En 1974 en Nápoles, Marina Abramović sometió a su cuerpo a un experimento brutal. Un látigo, un libro, unos zapatos, vino, pan, un peine, uvas, clavos, azúcar, agua, un abrigo, un sombrero, una vela, cadenas, flores, alcohol, jabón, un hacha, una sierra, un plato, un vaso, pintura… “En la mesa hay 72 utensilios que pueden usarse sobre mí como se quiera. Yo soy el objeto”. Con esta exposición y este texto, la artista serbia realizó la que quizá sea su performance más explosiva y perturbadora. Bajo el título “Rhythm 0” (1974), la artista se posicionó junto a la mesa y, de pie, quedó inmóvil durante seis horas. La actuación se prolongó entre las 20:00 y las 2:00 horas. Asumió la plena responsabilidad en cuanto a lo que le podían hacer con dichos objetos, y lo que ocurrió fue escalofriante.
El cuerpo, siempre el cuerpo al servicio de un bien mayor. Abramović es un ejemplo del extremismo de la opción del cuerpo del artista como arte, y lo hizo lo repitió en numerosas ocasiones a lo largo de su carrera. Antes y después de este número ya había rendido culto al arte masturbándose y defecando en público e incluso representando su propio entierro, y empezó su carrera punteándose con una navaja entre los dedos abiertos de la mano hasta hacerse sangre. Ese mismo número ya lo había realizado por puro aburrimiento en el café Les Deux Magots de París, en 1936, una chica desconocida llamada Dora Maar. Este acto inusitado llamó la atención de Picasso, que estaba sentado con el poeta Paul Eluard en la mesa de al lado.
Rauschenberg y el resto de su generación promovió, en los años 50, que el cuerpo humano también formara parte del arte conceptual, más allá de la creación de Marcel Duchamp aplicada solo a los objetos. Así, el cuerpo se convirtió en parte, medio y fin del proceso artístico: Yves Klein y sus “brochas humanas”, Terence Koh y sus cajas de cristal con excrementos humanos recubiertos de oro… El arte conceptual no es solo lo que sale de la mente del artista, sino que su propio cuerpo se convierte en arte.
El paradigma del caso Kardashian
De forma paralela, el cuerpo, especialmente el de la mujer, se ha visto sometido a paradigmas histriónicos, a cánones imposibles, a tendencias estéticas alejadas de la realidad y de la naturalidad. No hay nada nuevo en hablar del heroin chic de los 90, que sublimaba el aspecto enfermizo de las modelos, o de brutalidades como el thigh gap o la romantización de los trastornos alimenticios. Sin embargo, con el clan Kardashian (Kim, Kourtney, Khloe, Kendall y Kyllie) se introdujo un nuevo concepto: por primera vez en la historia de los estándares de belleza, el canon, ha cambiado a voluntad de cinco mujeres. Eso sí, con una gran industria detrás. Y lo peor de todo: sin un propósito, sin una aspiración artística, sin un discurso. “Siempre que pienso que no voy a poder, entonces lo consigo”, dice Kim.
Lo que el klan hace o deja de hacer siempre se convierte en noticia u objeto de conversación a causa de la enorme influencia que ejercen, sobre todo a la hora de determinar las tendencias, el canon de belleza y, en definitiva, la estética que está por venir. Su manera de vestir, de maquillarse, e incluso sus operaciones estéticas (enfatizando las curvas) han dejado una enorme huella en el modelo de belleza actual. En cuestión de años consiguieron revertir toda una tendencia, la de la delgadez como máxima aspiración, hasta conseguir que la nueva aspiración fuera la voluptuosidad: delgadas, sí, pero con abundantes caderas y prominentes pechos. Es decir: una contradicción para el común de los cuerpos y una peligrosísima puerta de entrada a graves trastornos de la conducta.
En 2022 decidieron cambiar radicalmente esa tendencia. Ellas lo decidieron, ellas sobreexpusieron sus nuevos cánones y ellas lograron ese cambio: todas sufrieron una vertiginosa transformación a través de estrictos regímenes, decoloraciones de cabello intensas y la reversión de algunas de sus intervenciones estéticas, especialmente los implantes de glúteos y mamarios. Y lo que fue más preocupante, emplearon tratamientos para la Diabetes, como el Ozempic, para lograrlo. Entre medias, Kim Kardashian se las apañó para lanzar al mercado una marca de fajas y ropa reductora llamada Skims.
Las Kardashian, y muy en particular Kim, viven de la sobreexposición. A través de ella, de su reality show primero y de sus redes sociales después, además de cada una de sus medidas apariciones públicas, lanzan mensajes contundentes y nada inocentes a la masa que recibe obediente sus impactos. Y para ello, la Met Gala ha ido convirtiéndose en un escaparate privilegiado desde el que analizar cada una de sus decisiones conscientes, en las que hemos asistido no solamente a su apropiación cultural (Kim en especial siempre ha sido acusada de querer ser negra, hasta que cambió el canon de nuevo y despigmentó su piel), sino al continuado maltrato de su cuerpo hasta llegar a extremos contorsionistas y autolesivos.
