Como los dalit o “intocables” en India y otros países de Asia meridional, las mujeres que han sido madres y son desertoras de sus responsabilidades familiares, abandonando a sus hijos, son clasificadas en el escalafón más bajo de lo socialmente correcto. No importa la gran tradición de abandono de hijos por parte masculina, esos desertores están proverbialmente asimilados o normalizados por nuestra sociedad, aunque la legislación, por fortuna, ha avanzado enormemente para, al menos, que cumplan unos mínimos de responsabilidad, aunque solo sea económica.
Pero hay en la historia más cercana maternidades ausentes, abandonos, conflictos, circunstancias complejas, donde las mujeres escritoras y artistas han elegido la dejación, temporal o de manera permanente, de su función de madre.
Desertar de la maternidad
En 2022 se publicó un interesante libro, Las abandonadoras, escrito por la periodista Begoña Gómez Urzaiz, que explora este tipo de fenómeno, bastante tabú en nuestra cultura occidental: desertar de la maternidad. Desde personajes literarios emblemáticos, como, por ejemplo, Anna Karenina, que abandona por amor a su hijo, o Carol, de Patricia Highsmith, hasta un nutrido elenco de escritoras, esta “decisión” terrible ha sido fruto de múltiples controversias.
Monstruos, aparecido en España a finales de 2023, es un libro de Claire Dederer que analiza la disonancia cognitiva en esta época donde no desmembramos autor/obra, donde a veces no somos conscientes de que el arte tiene también un imperativo de ser reflejo de los elementos más terribles de la psique humana. En este libro encontramos un capitulo planteando esos dilemas en escritoras que renunciaron a sus hijos por la literatura. Como afirmaba Julio Ramón Ribeyro en sus Prosas apátridas, “el artista de genio no cambia la realidad, lo que cambia es nuestra mirada. La realidad sigue siendo la misma, pero la vemos a través de su obra, es decir, de una lente distinta. Esta lente nos permite acceder a grados de complejidad, de sentido, de sutileza o de esplendor que estaban allí, en la realidad, pero que nosotros no habíamos visto”. Esa opción radical de renuncia a la actividad de la maternidad, o a una práctica turbulenta, nada ortodoxa, como hicieron Anne Sexton, Joan Crawford, o Sylvia Plath, no es cuestión de blanco o negro.
Citando a Dederer, “eso es lo que Lessing llama suerte: la capacidad de combatir el ‘mal del ama de casa’ del resentimiento, de saber que es un veneno impersonal. Es un veneno bien conocido para cualquier mujer que haya contemplado el periodo que va entre hacer la cena y la nana de antes de ir a dormir como una tierra baldía, a la par de los desoladores paisajes de El planeta de los simios. Y no sé de ninguna madre que no se haya sentido así al menos una vez, aunque afronte el momento con niveles variables de angustia o sangre fría, según su situación, sus ingresos o su grado de desesperación. Según cuánto laven los platos sus maridos, cómo sea su talante o lo radical de sus ideas políticas. Según el miedo que tengan”.
Tal vez Gala Dalí (nacida Elena Ivánovna Diákonova), musa de sus maridos Paul Eluard y Salvador Dalí, artista surrealista, coautora con este último de muchas obras, es un enigmático ejemplo de talento y mujer fuera de los márgenes canónicos de su tiempo. Aunque nacida en Rusia, a los 19 años fue internada en un sanatorio de Suiza aquejada de tuberculosis, lugar donde conoció al que sería su primer marido, todavía un incipiente poeta. Gala no solo fue su musa; tras un tiempo de encendida correspondencia epistolar (él estaba en la guerra, y ella se fue a vivir a París, en casa de los padres de él, algo insólito en la época) donde en palabras de la propia Gala “verdaderamente nos hemos mezclado: tú eres yo y yo soy tú”.
