Mi amigo M.G. es un tío culto, no te vayas a creer. Tiene una colección de libros que ya le gustaría a Luis Alberto de Cuenca, otro ilustre de la zona. Los libros están dispuestos en varias filas, se esconden entre ellos, algunos incluso están aburridos esperando su turno de manoseo, amontonados en cajones y estanterías. Dicen que también guarda ejemplares debajo de la cama y que incluso se los lee, todos, toditos. Por si fuera poco, está suscrito a las principales ediciones digitales de la prensa generalista, pagando ojo, y conoce a Manuel Jabois, a Jordi Gracia y a Alberto Olmos. Yo una vez vi a Antonio Muñoz Molina paseando al perro. Es todo a lo que he llegado en el ecosistema literario de mi manzana.
Como dirían en Tudela, mi amigo M.G. es un hombre muy leído y escribido, un erudito, pero no se las da de ello. A mí me suele llamar melifluo, aunque sospecho que me aprecia, acaso porque me meto con él, sobre todo por una cosa que le pasa y que a mi modo de ver es rarísima: odia ir al cine y defiende su postura con tal gracia que casi le tienes que pedir perdón por tu acto social bajo el excusatio non petita. Amarra su discurso tan bien, es tan convincente, que al acabar su disertación a ti te dan ganas de comprarte unas gafas con nariz y bigote para que nadie te vea en la cola de los Cines Verdi. A mi amigo M.G. una vez se le ocurrió ir al cine, en concreto a mis adorados Renoir Retiro a ver una de Kenneth Branagh, Belfast (2021), me parece: a quién se le ocurre. Para mi sorpresa salió echando pestes de la sala, pero no de la película precisamente. “No vuelvo más”, dijo, “con toda esa gente molestando, tosiendo, comiendo” como si para él ir al cine fuera como hacerse una colonoscopia. Yo me reía en mi ingenua incredulidad, al no entender cómo-a-alguien-no-le-gusta-ir-al-cine.
Pero por lo visto, por las matemáticas y por las estadísticas, el equivocado, el nerd, el friqui y el weirdo soy yo.
Según datos oficiales del Ministerio de Cultura (sí, sí, lo hay), en 2023 cada español fue al cine 1,5 veces. Si el precio medio por entrada en España es prácticamente seis euros (5,98 exactamente), nos dejamos en tickets la bonita cifra de nueve euros anuales. 9, nueve, n-u-e-v-e, ejem, pelín escueta, teniendo en cuenta que, yo qué sé, en tabaco gastamos cada españolito 1.825 euros anuales. Yo ya no fumo, pero me dan ganas de volver.
La verdad es que con estos números a uno le entran dudas de que en España a la ciudadanía le guste el cine y entra dentro de lo muy probable que mi amigo M.G. sea uno más de esa masa amorfa que es la ‘gente’. Llámame loco, pero algo sospecho.
Conozco a personas a las que no le gusta la tortilla de patata. Con o sin. Incluso conozco a gente a la que le gusta el campo. Pero, oye, nunca me he topado con alguien que me diga abiertamente: “no me gusta el cine. Aborrezco las películas”. A lo peor mi amigo M.G. tiene una legión de seguidores y es un cienciólogo del anti cinematógrafo. Vaya usted a saber. De cualquier forma, en el caso de mi amigo M.G. esta renuncia tiene que ver más bien con un movimiento moral (otro como Godard) que con la abulia colectiva de no moverse de la Gran N, ya que el arte de las películas en sí le atrae. O al menos lo conoce, desde luego mucho más que la media. Lo suyo está más emparentado con la conciencia de clase, pero de la moralmente superior: es una enmienda a la totalidad, un desprecio al acto volitivo y ancestral, común al ser social (aunque estoy empezando a dudarlo) que, desde los tiempos de las cavernas, comparte con otros pares una experiencia colectiva, una representación de la realidad muchas veces catártica. Con palomitas, cocacolaza o no, pero colectiva. A mi amigo M.G. todo esto le parece una soberana estupidez y, aunque para algunas cosas es un poco Mr. Scrooge, le tengo por un ser también social en esencia, generoso, locuaz y de compañía más que agradable y, aunque también le guste mucho leer y la literatura sea su opción fundamental en el ocio, hasta donde yo sé no se le ha secado el cerebro como a su otro paisano de la Meseta Central.
Por lo tanto, he llegado a la conclusión de que el problema es mío, que soy un bicho raro porque voy bastantes más que 1,5 veces al cine: algún año se me ha visto entrado a ver películas unas cincuenta veces, con lo cual, más de un compatriota ha acudido menos cuarenta y siete veces. A saber qué habrá visto.
También pienso que los cines de barrio tienen que ponerse las pilas y ajustar los precios en función de la película y de la calidad de la exhibición. Nada de sufragio universal en este caso. Lo de ‘cine de barrio’ en Madrid parece un eufemismo. En el que yo vivo estamos empadronados 120.000 almas y hay ¡un solo cine!, con cuatro salas bastante pequeñas y donde se exhiben filmes exclusivamente en V.O. (En Ciudad Real capital, por ejemplo, hay catorce para 76.000 habitantes). Apuesto a que Garci, otro ciudadano ejemplar del barrio, tiene en su casa una pantalla con más pulgadas que las de la Sala 3 de los Renoir y con cigarreras en cancán a la entrada y donde, por supuesto, se puede fumar.
P.D. Va a ser verdad lo que le dijo el torero Rafael el Gallo a Ortega y Gasset: “hay gente pa tó”. En este caso, yo mismo y mi absurda manía de ir al cine.