el gran público, pese a llevar años con cortos, series, guiones, novelas, ensayos y artículos alegrándonos la vida con una personalidad única dentro del gris panorama intelectual nacional, va y se atreve no solo a recuperar aquel estilo e imaginería propios del terror español de finales de los noventa y primeros 2000, que de Álex de la Iglesia a la Fantastic Factory aportara un auténtico soplo de aire fresco a nuestra cinematografía, sino que además lo hace con un atrevido cóctel de todos sus gustos y disgustos personales, sin importarle lo que una crítica cegata pueda pensar.

Anatema, como toda opera prima que se precie, no es perfecta. Le sobran personajes (esa monjita joven y exótica que solo estaría justificada si encontrara justa y sangrienta muerte), primeros planos y algunos diálogos excesivamente largos. Pero sus defectos quedan muy por debajo de sus virtudes. Porque Anatema, más allá (nunca mejor dicho) de su rocambolesca intriga religosa, paranormal y lovecraftiana, esconde como la iglesia de San Simeón que le sirve de escenario, todo un festival de amor al género, alejado de toda tentación elevada, moralista o pretenciosa, que arrastra alegremente consigo a quienes compartimos sus perversas afinidades electivas.

Nuevos misterios de Madrid, que declaran abiertamente su deuda para con la seminal La torre de los siete jorobados, novela de Carrere y filme de Neville, la película de Jimina Sabadú, co-escrita por ese otro freak declarado que es Elio Quiroga (quien se la dedica no solo al alabado Lovecraft sino también al injustamente menospreciado August Derleth, toma ya), esconde sus verdaderas fuentes oscuras bajo una inteligente capa de pintura moderna.

La destacada Leonor Watling

Así, muchos verán en ella una suerte de aclimatación castiza de las películas de James Wan sobre monjas malditas, el matrimonio Warren y otras demonologías hipermodernas, incluidas las propias del j-horror. En realidad, y aunque todo ello esté también presente, bajo su superficie se abren paso gozosas referencias a los Mitos de Cthulhu y sus Misterios del Gusano, de Von Juntz; a los miedos infantiles de una educación nacionalcatólica todavía no tan lejana para algunos (esa Primera Comunión de pesadilla que abre la película, pero… ¿acaso no son todas una pesadilla?), a los bolsilibros más locos y descerebrados, al thriller ocultista de investigadores paranormales, al folk horror más pelón y, por supuesto, a El día de la Bestia y Memorias del Ángel Caído, con las que formaría una auténtica trilogía de terror católico-curil madrileño.

Todo, para llevarnos finalmente al interior de unas cavernosas cloacas bajo el suelo capitalino, con iluminación digna de Mario Bava, donde, mire usted, habita una prima monja de Lady Sylvia Marsh, o sea: del Gusano Blanco prehistórico y cambiaforma de Bram Stoker y la fantástica película de Ken Russell, a la que rinde homenaje Anatema, sabiendo bien que solo quienes amamos la más absurda y extravagante ficción de horror apreciaremos el detalle.

A todo esto hay que sumar un grupo de actores notablemente bien dirigido y guiado hacia sus mejores registros, en el que destacan la protagonista encarnada por Leonor Watling y su contrapartida masculina, Pablo Derqui, convincente pareja de religiosos atormentados (pero sin exagerar) destinada a ir más allá de sus viejos hábitos en pos de otros más amorosos, en un romance netamente heterosexual tan raro de ver hoy en las pantallas que resulta lo más fantástico de la película, además de un espléndido villano, trasunto de cierto Arzobispo bien conocido por los madrileños, al que da vida (y muerte) el gran Daniel de Blas.

Junto a ellos, destaca la presencia irresistible de una irresistiblemente divertida Cova de Alfonso, amén (señor) de otros secundarios y cameos tan disfrutables como los de Fedra Lorente o la pareja compuesta por Juan Codina y El Langui, al frente de una almoneda de El Rastro madrileño especializada en fotografía, antigüedades y mesmerismo, que está pidiendo ya un spin-off para ellos solos.

Un clímax delirante

Volviendo a sus defectos, que los tiene, el principal y al tiempo más excusable es que, como suele ocurrir con toda opera prima, Jimina ha intentado meter todo, todo, todo lo que le gusta del fantaterror. Demasiadas ambiciones para unos medios justitos que, sin embargo, se benefician de una estupenda fotografía de Luis Ángel Pérez y del siempre brillante (al tiempo que oscuro y colorista) diseño de producción de los veteranos y galardonados Arri y Biaffra.

A estas carencias y problemas de posproducción que sabemos ha sufrido la película, se oponen con buena fortuna su sentido del humor cañí, que recoge la herencia de Carrere y la Bohemia, pasando por La Codorniz y los tebeos de Bruguera hasta llegar al primer y mejor Almodóvar; sus criaturas monstruosas, entre gárgolas y monjas ensangrentadas góticas y los tentáculos del horror cósmico, sobre todo en un clímax delirante que evoca los mejores tiempos de Stuart Gordon y Brian Yuzna. Pero, en especial, la frivolidad y ligereza de que hace gala la directora, sin ceder a las presiones invisibles pero omnipresentes de la corrección política actual.

No, amiguitos frikis de blogs, youtubers, instagramers, tiktokers y sabios de Facebook. No, sesudos críticos cinéfilos de revistas y periódicos, ansiosos (y ansiosas) de utilizar la jerga académica postmodernista, neomarxista y estructuralista para hablarnos del vaciado al que somete al género la película deconstruyendo los estereotipos hegemónicos del terror heteropatriarcal, no. Esta película no es para vosotros.

Amantes del terror

Esta película no juega ni quiere jugar en la liga de Eggers y Ari Aster, de La primera profecía (ojalá sea la última), Inmaculate, Saint Maud, la Suspiria insuspirable de Guadagnino, Amulet o Lamb, entre otras aberraciones elevadas. Por suerte, que salgan monjas y que su título sea solo una palabra no basta.

Esta película juega cómodamente en la liga de la vieja Full Moon y de filmes recientes como El silencio del mal o Maligno, los mejores de James Wan. Juega en la liga de lo mejor que nos dio Fantastic Factory, se nota que tras ella están amantes del terror que lo aman porque sí, no como medio para suscitar graves reflexiones sociales, políticas o morales, sino como fin en sí mismo para divertir, entretener y pasarlo bien. No solo Jimina y Elio Quiroga, sino también Álex de la Iglesia, Carolina Bang y Mike Hostench, que saben más por diablos que por viejos.

¿Es Anatema perfecta, es “buena” en el soso y triste sentido que tantos dan a este adjetivo tan subjetivo de por sí? No. Pero es la perfecta película de culto española de terror, que amamos y amaremos quienes le pedimos al género que no intente elevarnos, por favor, sino todo lo contrario: sumergirnos en nuestra propia depravación, frivolidad y mal gusto, que hemos cultivado amorosa y cuidadosamente, siguiendo los buenos consejos de John Waters, a lo largo de varias existencias. ¡Olé y larga vida al Gusano Conquistador!

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