El caso de Gala Dalí
En 1917 se casan, un año después nacerá la única hija que tuvo Gala, llamada Cécile, y a la que nunca prestó atención, ya que aborrecía la vida maternal. La experiencia de sentirse como algo que nunca había deseado, ser un ama de casa y una madre que cuida de sus hijos. Escribe a Eluard: “Detesto el trabajo doméstico, no aporta nada y gasta las fuerzas las pobres pequeñas fuerzas de las mujercitas. (…) Es cotidiano, se repite a cada instante, pero no aporta como el trabajo del hombre dinero con el que pueden comprarse libros. Pero comprendo que este trabajo es necesario. La suciedad me repugna, me da miedo”. Su vida había estado volcada en aspectos culturales, intelectuales; comenzó a tener depresiones profundas porque esa no era la vida por la que había peleado. Conminó a Eluard a que siguiera su vocación poética, no al trabajo burgués de la empresa familiar.
Comenzó así una constante vital de Gala: apoyar y mediar en el proceso creativo de sus hombres. Y muy extraordinariamente que lo hizo. Pero la relación con el poeta se enfrió, y Eluard le propuso un juego: en una de sus misivas, su marido le confiesa que deseaba verla con otros hombres. Tanto ella como él mantuvieron relaciones extramatrimoniales con otras personas. Incluso participaron en una relación triangular con Max Ernst. En el verano de 1929 la pareja fue a la Costa Brava en compañía de varios amigos (entre ellos, René Magritte). En Cadaqués conoció a Salvador Dalí, que tenía 25 años, diez años menos que Gala. La fascinación de Dalí fue inmediata: “Toda mi pasión está en el amor que siento por Gala y no tengo sitio para nada más”, afirmaría el surrealista décadas más tarde. Dalí no habría sido Dalí sin Gala. Él mismo afirmó que Gala fue la única que lo salvó “de la locura y de una muerte temprana”, compartiendo la autoría de muchas obras suyas con ella, así como del proyecto daliniano que ambos elaboraron conjuntamente.
Más de cincuenta años juntos; una mujer sofisticada, mundana, que no quiso prestar atención a esa hija lejana. Muy recomendable es la biografía La intrusa que Monika Zgustova ha escrito: “Gala siempre necesitaría amar y sentirse amada y deseada; entonces era capaz de mover montañas”. Estrella de Diego, biógrafa de Gala, define así la dependencia de ambos: “Fue una relación especular rara y compleja. Ella no era sólo una modelo pasiva, una musa: decidía cómo quería salir en el cuadro. Se disfrazaba de lo que quería. Y en ese sentido, al decidir cómo te representan, Gala anticipa a artistas posmodernas de los ochenta como Cindy Sherman. Aquello fue un proyecto común. Ella era su propia obra y construía la mirada de Dalí, cosa que él reconoció firmando Gala Salvador Dalí. Más que coautores, eran el personaje a dos que se inventaron”. Es fundamental leer “La vida secreta: Diario inédito”, de la propia Gala.
Otro ejemplo de abandonadora es la escritora escocesa Muriel Spark, que se casó a los 19 años y se fue a vivir a Rodesia con su marido, y allí nació su hijo. Pero la separación llegó enseguida. Muriel volvió a Inglaterra, abandonando a ambos. Desempeñó varios trabajos, entre ellos, colaborando en el contraespionaje en el Ministerio de Asuntos exteriores. Su labor era difundir noticias falsas para confundir a los alemanes. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, se dedicará completamente a la escritura, no sin pasar momentos de verdadera penuria, que refleja en sus novelas. Tras el éxito de sus primeras novelas, pasa a vivir a Estados Unidos. En 1979 abandona Nueva York con destino Italia. Allí vivirá hasta su muerte, en abril de 2006, en un pequeño pueblo de la Toscana. Fue galardonada ampliamente y está considerada una de las más brillantes escritoras británicas de posguerra.
