España bate su récord histórico de turistas. La primera industria nacional confirma por qué lo ha sido, por qué lo es y por qué lo seguirá siendo. El Instituto Nacional de Estadística (INE) acaba de publicar unos datos que hablan por sí solos. Al concluir la temporada estival, casi 65 millones de extranjeros habían visitado España, un 11,2% por encima del pasado ejercicio. La mayoría procedente del Reino Unido, Francia y Alemania. Aunque se destaca el crecimiento de los procedentes de China, Japón y Estados Unidos. El gasto se elevó hasta 86.500 millones de euros, un 17,6% sobre el mismo periodo del año anterior. Algunos economistas estiman que más de la mitad de crecimiento del producto interior bruto (PIB) proviene de los ingresos turísticos. El turismo representa el 12% de la riqueza nacional y un 13% del empleo. Exceltur, por su parte, estima que la facturación al final del año se situará en 207.000 millones de euros, un 6,3% por encima del año pasado.
Estas cifras indican un gasto medio superior a 1.400 euros por turista y uno diario que se acerca a los 200 euros. La duración de la estancia osciló entre las cuatro y las siete pernoctaciones, lo que significa 5 millones de noches y un aumento del 9,4%. El mayor gasto, con casi un 21%, se destinó a alojamiento, seguido por actividades y paquete turístico, con un 18% cada uno. Baleares, Cataluña y Andalucía se confirman como los destinos preferidos por nuestros visitantes.
Las previsiones para final de año no son inferiores. Se considera que 95 millones de personas visitarán España, frente a los 85 millones del 2023. Este ingente ejército dejará unos 130.000 millones de euros en las arcas nacionales. Estas cifras afianzarán la posición española entre la élite de las potencias turísticas. Antes de la pandemia ya había sobrepasado a Estados Unidos. Ya solo queda Francia, pero los expertos piensan que ese codiciado puesto está al caer. Un estudio realizado por Deloitte y Google aventura que España alcanzará en 2040 los 110 millones de llegadas frente a los 105 previstas para el vecino francés. Detrás vendrán Estados Unidos, China, Italia y México, con 90 millones de turistas.
El turismo seguirá creciendo con fuerza en los próximos ejercicios. Al menos esas son las previsiones de un reciente informe de Caixabank Research. Para este año, adelanta un crecimiento del PIB del 5% y del 3,2% para el 2025, bastante por encima de la media nacional.
Pero las cifras no explican por sí solas la potencia de nuestra industria turística. España es un modelo de oferta para cualquier competidor que intenta seguir los pasos marcados por nuestros profesionales del sector.
Nadie discute que el sol y la playa son el imán que mueve las grandes cifras turísticas. Junto a ello, nuestro país ha sido capaz de generar atractivos sin parangón como la gastronomía, la tolerancia, la seguridad, el patrimonio histórico y monumental o la cultura. Y junto a ello, una oferta sofisticada que incluye el turismo religioso, el gay, el single, el senderismo, el religioso o el urbano. Madrid o Barcelona empiezan a competir con las grandes urbes como París o Nueva York. Y, por supuesto, ciudades como Sevilla o Toledo son visita obligada para cualquier persona a lo largo de su vida. Eso no es gratuito, es consecuencia de una industria turística que sabe explotar las ventajas del país y generar una oferta diversificada; eso sí, cimentada en la base del turismo que es sol, playa y descanso.
Frente a ello, se alza una ola de turismofobia que se enfrenta a los riesgos, perjuicios y molestias que supone la masificación, en especial en aquellas zonas o barrios tensionados. No es un fenómeno nuevo, pero el cierre del paréntesis de la pandemia lo ha resucitado con vigor. Canarias, Baleares, Málaga o Barcelona han sido escenario de estas protestas ciudadanas que reclaman poner límites al turismo al ver como la vida cotidiana en sus hábitats naturales se encarece y se incomoda ante la llegada de turistas con dinero para gastar y con ganas de pasárselo bien. Muchos rincones de España multiplican su población por diez o por más en los meses fuertes, saturando servicios como la sanidad o inundando calles y plazas con sus chanclas, shorts y fotos. O impidiendo que profesionales o trabajadores puedan encontrar una vivienda o una habitación a un precio que su sueldo lo aguante ante las cifras que están dispuestos a pagar los visitantes.
Se trata de buscar un equilibrio para una ecuación difícil de resolver. No se puede discutir el peso económico en riqueza, desarrollo y empleo que aporta el turismo. Pero en el otro lado de la balanza se sitúa la presión que ejerce sobre los servicios públicos, sobre el mercado de la vivienda local, sobre los precios del consumo y la saturación de espacios ciudadanos.
Los expertos hablan ya de un turismo sostenible que empiece por algo tan complicado como estabilizar los flujos de turistas tanto en el tiempo como en el espacio. Un turismo que redujera la estacionalidad y la concentración geográfica, que tuviera más valor y que abandonase el sol y la playa por otras opciones. Porque un turismo sin turistas es un imposible.