El salseo agrio que orbita en torno a Amaia Montero, Leire Martínez y La Oreja de Van Gogh me trae a la mente una escena famosísima de Los Simpson, esa en la que el abuelo Abe y su colega Jasper –el anciano de la barba larga–, tras pimplarse una especie de batido de marihuana, padecen de risa tonta y el primero dice: “¡Qué viejos somos!”. Zambullirse en la historia de la banda donostiarra es una cura de realidad/vida, un bofetón con la firma “tempus fugit”: el disco El viaje de Copperpot, con el que tanto daba la turra mi hermana en el coche, vio la luz hace un cuarto de siglo; el fichaje de Martínez como sustituta de Montero, que se emancipó como solista, se hizo oficial en julio de 2008. Parece que fue ayer, pero han pasado diecisiete años.
El instinto fácil me empuja a decir que la génesis del quilombo se produjo el verano pasado, en aquel concierto de Karol G en el Bernabéu, cuando Montero, compartiendo su éxito “Rosas”, hacía añicos masivamente una presunta retirada o, cuando menos, un silencio artístico lapidario que duraba dos años. Un piloto emotivísimo se encendió entonces –cuando menos, mediático–, sí, pero, en teoría –vuelvo a Los Simpson: “En teoría funciona el comunismo. En teoría…”–, ese despertar se traduciría en un álbum en solitario de la cantautora irunesa. Un álbum, por cierto, del que no se ha vuelto a saber nada.

Un dato invita a fruncir el ceño e ir más allá de la Segunda Venida de Amaia en el coliseo madridista: pese a las giras, desde hace un lustro, La Oreja de Van Gogh no publica un LP con canciones nuevas (Un susurro en la tormenta, todas compuestas por Pablo Benegas y Xabi San Martín). Los platos recalentados sirven de poco: un grupo que no saca material nuevo en cinco años, o bien se ha acomodado con los éxitos de toda la vida y corre el riesgo de apolillarse, o bien tose sangre y está al borde de la desaparición. Así anunció la banda, en octubre del año pasado, la marcha/el despido: “No hemos conseguido acercar nuestras diferentes maneras de vivir el grupo”. Algunos fans apuntaron que el comunicado fue redactado con una IA.
Martínez, mujer educadísima, lleva meses manifestándose como una exquisita regateadora de alcahuetes y bacines –disculpen el mancheguismo–, rechazando el capote de los amaiers y limitándose a responder, veladamente, en su nueva canción, “Mi nombre”: “Nunca fui tuya, / búscate a alguien que me sustituya, / ya lo hiciste una vez…”, etcétera. Montero, por su parte, gasta una discreción admirable, cariátide, contraria al signo de los tiempos, que reventó hace unos días su amiga Cayetana Guillén Cuervo, declarando ante la prensa en los Premios Talía que sabía “desde hace mucho” que la cantante retornaría al grupo con el que se ganó la –buena– fama: “ella me pidió que por favor no lo dijera a nadie, le prometí, y no lo dije ni en casa, no se lo dije a nadie. Me dijo: ‘Por favor, por mi ahijado’. Ya sabéis que Amaia es la madrina de mi hijo. Me dijo: ‘Por favor, por Leo’. Y no se lo conté a nadie”.

Las palabras de la actriz desataron un tsunami en los fans, las secciones de cultura y de corazón proclamaron la vuelta de Amaia a La Oreja, y, abrumada por los acontecimientos, Guillén Cuervo desmintió la fumata blanca y pidió perdón en redes. Martínez, en PTV Sevilla: “Reconozco que siento mucha empatía por Cayetana, porque menudo marrón”. Qué bien me cae esta mujer. Montero, por su parte, subió a Instagram una foto con su perro, junto a la que escribía: “No te puedes imaginar cuánto echo de menos nuestras conversaciones…”. Espero que perdone a su amiga porque, como cantaba en “Puedes contar conmigo”, “nunca hubo maldad, sólo ingenuidad”. Y una emoción sana y, ay, incontenible.