En 2021, la empresaria de la moda escogió ocultarse con un estilismo en negro que tapaba incluso su rostro y con una única cola de pelo negro artificial escapando de la jaula textil firmada por Demna Gvasalia para Balenciaga en una especie de burka moderno. Era un maniquí, un maniquí que se representa a sí misma, sobre el que se proyecta y que nos exige decodificarla. En esto se ha basado toda su carrera: en nuestra capacidad para identificarla. Y la identificamos precisamente gracias a la figura curvilínea que ella ha cultivado y que la identifica (recordemos el perfume que sacó en un molde de su cuerpo). Sabemos que una celebrity es un icono cuando podemos identificarla a partir de su silueta (ya sea Audrey Hepburn, Marilyn Monroe o Woody Allen), pero a ello Kim Kardashian le añadía referencias a su ahora extinto matrimonio (con el que juega también para codificar su vida privada) con Kanye West, incluso al BDSM o al mundo irreal de The Matrix.
“No me importa usar un pañal y no ir al baño”
Ese año Kim Kardashian era una sombra, un negativo de la sobreexposición en la que vive (y de la que se lucra) en su día a día. La persona que ha vendido absolutamente toda su vida y cuya carrera empezó con la filtración de un vídeo íntimo decide ocultarse, en la noche más importante del año en cuanto a moda y celebrities se refiere, detrás precisamente de un vestido. Al año siguiente decidió enfundarse el vestido con el que Marilyn Monroe le cantó el Happy Birthday a Kennedy, para lo que aseguró haber perdido casi diez kilos en tres semanas. En 2019, confesó haber recibido clases de ejercicios respiratorios para poder lucir un corsé firmado por Thierry Mugler, que le impedía tener libertad de movimiento hasta tal punto de que no pudo cenar cómodamente. Ella misma le confesó a Ellen DeGeneres lo que era capaz de hacer con tal de llevar el look perfecto: “No me importa cómo de incómodo sea, no me importa cuánto tiempo lo tenga que llevar puesto, incluso si tengo que usar un pañal y no ir al baño”.
En la Met Gala 2024, celebrada el 6 de mayo en Nueva York, Kim Kardashian traspasó una nueva línea en la deformación de su cuerpo. Un corsé artesanal vertiginosamente ajustado de Maison Margiela tejido con brocado de plata antigua ha hecho correr ríos de tinta, glamurizando de nuevo el sufrimiento para alcanzar unas medidas o entrar en una determinada prenda. Lo peor es que ya no se trata de un proceso en el que se modifica el cuerpo, sino de una´modificación in situ: como una cirugía estética, un corsé deforma el cuerpo, a veces con consecuencias desastrosas para los órganos vitales. “Lo que yo me pregunto es por qué una personalidad de la talla de Kim Kardashian siempre termina hablando de su cuerpo y de su peso. Me da la sensación de que son una familia esclavizada por su propia corporalidad”, escribe Raquel Carrera, activista y cocreadora de la plataforma de positividad corporal SoyCurvy.
Sin embargo, como afirma la activista feminista Jameela Jamil, no toda la responsabilidad es de Kim Kardashian. “Se trata de un corsé del que nadie responsabiliza en absoluto a la marca o al diseñador, que presentó un desfile entero de corsés demenciales con los que la gente apenas puede respirar, o a su estilista. (…) Hace años que no hablo de Kim. No creo que sea justo hacerla totalmente responsable de cualquier estándar de belleza porque ella sea la receptora de la atención, sin preguntarse también quién da esa atención”. Según la también actriz, comediante, modelo y escritora, “los medios de comunicación han creado un ciclo de obsesión por el cuerpo de Kim y han enseñado al público que esa es la imagen que merece atención y elogios, y luego la culpan por su impacto en nuestros cánones de belleza. Sin atención, no ha tenido ningún impacto”, concluye.
Del fast fashion al fast beauty
Las Kardashian han conseguido que, equiparando el concepto del fast fashion (que se inserta en una lógica de consumo de una moda de usar y tirar), vivamos en el mundo de la fast beauty: ¿se llevan las pecas? Tatúatelas. ¿La moda es tener el pecho más grande? Opératelo. Si es símbolo de estatus estar morena, recibe rayos UVA, pasa horas expuesta al sol, aplícate autobronceador. ¡Ahora ha cambiado el canon, vuelve a la piel pálida, decolórate el cabello! Todo está al alcance de la mano, aunque no al alcance de todos los bolsillos.
El rostro de Kim Kardashian, que en sus redes sociales defiende este “sueño hecho realidad”, muestra dolor, incomodidad y rigidez. Lo que hace que despunte la pregunta: ¿al servicio de qué exactamente? Marina Abramović lo puso al servicio del arte; Kim Kardashian al de la industria de la moda y la belleza. Sin embargo, debemos redefinir la belleza, tenemos que huir de la tiranía de lo bonito como lugar común de la educación artística actual, abandonar el “me gusta” como juicio estético. Como sucedió en el arte de las vanguardias, la belleza no es sólo lo bello sino aquello que genera un significado, que molesta y plantea interrogantes. Que hace que hoy, Kim Kardashian sea portada de todos los grandes periódicos.