Doris Lessing o cómo ser “libre”
El caso de Doris Lessing, que abandonó en 1949 a dos hijos habidos en su primer matrimonio, para irse a vivir a Londres, es un caso que me recuerda a una película magistralmente interpretada por Meryl Streep, La decisión de Sophie, ya que se llevó consigo un tercero, Peter, que permaneció viviendo con su madre hasta la muerte de ambos, sucedida con pocos días de diferencia. En su tal vez libro más famoso, El cuaderno dorado, la premio Nobel reflexiona sobre cómo vivir como un ser libre en una sociedad donde apar las mujeres con inquietudes intelectuales la existencia es extremadamente compleja y difícil. De una manera inquietante, a lo largo del libro, el tema de la maternidad transcurre como un río subterráneo lleno de oscuridad.
Otro ejemplo lo tenemos con la cantante canadiense Joni Mitchell, quien tras huir de su hogar, quedó embarazada, asumió un matrimonio de conveniencia en aquel lejano 1965, y al no ver otra alternativa, tras ser abandonada por su pareja, dio a su hija en adopción. Este fue un secreto durante mucho tiempo, en una carrera de éxitos, hasta que treinta años después se pusieron en contacto.
En cuanto a la actriz sueca Ingrid Bergman, con su primer marido y su hija Pía, al llegar a Hollywood, su vida se separa del entorno familiar, que apenas llegó a compartir, con todo el trabajo que fue su camino al estrellato. En 1945, finalizando la Segunda Guerra Mundial, fue enviada de nuevo a Europa, en apoyo a las tropas estadounidenses. Allí tuvo un romance de varios meses con el fotógrafo Robert Capa. Pero fue en un cine, viendo la película Roma, ciudad abierta, de Rossellini, cuando sintió una profunda admiración por su trabajo, y decide enviarle la famosa carta, ofreciéndose como actriz. Al cabo del año, en 1950, llega Stromboli, una película en cuyo rodaje se enamoraron de una manera radical. Ambos estaban casados, pero comienzan a vivir juntos en Italia. El escándalo fue mayúsculo. Deja definitivamente a su marido e hija, recibiendo acusaciones por parte de su cónyuge de abandono de hogar, y comienza la batalla por la custodia de la hija, con la que no podrá reunirse hasta 1957.
Para terminar, un caso español: el de la gran escritora catalana Mercé Rodoreda, quien con 20 años se casa con su tío Juan, catorce años mayor que ella, solicitando incluso dispensa papal, dada la consanguinidad. Al cabo de nueve meses nació Jordi, hijo único de la pareja, pero esa unión estaba condenada al fracaso. Los años 30 fueron un tiempo de florecimiento de la cultura catalana, donde comenzó Rodoreda a introducirse en la radio, el periodismo y a escribir sus primeros libros. Aunque no estaba claramente significada, emprende el exilio al comenzar la Guerra Civil, con su matrimonio haciendo aguas, escapando en un bibliobús de la Institución de las Letras Catalanas. Dejó a su hijo de nueve años con su abuela. En su huida, encontró el amor en Armand Obiols, seudónimo de Joan Prat, miembro del vanguardista Grup de Sabadell. Decidieron quedarse en Francia.
Comienza, en medio de una vida compleja y llena de vicisitudes, una extraordinaria carrera literaria, hasta llegar en los años sesenta a un momento vital de confluencia: gran éxito en lo profesional, traducida a muchas lenguas, pero terrible en lo personal. La muerte de su madre, de su marido, y el final de su contacto su hijo, tras una despedida provocada por la discusión por una herencia . Al poco tiempo ese hijo será ingresado en un hospital psiquiátrico en Reus, con un diagnóstico de esquizofrenia. Enric Bou, en la revista Turia, afirma: “Ante una vida tan agitada, usada y despreciada por los hombres, la conclusión lógica del periplo sería la del feminismo. No fue así. Preguntada por dos entrevistadoras si el hecho que los protagonistas de sus novelas fueran siempre personajes femeninos respondía a un planteamiento feminista, Rodoreda fue tajante: ‘Yo creo que el feminismo es como un sarampión. En la época de las sufragistas tenía un sentido, pero en la época actual, en que todo el mundo hace lo que quiere, me parece que no tiene sentido el feminismo'”.
Como vemos en esta mínima muestra de “abandonadoras”, la vida nunca es blanco o negro.